Piense cuánto hace que no inicia una conversación con un desconocido. ¿Cuánto hace que, de forma espontánea, en un ascensor, en una sala de espera, en el autobús, empieza a hablar con la persona que tiene al lado, un completo desconocido, con el que comenta el tiempo, el retraso que acumulan o las elecciones? Seguro que hace mucho. Demasiado. Hemos dejado de entablar esas conversaciones sobre nada, absolutamente banales, con las que rellenábamos esas esperas o tiempos muertos.

Por edad, siempre era una persona adulta la que te preguntaba si te quedaba mucho si te encontrabas en una sala de espera. O a qué piso ibas si era en el ascensor. La timidez de la juventud te impedía ser tú quien rompiera ese muro. Recuerdo esos viajes de 5 horas en el autobús de Madrid a Pamplona, en los que hablabas de todo con tu compañero o compañera de asiento. Por qué habías decidido mudarte, qué hacías en Madrid, cómo llevabas la morriña, cada cuánto ibas a Pamplona… Pero es que ahora, que somos nosotros los que deberíamos dar el primer paso, no estamos a eso: las pantallas nos tienen completamente aislados. Y me juego el cuello a que más de uno se ha hecho esas mismas 5 horas de viaje en autobús, con los cascos, el móvil o el iPad, sin cruzar ni una sola palabra con la persona que tiene al lado.

Rellenamos nuestros tiempos muertos mirando el teléfono, viendo las redes sociales, pasando de Twitter a Instagram sin pausa, viendo vídeos, o escuchando música, o un podcast… El teléfono nos tiene entretenidos, tanto, que hemos dejado de conocer a esas otras personas que se cruzan en nuestro día a día y a las que ya ni siquiera miramos.

Ahora, que somos nosotros los que deberíamos de dar el primer paso, no estamos a eso: las pantallas nos tienen completamente aislados. Más de uno se ha hecho esas mismas 5 horas de viaje en autobús, con los cascos, el móvil o el iPad

Conversaciones que no llevan a ninguna parte, que seguramente son con personas a las que no volveremos a ver nunca más, pero que suponen un alivio en la soledad de mucha gente. Esa conversación sin más trascendencia que la de rellenar el tiempo muerto es, para muchas personas mayores o que viven solas, quizás la única conversación que mantengan con una persona durante todo el día. Piénselo: la única conversación con un humano en todo el día. Pero el móvil, el dichoso móvil, les ha arrebatado esos minutos de hablar con alguien.

Cuando tienes hijos pequeños, seguro que les ha pasado, las personas mayores te paran en el parque, en la calle, para decirte cualquier tontería sobre el peque que llevas en el carro, sobre las monerías que ha hecho, sobre cómo ha tirado la pelota… Da igual. Se acercan porque necesitan hablar con alguien. Ahora que ya no paseo empujando un carrito pero sí llevando la correa de un perro, me sigue pasando. Completos desconocidos que me paran para decirme algo del perrito, de cómo ladra, o cómo va jugando, o que qué corte de pelo más mono lleva… Sea lo que sea, da igual. Y te paras, para que lo acaricien, para que les suba las patitas a las piernas, les haga las monerías propias de un perro de tamaño mediano y ya. Su sonrisa, en cualquiera de esas situaciones, es impagable. Y sabes, intuyes, que la soledad te hace buscar muchas veces en la calle, en desconocidos, una interacción que ya no tienes. Así que levantemos la cabeza y miremos un poquito alrededor, quizás hay alguien cerca que necesita que le mires, le sonrías y, si te atreves, le digas algo.

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