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¿Hacia un Estado de Excepción?

A uno y otro lado del Ebro, la libertad está siendo la primera víctima del emponzoñamiento de la crisis política catalana, sin que ello provoque protestas clamorosas. Si en casi todas partes es posible conseguir el aplauso de la mayoría al recorte de libertades y derechos como respuesta a una movilización social o territorial, ya no digamos a un acto terrorista, en España es aún más fácil. Lamento tener que repetir que este es el país que se perdió la reforma protestante, la Ilustración y las revoluciones burguesas, el país de Torquemada, el Vivan las caenas, Primo de Rivera y Franco.

Tuvimos una fibra liberal –en el buen viejo sentido de la palabra- y hasta una fibra libertaria en el siglo XIX y el primer tercio del XX, pero el franquismo se encargó de desenraizarlas brutalmente. La España de la Transición deseaba una democracia homologable con las europeas, pero también valoraba muchísimo los conceptos de ley, orden, seguridad y unidad, inculcados durante décadas en escuelas, iglesias y medios de comunicación. El temor a un golpe de Estado o incluso la repetición de la Guerra Civil fue clave en que la democracia se recuperara a partir de la reforma del franquismo. La correlación de fuerzas –ideológicas y físicas- era la que era.

Aquí es casi imposible que el deseo de tantos catalanes de decidir sobre su relación con el resto de España tenga una respuesta como la canadiense, la británica o la estadounidense: pactemos para que puedan celebrarse referendos en Quebec, Escocia y Puerto Rico. No debería extrañarles a ustedes que el New York Times recomiende una consulta negociada para el problema catalán. El concepto de libertad prima en el mundo anglosajón desde hace siglos.

Me defino como un libertario en la línea de Albert Camus, de los que proclaman que su patria es la libertad. Así que me preocupa mucho lo que está ocurriendo en estas vísperas del 1-O. Lo que está ocurriendo a uno y otro lado del Ebro. Me preocupa que despidan a un columnista de La Vanguardia porque su actitud ante la convocatoria del referéndum no coincide con la de ese diario. Y comparto la angustia de tantos amigos catalanes porque allí se haya impuesto un clima de exaltación nacionalista que les margina por defender terceras vías federalistas, vías que permitan una nueva forma de integración en una España más democrática.

Pero me inquieta también la gran adhesión que a este lado del Ebro reciben las respuestas represivas al intento de celebrar el referéndum. Me mosquea la unanimidad militante de los diarios impresos de Madrid en torno al argumentario y las medidas de Rajoy, la imposibilidad de distinguir entre La Razón y El País. Y no me gusta ver a la Guardia Civil registrando imprentas y periódicos en Cataluña, incautándose de impresoras, ordenadores, carteles y papeletas. Prefiero verla combatiendo en todas partes la corrupción, ese robo del dinero ganado por los contribuyentes honestos con el sudor de su frente.

Encuentro aberrante que un juez politizado hasta los tuétanos prohíba la celebración de un acto en dependencias municipales madrileñas para debatir sobre el derecho a decidir. O que otro envíe a la Policía para negarle a una diputada catalana el derecho a explicarse en Vitoria. O que lluevan amenazas de multas y encarcelamientos sobre cientos de alcaldes que quieren poner urnas. Puede que todo ello sea conforme al Derecho Penal, pero –llámenme estrafalario- pienso que la libertad de expresión es primordial.

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La crisis del 1-O es, entre otras cosas, un choque de nacionalismos: el catalanista y el españolista. Sabido es que en estas peleas a banderazos siempre pierde la libertad. Coincido con algunos jueces valientes –muy pocos- que han dicho que no todo vale para impedir una consulta el 1-0, por poco o nulo encaje que esta tenga en la legalidad vigente. Y con alguno de los juristas –pocos también- que advierten sobre el gravísimo riesgo de sustituir el espíritu democrático que pueda haber en la Constitución por la letra del Código Penal.

Llueve sobre mojado. Llevamos varios años de sistemático recorte de las libertades y los derechos. Se han criminalizado las manifestaciones callejeras, deteniendo y procesando incluso a un profesor sexagenario bajo la inverosímil acusación de haber agredido a jóvenes y fornidos antidisturbios. Se ha perseguido a titiriteros, tuiteros y humoristas. Se ha convertido a RTVE en un obsceno órgano de propaganda del Gobierno y sus amigos.

Dada la actual correlación de fuerzas –no olviden nunca este factor-, veo difícil que de esta crisis salgan una Cataluña y una España relacionadas mediante un nuevo pacto que suponga más libertad, justicia y honestidad a ambos lados del Ebro. Los que defendemos esta idea somos minoritarios y, desde luego, mucho menos poderosos que los incondicionales de las autoridades y el autoritarismo. Más posible veo que siga asentándose un Estado de Excepción que no quiere decir su nombre.

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