Últimamente me descubro a mí misma pensando demasiado en el tiempo. En el tiempo que no tengo, en el tiempo que desperdicio, en el tiempo que me falta, en el tiempo que se pasa, así, sin darte cuenta. El tiempo. Es lo único que no podemos controlar, lo único que no podemos pausar, ni detener. Y al único al que no prestamos ni una pizca de atención: creemos que lo tendremos siempre ahí, disponible para nosotros, dispuesto a darnos más cada vez que se lo pidamos, pero no. El tiempo es finito. Y lo único que no sabemos es cuándo terminará.

Sí, llevo tiempo dándole vueltas a esto. No sé si será la edad, la pandemia, la vida, todo lo que nos está tocando vivir y contar cada día en los medios de comunicación, si ha sido todo eso lo que me ha llevado hasta este momento. Pararme y pensar que, al tiempo, a mi tiempo, al tiempo que empleo en lo que realmente quiero hacer, le dedico poca atención.

Uno de cada tres españoles ha decidido bajar el ritmo. La pandemia le ha hecho darse cuenta de que iba de un lado para otro siempre corriendo, siempre haciendo cosas, cumpliendo con los mil y un compromisos que la vida nos va poniendo como trampas

Un estudio decía esta semana que uno de cada tres españoles ha decidido echar el freno, bajar el ritmo. La pandemia le ha hecho darse cuenta de que iba de un lado para otro siempre corriendo, siempre haciendo cosas, cumpliendo con los mil y un compromisos que la vida nos va poniendo como trampas. Empezamos el día corriendo, yo al menos, y lo terminamos igual, corriendo y no precisamente con mallas y zapatillas deportivas. Con el confinamiento muchos se dieron cuenta de que correr de un lado para otro no era vida. Llevaban así demasiados años y parar les sirvió para darse cuenta de cuáles eran sus prioridades. Esa vida ni les hacía más feliz, ni más productivos, ni más ricos: porque muchos creen que haciendo muchas cosas ganan más, ganan más amigos, más contactos, ahorran más dinero porque se evitan pagar otros servicios si ellos lo hacen todo…Y en realidad, lo que pierden es lo más valioso que tienen, que tenemos: el tiempo.

Yo volví esta Semana Santa con el firme propósito de guardarme dos tardes a la semana para no perderme mis clases de yoga. Una hora cada día, dos tardes, no pedía demasiado. De hecho, me cogí el bono para obligarme a ir. Pues bien: es viernes, han pasado ya dos semanas desde la vuelta de vacaciones y he ido un día. El resto los tenía llenos de compromisos, tareas, citas, reuniones… Aquí bien podría poner ese emoticono de llorar con la cabeza ladeada hacia atrás, porque realmente es lo que me apetece cada vez que tengo que llenar la agenda de una cita sabiendo que me volveré a perder mi clase de yoga. Pero es lo que hay. Y no puedo decir que no. No ahora.

Pero es no sólo una cuestión de no tener tiempo, es también un ejercicio de saber aprovechar el que se tiene, sea mucho o poco. Aprender a no perderse esos momentos. Y sí, últimamente me detengo a mirar a mis hijos, que crecen demasiado deprisa, que me han superado ya en altura hace tiempo pero que siguen en casa, sentados con nosotros viendo una peli en el sofá, pidiendo mimos, aunque me pasen dos cabezas. Y sé que esos momentos pasarán, se irán, y los echaré de menos, así que los saboreo al máximo. Los detengo unos segundos para decirme a mí misma que ahí está ese tiempo al que tanto añoro. Y que no volverá.

Más sobre este tema
stats