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AlRevésyAlDerecho es un blog sobre derechos humanos. Y son derechos humanos, al menos, todos los de la Declaración Universal. Es un blog colectivo, porque contiene distintas voces que desde distintas perspectivas plantean casos, denuncias, reivindicaciones y argumentos para la defensa de esos bienes, los más preciados que tenemos como sociedad. Colectivo también porque está activamente abierto a la participación y discusión de los lectores.

Coordinado y editado por Ana Valero y Fernando Flores.

alrevesyalderecho@gmail.com

Elecciones, pragmatismo y derechos en la era del menosprecio

Javier de Lucas

Será como con la muerte de Kennedy. Todos recordaremos nuestros detalles. Si me preguntan, no olvidaré que la noche en que el recuento de votos electorales, poco a poco, dio el triunfo a Trump, estaba en México, sin saber muy bien si me había dormido viendo la Tv o si la pesadilla era real.

Desde luego, no han faltado los sabelotodo que nos han aleccionado (a posteriori, claro) sobre lo más que previsible del resultado. Hay también quien nos regaña por no entender que la democracia es así –como la rosa: ¿mejor no tocarla?– y que debemos respetar la libre decisión de los ciudadanos de los EEUU que han votado, por muy estúpida que nos parezca. Son los mismos que, a mi juicio, confunden democracia, reglamentos electorales, verdad y justicia, que no es poco confundir. Y no faltan, claro, los avisados y descreídos (esos que presumen de que a ellos nunca les engañan, no como a los ciudadanos corrientes) que nos hacen ver que todo estaba jugado con antelación y se trata de una prueba más de que “el sistema” siempre gana. Nosotros creíamos que se enfrentaban una máxima exponente de la lógica y de los intereses de la élite del stablishment contra un demagogo multimillonario que jugaba a outsider. Y no, Trump es más sistema que la misma Hillary: ¡toma ya! A ver si aprendemos de una vez que no hay nada que hacer. Curiosa moraleja, por cierto, en boca de esos soi-dissants intelectuales progresistas que juegan a la sabiduría del cínico y nos aleccionan desde sus púlpitos.

A mí me convence más el argumento de que, entre los muchos y complejos factores que han llevado a la presidencia de los Estados Unidos a alguien que tantos pensábamos inverosímil, hay uno en el que no se insiste lo suficiente y que no es privativo de ese país, ni siquiera de la crisis occidental de la democracia. Estamos creando a toda velocidad una máquina colectiva de humillación, que hace aparecer no sólo sociedades desiguales, sino excluyentes. Es la tesis en la que insisten, aplicándola a diferentes contextos y procesos sociopolíticos, por ejemplo Axel Honneth o Sami Naïr.

En rigor, no es nada nuevo. Dostoievsky describió muy bien el argumento en Humillados y ofendidos y Gorki en su relato Los exhombres. Víctor Hugo nos dejó Los Miserables. Nuestro Buñuel ilustró en varias de sus películas (Viridiana, Los olvidados) el mecanismo de reacción destructiva que así se crea y más recientemente, encontramos esa mirada en una película menor, pero fielmente agarrada a la misma idea, La Haine, de M.Kassowitz. Desde diferentes perspectivas, filósofos como Nietzsche y Scheller nos hicieron ver la capacidad del resentimiento, del odio, como motor moral y social característico de la moral burguesa; el mismo motor que la escolástica denominaba “odio retenido”. Pero es Honneth, tras las huellas de Charles Taylor y su revisión de la teoría del reconocimiento, quien nos ha presentado un muy convincente análisis de lo que denomina “la sociedad del menosprecio”. Es esa que construye una relación con los otros, cuya base no es sólo la desigualdad o la exclusión -temas clásicos y contrastados por la experiencia histórica-, porque hoy se añade algo más: una capacidad de negar reconocimiento al otro, que se muestra particularmente eficaz a la hora de expulsar a quienes a duras penas habían conseguido ser incluidos o estaban a las puertas de serlo, aunque fuera como mal menor, como manera de desactivar la peligrosidad de las clases peligrosas, de los que viven en los márgenes. En coincidencia con Sassen, Honneth muestra el proceso individual, social (económico y cultural) y político que lleva, desde la indiferencia ante la suerte de esos otros, acorde con el legado de Caín, al desprecio y aún al odio, por la vía de la ignorancia y del miedo.

Ahora bien, la humillación no sale gratis. Las sociedades en las que ese proceso prolifera, se ven abocadas al engaño y al miedo y así, en tantos casos, asistimos a la involución de Estados que fueron del bienestar porque tuvieron una cierta capacidad inclusiva (aunque basada en no poca medida en esas malas razones de domesticar a las clases peligrosas), pero que hoy retroceden en nombre del agresor externo –no digamos si lo tenemos dentro: inmigrantes, refugiados- hacia Estados policial penales. El margen de la disidencia aceptada -seamos exactos, “tolerada”, en el genuino, paternalista e inaceptable sentido de la tolerancia como sucedáneo de los derechos en serio- se estrecha, casi al mismo tiempo en que, como destaca Honneth, se verifica el test de los derechos sociales: éstos vuelven a su lugar liberal, se tornan en mercancías, expectativas, aspiraciones que, sí, pueden recibir alguna satisfacción, y no para todos, en época de “vacas gordas”. Pero no, en ningún caso, derechos en sentido fuerte, que obliguen a los poderes públicos. Cuando llegan las “vacas flacas” y siempre llegan para los más vulnerables, a lo más que se aspira es a la limosna, a la beneficencia.

