Maleta de libros

Las memorias de Luisa Carnés: 'De Barcelona a la Bretaña francesa'

'De Barcelona a la Bretaña francesa', de Luisa Carnés.

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Hasta hace bien poco, la escritora y periodista Luisa Carnés era una ilustre desconocida. Su nombre aparecía, de manera secundaria, en algún blog perdido en Internet, y quizás en la investigación incipiente de algún historiador de la literatura. Ahí estaba Antonio Plaza, uno de los responsables de la recuperación de la obra y la memoria de esta autora nacida en Madrid y 1905 y fallecida en un accidente de coche en Ciudad de México en 1964. Por ahora, su mayor éxito es Tea Rooms, su novela sobre las trabajadoras de una confitería  publicada en 1934. La reedición del sello Hoja de Lata ha vendido más de 4.000 ejemplares y ha hecho que la reportera vuelva a los papeles. 

La editorial Renacimiento reedita ahora De Barcelona a la Bretaña francesaDe Barcelona a la Bretaña francesa, un texto periodístico que permaneció inédito desde su escritura a lo largo de 1939 hasta su publicación en 2014 dentro de la colección Biblioteca del exilio. En la obra, conservada por su hijo, Ramón Puyol Carnés, le escritora hace un relato de sus últimos momentos en Barcelona, su huida a Francia y sus desventuras por los campos de refugiados del país vecino hasta el albergue de Le Pouliguen, en Bretaña. Ahí termina el libro, que no el viaje de Luisa Carnés. Saldría de Le Pouliguen gracias a las gestiones de Margarita Nelken y del diplomático mexicano Gregorio Nivón, que la llevarían finalmente a cruzar el charco a finales de mayo de 1939. Su memoria del exilio tardaría 75 años en volver a la luz, y ahora por fin encuentran a sus lectores. 

  De Barcelona a la Bretaña francesa

  «Luchamos un día y otro día,

y lucharemos sin cesar,

para que España sea la tierra

donde brille la libertad».

Cancioncilla de guerra delejército de la República española

En un comedor colectivo de Barcelona

Cuando se llega hoy al comedor colectivo, echa una de menos a muchos compañeros. A medida que las fuerzas invasoras se aproximan a Barcelona, las fábricas y los sindicatos van quedando vacíos. Los obreros y los dirigentes políticos y sindicales cambian los instrumentos de trabajo y los puestos de dirección por el fusil. Millares de mujeres son incorporadas al trabajo por el Gobierno Negrín. Ante las oficinas de la Comisión de Auxilio Femenino del Ministerio de Defensa Nacional, que realiza activamente el reclutamiento femenino para las tareas de la retaguardia, se alinean constantemente centenares de mujeres. Todas quieren ser útiles a su patria. Mujeres de todas las edades; mujeres de todas las regiones de España; mujeres con niños en los brazos («Si me colocan al niño en algún sitio, podré trabajar»). Esto permitirá poner en pie de guerra nuevos refuerzos masculinos.

Mientras, se siguen con creciente ansiedad los partes de guerra, bajo las bombas. Porque, según se acercan los fascistas, aumentan los bombardeos sobre la población. Las sirenas alargan constantemente sus aullidos trágicos de extremo a extremo de la ciudad. Las explosiones se suceden a cortos intervalos, y el ambiente se llena de polvo brillante. Las sirenas de las ambulancias cortan el tráfico. Penachos de humo espeso se disuelven en algunos puntos de la ciudad.

Se mira casi con odio a las nubes blancas, que corren transparentes bajo el espacio azul, que ilumina un sol claro. Se sueña en esas lluvias que nos han acariciado algunas noches un reposo sin zozobras; en ese dulce estrépito del agua quebrándose en un terrazo de cinc, mientras se piensa: «Esta noche no vendrán». Y en esas noches se recuerdan tiempos, que la guerra ha hundido en un pasado, que se antoja ya casi lejano: la familia, el trabajo tranquilo, la lectura reposada, los paseos sencillos. «Todo perdido». (¿Para siempre?) Cada cual iba con su destino a cuestas; con sus ilusiones. De pronto hemos sido arrastrados a una existencia de pesadilla; llevamos dos años y medio atenazados por un enemigo cruel que opone a nuestras ansias de libertad millones de toneladas de metralla. Constantemente nuestras mujeres y nuestros niños caen ensangrentados bajo las bombas italianas y alemanas. Restos humanos son recogidos, en inmundas espuertas, en las calles céntricas de la España republicana. Los ancianos españoles perecen de hambre y las criaturas que no caen bajo las bombas contraen tuberculosis en los hogares de Madrid y Barcelona. Las colonias infantiles están llenas de niños sin padres, y los refugios para adultos de Cataluña albergan a mujeres, medio locas por el dolor, que perdieron a sus hijos en las evacuaciones del norte y de Andalucía; acunan historias repetidas de miseria y espanto. Y en todos los campos de España se desangra en anhelos de independencia la juventud más brava del mundo.

