Se quiebra el alma

“Hasta que nos sangren los ojos”. Así tuitea Maruja Torres cada imagen de lo que está pasando con los niños en Gaza. Y puede que la frase sea la más acertada para saber que, aunque cueste, cueste muchísimo, no podemos dejar de ver y de enseñar lo que está pasando en la Franja.

Estos días muchos me confiesan que no pueden seguir viendo más imágenes de la guerra. Que el dolor, el llanto, la desesperación de los civiles heridos, de las familias intentando ponerse a salvo, las dejan descorazonadas. Y lo entiendo. Y a algunos, a aquellos que sé que esas imágenes les quitan el sueño por la noche, a mis mayores, les doy el consejo que va contra todos mis principios: “no me veas durante una época, deja de ver el informativo”.

Según datos de UNICEF, cada día, repito, cada día, mueren o resultan heridos 400 niños en Gaza. 400 niños a los que se ha robado su infancia

Eso va contra todo lo que siempre repito: que la estrategia del avestruz no funciona. No podemos ignorar lo que está pasando allí porque eso nos deshumaniza un poquito más. Y admito que, incluso a mí, estos días, me está costando mantener el tipo, me está costando mucho.

Llevo toda la semana con el alma rota, viendo imágenes de madres despidiendo a sus hijos amortajados en brazos, o niños completamente solos, consolados por voluntarios tras haber perdido a toda su familia en uno de los bombardeos israelíes. Las imágenes de lo que está pasando en Gaza son tan duras, tan incomprensibles, tan desgarradoras, que admito que cuesta explicarlas cada día en el informativo.

Una de ellas seguro que la han visto: es una madre arrodillada, con el cuerpo de su hijo pequeño envuelto en una sábana blanca. Ella no llora, sólo le besa la cabeza y le habla, le dice cosas mientras sigue acunándolo, mientras sigue besándole despacio, con infinito amor. Con infinito dolor. Ese día tuve que enviar la imagen al chat familiar, para recordarles a mis hijos lo afortunados que son por vivir en un país en paz, sí, en paz, y para recordarles que en el mundo hay otras realidades muy alejadas de las suyas. Cuando llegué a casa no pude contenerme: tuve que abrazarles, besarles, mucho, muchas veces. Mi hijo, sabiendo el porqué de ese gesto, me dijo susurrando: “mamá, yo estoy bien”.

La otra imagen es la de un chico, de edad parecida a la del mío, sentado en el suelo, consolado por un voluntario con chaleco rojo, intentando entender que, a partir de ese momento, su vida será sin los suyos: toda su familia acaba de morir en un bombardeo. Le tapan con mantas, pero su frío no es del exterior, su frío viene del alma. No deja de llorar y aunque ese voluntario le acaricia la cabeza, le atusa el pelo, no hay gesto que le pueda consolar.

Esto está pasando. Cada día. Según datos de UNICEF, cada día, repito, cada día, mueren o resultan heridos 400 niños en Gaza. 400 niños a los que se ha robado su infancia. 400 niños que, en el mejor de los casos, quedarán heridos, y en el mejor de los casos, podrán recuperarse de esas heridas, pero no de los recuerdos. Del dolor que les ha tocado vivir. Del hambre, del miedo. Ese miedo se quedará con ellos para siempre. Lo veo con nuestros mayores. Las imágenes de Gaza les recuerda a su infancia, a la guerra que les tocó vivir, les remueve todo aquello, el miedo, el dolor de perder a sus padres en una batalla que no lograban entender. Han pasado 70, 80 años y todos esos recuerdos se vuelven reales de nuevo cuando ven las imágenes de la Franja. Ése será el futuro de todos esos niños que vemos estos días. Y el alma se te quiebra.

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