Todo eso es el alma descarnada de lo que llaman “capitalismo compasivo” (otros hablan desvergonzadamente de la “ética de los negocios”, sobre todo para hacer negocios con la ética, algo siempre bien pagado) que tiene el premio del prestigio de la coartada “ética” y que de una u otra forma comporta que el perdedor, el que no triunfa, es culpable. Lo que desnuda la trampa argumentativa del supuesto capitalismo compasivo y lo revela como pura fachada es su propia lógica de beneficio insaciable, como ilustra Ken Loach en su I, Daniel Blake: una amenaza que nos acecha a todos, porque ser trabajador, en esta sociedad del riesgo que produce la mayor “industria de desechos humanos” (Bauman), no es ya salvoconducto frente a la pobreza o incluso la miseria. Aún peor cuando el punto de partida no es el de sociedades democráticas, sino el de dictaduras que tratan de engrasar la situación mediante el paternalismo y la corrupción. El hartazgo ante la humillación generalizada, como ha explicado Naïr mostrando cómo el suicidio del humillado Mohamed Bouazizi detonó la revolución tunecina (y que hoy podría revivir en Marruecos por la muerte del pescador Mohucine Fikri hace unos días) lleva a la ruptura, a la revuelta de quien no tiene ya nada que perder (por cierto, un argumento con el que Trump descaradamente pedía el voto de negros y latinos). Lleva a la búsqueda de caudillos o movimientos que capitalizan esa indignación al tiempo que hacen de ella una fe, una creencia que incluso puede encarnarse en una comunidad que no sólo es de fieles, sino de hermanos, de agraviados.

Amplias capas sociales se han visto afectadas en su estilo de vida –su confort en el mejor de los casos- por la ruptura de elementos básicos del vínculo social como consecuencia de la imposición de ese mercado global sin ley que nos ha impuesto el liberalismo dominante. Y no sólo en los EEUU. Lo sabemos bien. La conciencia de ese desclasamiento, de la pérdida de status es fácil y demagógicamente (ahora se emplea más el calificativo “populista”) en dos sentidos coincidentes: la necesidad de revancha contra el chivo expiatorio y la adhesión al líder que se presenta como el paladín del combate al “sistema” que ha producido nuestra humillación, nuestro empobrecimiento. Añádase el rencor contra quien, siendo visiblemente otro, se convirtió en el Presidente y ¡Comandante en jefe! del país, un afroamericano educado –como su esposa- en la elite de las Universidades de la Ivy League, que no acepta el papel de Tío Tom y promete integrar a los inmigrantes, critica la posesión de armas y se distancia de la supremacía blanca, en un país en el que los afroamericanos tienen que seguir reclamando Blacks Lives Matter. El resentimiento por la conciencia de humillación se acrecienta con el rechazo a una veterana personalidad del stablishment de Washington, carente de campechanía, que diríamos aquí, y que comete el error de menospreciar no sólo a Trump, sino a quienes le dan apoyo porque ven en él un paladín de la lucha contra ese stablishment que les humilla.

No sé si, como ha apuntado alguien con agudeza, para eso que llamamos “sistema”, Trump es en realidad una oportunidad de mantener el statu quo, porque se asemeja al protagonista de la novela de Jerzy Kocinsky, Being there (Desde el jardín), cuya versión cinematográfica, con un soberbio Peter Sellers, se llamó aquí Bienvenido Mr Chance: una marioneta manipulable y que crea la ilusión de que el hombre corriente –la mujer sería, según parece, pedir demasiado- puede triunfar aún enfrentándose al sistema, de donde el apoyo más o menos subterráneo a Trump, aun en detrimento de su representante “natural”, Clinton. Lo que sí sé es que la igualdad de los derechos, empezando por los de las mujeres, el reconocimiento a los inmigrantes y refugiados como sujetos que deben ser reconocidos como justiciables, las prestaciones sociales por parte de los poderes públicos a los más vulnerables (ancianos, enfermos, parados), por no hablar del cierre de Guantánamo, el imperio de la ley y del Derecho en el orden internacional, el sometimiento a reglas no bélicas de los conflictos, la respuesta ajustada a Derecho ante el terrorismo internacional, no son las prioridades del programa de Trump. Y no me gustaría que, frente a eso, se imponga el ralo pragmatismo que parece encarnar en algunos gobiernos europeos y aun en la propia UE. No sé si Trump, como dice agudamente Ramón Lobo, será a la postre fiel a la condición de “político” (de la que ha abominado como clave de su estrategia electoral) e incumplirá sus promesas, o si se empeñará en una suerte de berrea frente a Putin y, sobre todo, frente a los perdedores. Vigilar a su administración debiera ser la prioridad.

Fotos: 1. Los miserables, Raymond Bernard, 1934. 2. Los olvidados, Luis Buñuel, 1950. 3. La Haine, Mathieu Kassovitz, 1995. 4. The Wire, David Simon, 2002.

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10 de noviembre de 2016 - 08:01 h
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