Querido amigo Arturo…

Vuelvo a asomarme por aquí después de un verano en el que, sobre todo, he intentado aislarme y alejarme de las polémicas y debates acalorados que se suelen armar por las redes, esos que no aportan nada pero meten mucho ruido; la mayoría son debates artificiales, descontextualizados, amplificados por la ignorancia y la soberbia y, muchas veces, sustituyendo los argumentos por los insultos.

Lo he intentado, sí, pero no lo he conseguido del todo. Ha habido alguno que me tocaba demasiado cerca y no he podido evitar leer lo que se iba diciendo.

Este verano se ha puesto en el mapa a Falces, un pequeño pueblo navarro, famoso por sus ajos y por sus encierros, los encierros de “El Pilón”. Da la casualidad de que ahí nació mi padre y durante mi infancia me tocó muchas veces ir a ese pequeño pueblo en el que en invierno hace mucho frío y en verano mucho calor.

Quienes son de Falces saben que la mitad del pueblo es primo hermano tuyo y la otra mitad es primo de tus primos. Así que pasear por allí es ir saludando a unos y a otros. Hace mucho tiempo que no voy, demasiado, y supongo que habrá crecido en número de habitantes, habrá nuevas calles por las que yo no llegué a pasear y nuevos bares y comercios. Pero de pequeña, agarrada de la mano de mi padre, aquel pueblo me parecía absolutamente mágico: todo el mundo se conocía, no como en la ciudad, en Pamplona. Todo el mundo se saludaba y lo más curioso, mi padre, cada vez que saludábamos a alguien, se agachaba y me susurraba “ése de ahí es primo segundo tuyo”. Yo, que en Pamplona no teníamos familia, me parecía aquello el paraíso. La mayoría era gente mucho mayor que yo, a los que no conocía de nada y, seguramente, no volvería a ver en meses o años. Pero eran mi familia. Perdía la cuenta al final del día de cuántos primos segundos o terceros nos habíamos podido llegar a cruzar.

Para entrar en Falces, había que atravesar una larga recta en la que al final del todo se divisaban las primeras casas. Mi padre siempre nos contaba la misma historia cuando recorríamos aquella recta: las carreras que hacía con su caballo (prestado) cuando veía asomar el autobús de línea. Jugaba a ver quién llegaba antes. Cuando creció sustituyó el caballo por la bicicleta. Con ella se recorría el pueblo y parte de la ribera navarra. Con esa bici iba a ver a mi madre hasta Tudela cuando empezaron a salir, pero ésa es otra historia.

En invierno las visitas a Falces siempre tenían el mismo recorrido: primero al cementerio para ver la tumba de mis abuelos. Yo no los conocí: habían muerto cuando mi padre era demasiado joven. Aquel era el peor momento: mi padre siempre salía de allí triste, silencioso, pensativo. Después tocaba ir a ver a todos sus primos, que eran muchos. Esa parte era la mejor: en cada casa te sacaban una taza de chocolate, unos bollos…Y ahí mi padre volvía a ser él: se divertía recordando anécdotas de su juventud, repasando aquellos años en los que la vida era tan dura como el clima de ese pueblo, cuando se tenían que buscar la vida como fuera, trabajando sin descanso. En algunas casas sólo parábamos a saludar, en otras, como la de mi tío Félix, pasábamos la tarde entera jugando en el patio trasero.

En verano, la cita obligada era en agosto. Eran las fiestas del pueblo. Para ver el encierro había que madrugar muchísimo si querías coger un buen sitio. Todo el mundo estaba allí. Los vecinos de Falces y muchos curiosos que se acercaban a ver una carrera… diferente. En Navarra, donde cada pueblo tiene sus propios encierros, todos saben que los de Falces son únicos. Los animales descienden a toda velocidad una empinada cuesta, llena de curvas y en la que hay pocos huecos para escaparse. Si tuviera que definir cómo vivía aquello la palabra que mejor lo definiría serían “nervios”. Había cierta tensión en estar allí. Prácticamente todos los años una de las vaquillas se saltaba el recorrido, se iba ladera abajo y se perdía. Con el peligro que eso suponía: antes o después, esa vaquilla podía volver al pueblo. A los pequeños nuestros padres nos llevaban en brazos, por si había que salir corriendo.

Falces para mí es el recuerdo de mi padre. Como Tudela es el de mi madre. Ambos representan el esfuerzo de toda una generación por hacerse un hueco y conseguir un futuro en una vida que nunca les fue fácil

Los festejos de aquellos pueblos giraban en torno a las vaquillas. Había “toros” por la mañana y “toros” por la tarde. Recuerdo que aquello me aburría soberanamente. No entendía dónde estaba la diversión de ver a una vaquilla perdida, recorriendo las calles valladas y, a veces, colándose en alguna casa completamente despistada. Se me quedó grabada la imagen de una señora mayor, sentada en su silla junto al vallado, incitando a la vaquilla con su abanico. Allí podía estar horas y horas, pasar toda la tarde, con el calor, sin ver apenas nada a través de los tablones. Pero era lo más excitante que iba a tener en todo el verano. El pueblo entero estaba de fiesta y la fiesta consistía, en buena parte, en eso.

Hace mucho que no he vuelto por allí. Mucho más de lo que me gustaría. Pero sé que, a pesar de aburrirme en aquellos festejos más de lo que imaginaba, mi infancia se cimentó con aquellas visitas. Visitas en las que escuchabas la historia de tus padres, narrada en primera persona, contada por quienes habían peleado con ellos por un futuro mejor.

Falces para mí es el recuerdo de mi padre. Como Tudela es el de mi madre. Ambos representan el esfuerzo de toda una generación por hacerse un hueco y conseguir un futuro en una vida que nunca les fue fácil. Su objetivo era darles a sus hijos, a nosotros, lo que ellos no pudieron tener. Falces es eso: generosidad, sacrificio y, sobre todo, alegría.

Me apetecía que lo supieras, querido amigo Arturo. 

Más sobre este tema
stats