¿Qué hemos hecho para merecer este martirio? «¿Qué hemos hecho?». Cada mujer sin hombre y sin hogar se hace esta pregunta: «¿Qué hemos hecho?». Una ola de invasión nos aplasta, tritura nuestros huesos y nuestros alientos, hora a hora, desde hace cerca de tres años. Una avalancha de muerte empuja a los españoles hacia las más altas cumbres del heroísmo y al fondo de la más dramática y desoladora miseria. «¿Qué hemos hecho?» Negarnos a ser pisoteados en nuestras libertades, en nuestras aspiraciones democráticas. Amar entrañablemente nuestras tierras y nuestros mares libres; nuestras montañas y nuestros valles; nuestros ríos inmortalizados por el esfuerzo viril de los buenos hijos de España. Este es nuestro único delito: «querer seguir siendo españoles». Y por serlo, por sentir hondamente la patria, vivimos acosados como fieras; se nos asesina en el trabajo y en el descanso; se envenena con hierro y fuego el aire que respiramos. Y por serlo, por querer seguir siendo españoles; por querer seguir pisando libremente la tierra donde hemos nacido, la tierra que es nuestra; cantan día y noche nuestras máquinas; mueren los hombres, cara a las trincheras de los invasores, con canciones de vida en los labios; se endurecen y deforman las manos de las mujeres españolas en los tornos de las fábricas. Por eso somos refugiados, ayer en Madrid y Valencia, y hoy, en Barcelona; por eso proseguimos templados, firmes, nuestra marcha a través de toda esta corteza de tierra española, que no queremos perder.

Y por esto las calles de Barcelona aparecen agujereadas de dolor y empenachadas por las banderas del heroísmo y el martirio. Y vibrantes letreros se lo gritan al pueblo catalán: «¡Catalans: lluiten per nostra terra!».

Y por esto mismo el comedor colectivo que reúne cada día a decenas de personas, que se afana por lo que es la aspiración de todo el pueblo, el triunfo de la República, que es el triunfo de la democracia, que es la independencia de España, se va quedando día a día vacío.

Varias mesas están hoy desocupadas. Alguien pregunta:

—¿Y los compañeros que se sentaban ahí?

Y alguien contesta:

—Esta mañana salieron para el frente.

Preside el comedor un cartel con letras azules, editado por las Brigadas Internacionales, recién disueltas espontáneamente por el Gobierno de la República, que dice: «Compañeros españoles: nos llevamos al marchar la promesa de que seguiréis luchando, con el heroísmo que lo venís haciendo hasta aquí, por conservar y reconquistar la tierra que cubre a nuestros héroes caídos».

Lo firma otro héroe.

Luigi Gallo.

Aviones sobre la carretera de Francia 

F ue entonces un angustioso laberinto de gemidos, gritos francos y sollozos ahogados. Me vi, sin saber cómo, arrojada sobre un montón húmedo de estiércol. En mi derredor percibía quejidos (algunos se lesionaron al tirarse del camión). Oía muy clara la voz del responsable de la evacuación, que decía: «No correr… ¡Al suelo todos!». Sentí caer junto a mí varios cuerpos y, sobre mi nuca, una respiración entrecortada y caliente. Confundido con el murmullo humano de congoja, se advertía el roncar de los aviones. Eran tres hidros y ya estaban encima. Yo sentía que mi corazón palpitaba como si fuera a saltar del pecho hecho pedazos; mi boca permanecía abierta y estaba reseca como un trozo de trapo; mi cuerpo, hundido en el montón de estiércol; me zumbaban dolorosamente los oídos y me acuerdo de que pensaba: «Ahora cae». El silbido de las bombas (cayeron varias a la vez) me hizo contraer todos los músculos y apretar los dientes y los ojos. Luego aumentaron los gritos y los sollozos, disminuyó el ruido de los motores hasta perderse y se oyeron imprecaciones y lamentos.

Los aviones desaparecieron.

No hubo muertos ni heridos. Las bombas cayeron lejos, y casi todas, sobre el asfalto de la carretera. Alguna acertó sobre el verde musgo de la campiña y en algunos puntos se advertían terrones de tierra seca y matas de verdura desgajadas hasta la raíz.

Nos levantamos y volvimos al camión, que estaba intacto. Nos dejábamos caer con indiferencia sobre las pocas maletas que se había logrado sacar de Barcelona y encima de montones de ropa, que parecía lamentablemente vieja. Las maldiciones de los hombres y los lamentos de las mujeres eran incesantes.

