Buzón de Voz

Del relator nonato al mediador Urkullu

En un plazo de dos semanas hemos visto caer a un gobierno acusado de “alta traición” por contemplar la posibilidad de que hubiera un “relator” imparcial en unas conversaciones aún inexistentes entre partidos políticos sobre el futuro de Cataluña y también hemos escuchado a un convincente y sólido Íñigo Urkullu detallar ante el Supremo cómo él mismo ejerció de “mediador” entre Rajoy y Puigdemont desde junio hasta finales de octubre de 2017. Ha quedado tan clamorosamente en evidencia la manipulación, exageración e irresponsabilidad de Casado y Rivera en su estrategia incendiaria sobre Cataluña que ni siquiera Vox (socio obligado de ambos que lleva directamente la acusación popular en el juicio al procés) ha sido capaz de apuntarse un solo tanto político con el altavoz que maneja desde el Tribunal Supremo.

Aún queda mucho juicio por delante, pero de lo que hasta el momento hemos visto y escuchado cabe extraer unas cuantas impresiones provisionales:

 

  • Los interrogatorios a los acusados, con líneas de defensa no exactamente uniformes, han ofrecido un relato común en el que intentan justificar su actuación como un intento permanente de “ponderar” su compromiso político con la “exigencia democrática” de convocar un referéndum y después proclamar la independencia de Cataluña y su obligación de cumplir las normas del Estado de Derecho. Han reconocido en su mayoría algo que en cualquier caso no tendría sentido que negaran puesto que fue obvio: no obedecieron al Tribunal Constitucional que les fue advirtiendo de las ilegalidades cometidas los días 6 y 7 de septiembre en el Parlament y del carácter también ilegal del referéndum del 1 de octubre. Que cometieron desobediencia no puede desmentirlo ninguno de los acusados que desempeñaban funciones en las que podían incurrir en tal delito.

 

  • De la desobediencia a la rebelión hay una distancia sideral que exige un grado de violencia capaz de poner en riesgo no sólo la tranquilidad ciudadana (eso serían desórdenes públicos) sino la propia continuidad del Estado. Ese grado de violencia es precisamente el que no vieron los magistrados del tribunal alemán que rechazó la entrega de Carles Puigdemont por rebelión; el que tampoco han visto centenares de profesores de Derecho Constitucional de distintas universidades ni juristas como Pascual Sala, expresidente del propio Tribunal Supremo y del Constitucional, o dirigentes políticos tan poco sospechosos de connivencia con el separatismo como Felipe González.

 

  • Por más que lo han buscado con sus preguntas la Fiscalía y la Abogacía del Estado, o los abogados de Vox cuando han podido preguntar, conviene admitir a estas alturas que esa violencia imprescindible para sustentar la rebelión no ha aparecido por el salón de plenos del Supremo. Ni al apretar a los inculpados por los incidentes del 20 de septiembre ante la consejería de Economía ni al insistir a los testigos políticos que hasta este jueves han desfilado por el estrado. Sí, la exvicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría habló de “acoso violento” y de “murallas humanas”, pero nadie ha podido desmontar por el momento el relato de Jordi Sánchez y de Jordi Cuixart y los vídeos aportados sobre aquella noche tensa y crispada, en la que se provocaron daños a siete coches de la Guardia Civil pero en la que hubo reiterados llamamientos a la calma, se hizo un pasillo entre la muchedumbre para permitir el paso de los funcionarios judiciales y hasta se coordinó alguna actuación entre alguno de los acusados y responsables del operativo policial. Hubo, sí, un asedio tumultuario, acoso o incluso obstrucción a la justicia, pero ¿se trataba de un acto organizado de insurrección violenta y armada? En expresión de otro analista nada sospechoso de complicidad con el independentismo, José Antonio Zarzalejos, cunde “la sensación de que la imputación del delito de rebelión sigue fragilizándose”.

 

  • Porque tampoco los testimonios de Mariano Rajoy ni de su “ministra para Cataluña” ofrecieron datos que aporten alguna solidez a esa extrema acusación, por más que hicieron todo lo posible para no contradecir el relato de la Fiscalía. En realidad, se esforzaron en una autojustificación de sus propias actuaciones más que en desvelar hechos o testimonios que añadan luces al túnel penal hacia el que encauzaron el conflicto al renunciar a resolverlo por vías exclusivamente políticas. En el plano judicial, “no es cosa menor” (como diría el propio Rajoy) que el expresidente del Gobierno afirme ante el tribunal que “no hubo ningún referéndum el 1 de octubre” (algún familiar de reo se preguntaba en la tarde del miércoles: “¿y si no hubo referéndum qué hacemos aquí?”; efectivamente, no lo hubo, puesto que esa votación que se intentó evitar (con durísimas cargas policiales de las que ahora nadie se hace responsable) no tenía ninguna validez legal, como tampoco podía tenerla la posterior DUI que quedaba “en suspenso” en el mismo instante de proclamarse. Y en el plano político también es relevante la diferencia que Rajoy ha marcado sobre la aplicación del 155 respecto a la posición de su sucesor Pablo Casado y de su socio Albert Rivera, que exigen intervenir la autonomía catalana de forma mucho más amplia y con carácter tan “indefinido” como inconstitucional.

