El pelotón chiflado

Nubes oscuras se ciernen sobre Europa, ¡pero no se preocupen!: por todos los rincones de la patria resuena un murmullo heroico. En cada sofá, un señor se afloja el elástico del chándal al grito de libertad; en cada barra, un nuevo Pericles explica cómo habría librado él la guerra del Peloponeso. Nada teman, porque se ha alzado la última defensa de Occidente: el batallón de los cretinos, la columna de los botarates.

José Luis, tornero fresador de cuarentaisiete años, no llega a atarse los zapatos pero suplica que le presten un fusil para frenar al comunismo. Marcela, perita agrónoma, es partidaria de un ataque nuclear preventivo —de varios, incluso—. Federico, que cabalga el brioso corcel de la superioridad moral, sostiene que mandando armas no se solucionará nada. Arturo, egregio autor de folletines y columnista testosterónico, comparte la foto de una gachí con un rifle: seguro que ella no dice todos, todas y todes.

Al hilo de estas declaraciones, un edil murciano se ofrece a la embajada ucraniana: que lo llamen a filas, que se lleva de Sancho Panza a su teniente de alcalde. Un viejo proverbio chino enseña: hasta el murciano más pequeño puede cambiar el futuro del mundo.

Sin tiempo que perder, un concilio bizantino discute si el imperio romano cayó por culpa del lenguaje inclusivo. El apuesto escritor (de antes) fanfarronea porque estuvo en Kosovo. «Rediós, malandrín, sonajero», sentencia. Mientras tanto, las reservas estratégicas de medias de compresión y bragueros empiezan a escasear. Hay un runrún en los taburetes de los bares: yo me iría a la guerra, pero es que me parte la tarde.

Mientras tanto, un político de izquierdas retirado suma un podcast a sus cinco tertulias, ocho columnas y veintisiete redes sociales. Se dice que en alguna de ellas está dando las claves, pero se ignora en cuál

Mientras tanto, un político de izquierdas retirado suma un podcast a sus cinco tertulias, ocho columnas y veintisiete redes sociales. Se dice que en alguna de ellas está dando las claves, pero se ignora en cuál. En el congreso, el líder de un partido xenófobo dice que estos refugiados sí pueden pasar, aunque estén en edad militar. Verás el disgusto cuando se entere de que rezan con cruces torcidas. En los programas matinales están de enhorabuena: hay calamidades para regalar. Como no les parece suficiente, emiten imágenes de videojuego y de archivo. En las tertulias nocturnas, exministros con patologías endocrinas balbucean los peligros de tener un gobierno con comunistas. «La vicepresidenta del Gobierno es peor que Stalin», se les oye gritar. En los informativos, una colección de bustos parlantes traza paralelismos entre el cataclismo y las minucias de la política doméstica. El periodismo se ha convertido en una rama de la literatura fantástica.

Para colmo de desdichas, una mujer dice ser la madre de un hijo que está en el vientre de una señora ucraniana. Reina el desconcierto entre los geómetras y los teólogos. Tras complicadísimas investigaciones, se descubre que una gestante es una madre a la que se le compra el hijo. Para sorpresa de nadie, la madre no gestante es una señora que tiene más dinero que la gestante no madre. La mercantilización de las entrañas: otro prodigio del progreso.

Los teletipos no dejan de campanillear: los rusos agitan la carta de la amenaza nuclear. La pelota es mía y si quiero me la llevo, pero en versión apocalíptica. Jóvenes y descreídos empiezan a convertirse a la religión más cercana. Rusia anuncia que sus bombardeos causarán una matanza indiscriminada de civiles. Culpa de estas muertes a los civiles que van a morir. «La culpa es de los ucranianos, que se visten como un estado soberano», se escucha por los mentideros del Kremlin. Las sanciones internacionales prosiguen en cascada, la luz se dispara y el gas se volatiliza. Leyendo las noticias, me pregunto si sería capaz de coger un arcabuz e irme al frente. Desestimo la idea: ayer intenté colgar un cuadro y me di un martillazo en el dedo.

Cautivo y desarmado...

Fin del parte de guerra. 

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