Al fin callaron algunos.

El camión arrancó.

De pronto se sintió dolor en el cuerpo: dolían las rodillas, pero, sobre todo, las manos y los hombros. Yo no podía doblar el cuello y me acometió un frío intenso.

La muchacha vasca, que iba envuelta en una manta cuya porquería impedía ver el color, se acurrucó junto a mí y me arropó con ternura. Me sentí menos sola entonces. La manta me cubría hasta la cabeza y aplastaba mis cortos cabellos sobre mi frente. Sentí escozor en los ojos y advertí que lloraba. Pensaba en pequeñas cosas sencillas… Mi madre es una mujer muy dulce y bondadosa, como lo son casi todas las madres. En aquellos momentos la evocaba en nuestra casa de Madrid, adonde la vi siempre, trajinando de un lado para otro del cuarto húmedo, que le robaba lentamente la salud y la vista. Se me ocurrían tiernas escenas familiares. Mi madre está aquí, con su dulzura permanente, sus pasos blandos y silenciosos, y su voz llena, suavizada al dirigirse a sus hijos: «Vamos, hija: levántate, que es tarde. Y abrígate. Hace un frío que pela». La veo ir de un lado a otro del pasillo sombrío, al tiempo que me prepara el desayuno. Mientras lo consumo, habla, sentada en una silla del comedor, que 122 ilumina una cansada bujía de carbón: «Tendrás que comprarte un abrigo de invierno, el que tienes de entretiempo es una tiritaina… El invierno se presenta muy crudo». La miro al través del vaho que despide mi tazón de café con leche, en el que flotan briznas de pan quemado. Sobre sus ojos oscuros y grandes, llenos de ternura, el cabello empieza a blanquear. Luego se refiere a otro de sus hijos: «Este Luis es tan caprichoso… Ya no le gusta el traje azul, como si se pudiera estar comprando trajes todos los días… Igual le pasaba de chico con los juguetes…». Ella es una infinita ternura que se derrama, a partes iguales, sobre sus todos sus hijos. Cuando salgo a la calle, yo que cumplí los 28 años, me abotona el abrigo, diciéndome: «Tápate bien, que hace mucho frío». Mi madre es infinitamente buena e infinitamente crédula. En los momentos difíciles, que son los más en su vida, se acurrucó en su fe religiosa. Su religión la hace supersticiosa y esta superstición la impulsa a hacer el bien, tanto como su natural bondadoso, llevada de la idea de que el bien que ella haga a los demás ha de serle devuelto, más adelante, a sus hijos. Siempre repite el viejo refrán castellano: «Hoy por ti, mañana por mí». Y he aquí que al cabo del tiempo, y a centenares de kilómetros de mi madre, esta chica vasca me cobija en su manta de lana tibia, mientras mi corazón padece una mortal congoja y mis ojos se empañan de cosas pasadas.

Seguimos sorteando el mar.

Las caras de los evacuados han recobrado un tanto el color, que aviva el viento frío.

La mujer viuda ha bajado una de sus medias hasta el tobillo y se unta saliva en un arañazo profundo que se produjera al bajarse del camión. Su media está manchada de sangre.

De pronto vemos otro aparato. Nuevamente los rostros empalidecen y los corazones se agitan. El hidro pasa a bastante altura, bordeando el mar. El impulso común es arrojarse del vehículo. Pero el responsable de evacuación se opone:

—Nadie se mueve: ya no hay tiempo. Está encima… ¡Tú, acelera! –le dice al chófer.

¿Quién podría expresar en todo su dramatismo espantoso el horror de sentirse indefenso y sin protección alguna, en campo abierto, bajo un aparato enemigo? ¿Quién podría explicar justamente cuánto se piensa, cuánto se siente en esos instantes eternos en que vuela el avión sobre nuestras cabezas, y los hombros se contraen hasta el dolor, y la imaginación dibuja locamente palabras incoherentes, y al propio tiempo, perfectamente lógicas? ¿Quién podría contar las palpitaciones del corazón angustiado, describir la sed amarga y el dolor de la lengua entre los dientes? ¿Y el martillo de lo penoso en los oídos y en las sienes, y las frases sin voz? ¿Y el pavor que atiranta la piel y afloja los músculos, y hace brotar las canas por encima de la frente?…

Pero aquel aparato pasó de largo. Ya había dejado su carga criminal elevado en otro montón de carne fugitiva. Un kilómetro más allá se veían, a un lado de la carretera, los restos de un coche de turismo y de varias personas. El camión hubo de sortear un torso desnudo de mujer al que faltaba la cabeza. El responsable del camión nos gritó:

—¡No mirar las mujeres!