 

  • Para sostener la acusación de malversación había grandes expectativas sobre el testimonio de Cristóbal Montoro, quien reiteradamente como ministro de Hacienda juró en el Congreso que “no se empleó un solo euro público” para organizar el (no)referéndum del 1 de octubre. Las cuentas de la Generalitat estaban sometidas ya antes de septiembre a un riguroso control, intervenido por Hacienda “hasta el último céntimo” del gasto. Ante el tribunal, Montoro hizo también lo que pudo para, sin negarse a sí mismo, dejar una rendija por la que las acusaciones sujeten la malversación: “Un análisis contable y presupuestario siempre puede resultar engañoso”. Y añadió que para él también hay malversación en permitir el uso de locales públicos para una votación ilegal.

 

  • La declaración de Íñigo Urkullu introdujo este jueves un soplo de credibilidad, responsabilidad y sensatez en este indefinible juicio que un Estado de Derecho no puede definir como “juicio político” pero que cualquier demócrata mínimamente informado sabe que consiste en juzgar por la vía penal unos actos presuntamente delictivos sobre una materia netamente política. El testimonio del lendakari fue riguroso y preciso, con detalles de fechas y lugares que respaldaban su ya conocido papel como mediador entre el Gobierno de Rajoy y el de Puigdemont desde que este último se lo pidió, en junio de 2017, hasta el mismo 26 de octubre, día en que el presidente del Govern no se atrevió a convocar elecciones por miedo a ser tachado de traidor desde sus propias filas. Contó cómo se había reunido en la Moncloa con Rajoy durante dos horas el 19 de julio, y cómo durante esos cuatro meses estuvo en contacto telefónico permanente con ambos presidentes, y cómo elaboró y trasladó propuestas de diálogo para encauzar políticamente lo que se advertía que podía acabar en un desastre. Una afirmación de Urkullu lo dice todo: “Esto se estaba yendo de las manos. Rajoy no era muy dado a la aplicación del 155 ni Puigdemont quería la DUI”. Y en la madrugada de aquel 26 de octubre se había alcanzado un acuerdo: “convocar elecciones en Cataluña y no aplicar el 155”. Todo se torció en unas horas porque Puigdemont sintió la presión de las “155 monedas” del tuit de Rufián y los gritos de los manifestantes “que se rebelaban” (palabras de Urkullu) en la Plaza de Sant Jaume. Y por la desconfianza en que el Gobierno del PP cumpliera el compromiso trasladado a Urkullu de no intervenir Cataluña.

Si hiciéramos un recorrido a cámara lenta entre octubre de 2017 y este invierno de 2019 se haría visible el profundo y peligroso giro del escenario político que la declaración de Urkullu ha dejado al desnudo en el Supremo. La derecha se ha radicalizado con la sustitución de Rajoy por Casado y con la irrupción de Vox desde Andalucía y hasta donde le sea posible llegar, con la complicidad avergonzada de Albert Rivera. Si desde siempre el PP ha utilizado electoralmente el conflicto con Cataluña, ahora su nueva dirección y la alianza a la andaluza como fórmula para recuperar el poder en el Estado lleva al trío de Colón a manipular sin complejos la realidad para imponer una única y exclusiva visión de España. Urkullu denominó su papel como “mediación”, “intermediación”, “facilitación”, “negociación”… Bastante más que un “relator” que tomara nota y coordinara reuniones (por mucho que Rajoy, la víspera, intentase minimizar el rol de Urkullu como “uno de tantos que querían mediar”). Y dejó claro el lendakari que en ningún momento se contempló “un referéndum de autodeterminación”, sino que se trataba de crear “un espacio de distensión” y una “metodología para buscar acuerdos, desde el máximo respeto al ordenamiento jurídico y a la democracia”. Esta era la fase en la que ni siquiera se había entrado a principios de febrero, cuando PP, Ciudadanos y Vox (con sus potentes plataformas mediáticas haciendo la ola) decidieron que Sánchez había “cedido a las 21 exigencias de Torra”. Sin complejos. Ni pudor.

Es pronto para concluir si la Fiscalía cambiará o no su calificación penal de lo ocurrido en Cataluña, como fuentes judiciales apuntaron a infoLibre hace ya casi cinco meses (pinchar aquí). Pero sí es hora de distinguir mentiras y verdades, de exigir más datos y menos argumentarios,  y de desear que en el nacionalismo (sea español, vasco, catalán…) surjan más Urkullus y menos Casados o Puigdemonts.

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