1. Juan Negrín (1892-1956) fue nombrado presidente del Gobierno republicano el 17 de mayo de 1937, por Manuel Azaña, en sustitución del también socialista Francisco Largo Caballero, en un difícil momento para la República, ante la ineficacia militar en el desarrollo de la guerra y la pérdida de apoyos políticos para dirigir el Gobierno por el presidente saliente, entre los partidos que integraban el Frente Popular. Pese a las críticas posteriores recibidas, al producirse la derrota en la Guerra Civil, de haber sido un instrumento en manos del PCE, la figura de Negrín ha sido revalorizada por los investigadores en los últimos años, que destacan su perfil integrador, su independencia política y su capacidad para gestionar la difícil situación. Véase Moradielos (2006).

2. La Comisión de Auxilio Femenino fue creada por el Gobierno republicano el 28 de agosto de 1936 (Gaceta de la República, 29 de agosto de 1936), como parte del Comité Nacional de Mujeres contra la Guerra y el Fascismo. Estaba formada por Dolores Ibárruri, Emilia Elías, Encarnación Fuyola, Ybelin Kahn, Anunciación Casas, María Rubio de Sirval, Isabel Oyarzabal y Victoria Kent. Su misión era «cooperar a la acción de los ministerios de la Guerra, Industria y Comercio, en orden al abastecimiento de los frentes de combate que puedan ser atendidos desde Madrid». Entre sus cometidos estaba «cumplir –a propuesta de los ministerios indicados– cuantos encargos se le hicieran sobre confección de vestuarios en fábricas, talleres y domicilios; reparto de víveres, especialmente, de los que se reciban como donativo, y el suministro de elementos higiénicos». Establecida en Madrid, la Comisión de Auxilio Femenino debía abastecer de modo directo los frentes, «cuidando además, en lo posible, de las necesidades de las familias de los combatientes». Datos sobre esta institución, en AGC. Salamanca. Gobernación. PS Madrid. Caja 2389: «Comisión de Auxilio Femenino».

3. La cursiva figura como subrayada en el texto original.

4. Las Brigadas Internacionales estaban formadas por voluntarios extranjeros que acudieron a España a combatir contra el fascismo, representado por las tropas italianas y alemanas que luchaban junto al ejército sublevado contra el Gobierno republicano. La creación de las Brigadas Internacionales tuvo lugar en Moscú el 18 de septiembre de 1936, por decisión de la Internacional Comunista (IC). Sus integrantes eran, en su mayoría, jóvenes de ideología antifascista. Debido al movimiento de solidaridad que suscitó la agresión de los países fascistas contra el gobierno legal, la IC se vio obligada a canalizar esa respuesta, a través de los partidos comunistas nacionales que actuarán de bandera de enganche del movimiento solidario. La participación de las Brigadas Internacionales en la lucha fue muy destacada en la defensa de Madrid, si bien la falta de formación militar de muchos de sus integrantes y la escasez de armamento dificultaron su labor y redujeron su eficacia militar. Su disolución se produjo en octubre de 1938. Más información, en Rémi Skoutelsky, Novedad en el frente. Las Brigadas Internacionales en la Guerra Civil. Temas de Hoy. Madrid. 2006.

5. «Luigi Gallo». Seudónimo del brigadista italiano Luigi Longo (1900-1980), miembro del Partido Comunista Italiano (PCI), y llegado a España en 1933. En la década de 1930 también figura como miembro del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista para los países de lengua española, actuando como intermediario entre esta organización y el PCE. Entre 1936 y 1938 fue también inspector general de las Brigadas Internacionales, en cuya formación tuvo un papel muy destacado.

6. Hidroaviones. 

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Rosalía de Castro, espejo de Luisa Carnés

Rosalía de Castro, espejo de Luisa Carnés

De Barcelona a la Bretaña francesa (Memorias)Luisa CarnésEdición de Antonio PlazaRenacimientoSeptiembre de 201719,90 eurosDe Barcelona a la Bretaña francesa (Memorias)

La editorial

El grupo Renacimiento, integrado por los sellos Renacimiento, Espuela de Plata y Ulises, ha sido uno de los pilares fundamentales de la la cultura española durante la democracia. Centrado primero en la poesía y en la edición de la revista literaria Renacimiento, es especialmente conocido por la recuperación de la memoria histórica. La Biblioteca del Exilio, creada en 1999, ha dedicado un gran esfuerzo a recuperara la obra, a menudo olvidada, de los intelectuales que abandonaron España tras la Guerra Civil. Algunos de sus últimos proyectos son la reivindicación de Elena Fortún, tanto en su personaje Celia como otras producciones, o la investigación sobre Luisa Carnés.

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