Desde la casa roja

Quién vaciará mis bolsillos

Aroa Moreno Durán nueva

A una madre que había perdido a una hija joven le escuché decir una vez que la vida de cada uno llega hasta donde llega y así hay que asumirla. La suya fue más corta, no pasa nada, decía; otras son muy largas. Su serenidad contra mi cobardía. Hay vidas donde caben muchas pasiones en breves espacios de tiempo; otras parecen una sucesión de desdichas. Algunas se agotan justo cuando vas a darle el mejor mordisco. Por otras, pasan los días como una impertinente y eterna tarde nublada. Pero a todas vendrá, antes o después, un final.

El domingo escuché decir a Pau Donés que era raro pensar que cuando se emitiera el documental, Eso que tú me das, él ya no estaría. Sonreía Pau todo el tiempo. Tampoco leerá esto que escribo en la madrugada de un lunes de febrero de 2021. No sabrá que no tuve las fuerzas para verlo de tirón. Que lo vi después parándolo para avanzar a saltos pequeños, con un escudo en los ojos. Cuántas veces toqué Agua a la guitarra en mi habitación adolescente. Grita. El lado oscuro. Cuántas bailé La flaca, ese punteo del bajo anunciándola en todas las tascas del mundo. Guapo Pau Donés, coleta y media barba, ojos claros. Tanto me gustaba ese hombre y ahora no iba a escucharle cuando quería decir lo más importante. Qué va. Me gustó más que nunca.

Lo aceptable

Lo aceptable

Hace unos días enterramos a alguien que había pasado de los cien años. Alguien que había vivido una guerra y una posguerra, la servidumbre en Madrid, la vuelta a la vida en el campo, que hizo cientos de quesos de leche de cabra con sus manos, sacándoles el suero y envolviéndolos en esparto, que tejió colchas y mantas para entretener las horas, que tuvo hijos, que enterró a un marido hace más de dos décadas y a buena parte de sus personas queridas. Cuando alguien se apaga, lo hacen también todas las perspectivas que en esa persona convergían: la hija, la madre, la tía, la mujer, la amiga, la hermana. La bisabuela que vivió una pandemia también cuando ya no se daba cuenta de que la vivía y que nació en los años veinte de un siglo y murió en los años veinte del otro. Que vio cómo la vida se transformaba hasta el punto de que, la noche antes de morir, un niño le cantaba una nana desde una pantalla a más de una centena de kilómetros de distancia. Ella le sonrió con alegría y se durmió y partió para siempre.

En I’m survivor (Sala Mirador de Madrid, hasta el día 7 de marzo) la actriz y dramaturga María San Miguel, sobre el escenario con su madre haciendo de su madre, mantiene vivo el recuerdo de su padre durante el tiempo que dura la obra de teatro. María sopla sobre la llama y transmite una memoria al público. Nos hace cargo de que la vida de su padre sucedió. Y su padre, de alguna forma, está. Vuelve a ser. Rinde homenaje íntimo en un contexto universal, tan global como es el duelo en medio de la pandemia, y acentúa una ausencia concreta. Su padre falleció por coronavirus durante la primera ola. También dice que, cuando su padre murió, ella decidió que quería tener un hijo. Yo no sé si María lleva razón y tener un hijo significa, de alguna manera, mantener vivos a nuestros padres por más tiempo, porque a través de ellos seguirá corriendo, aunque cada vez más tenue y así debe ser, el flujo de nuestra memoria.

Vendrá la muerte y lo sabemos desde el momento en que nacemos y, aunque lo escribiera Cesare Pavese, no sabemos qué ojos tendrá. Llegará algún día con la más cierta de las verdades. Y no sé ustedes, yo no sé atreverme a pensarla todavía. El único cielo al que seguro iremos es al de la memoria de los que se quedan. Por eso debemos cuidarla. Procurar la transmisión de la verdad que vivimos. Por eso, Pau. Por eso, la colcha de ganchillo sobre mi cama me recuerda unas manos que no están cada noche. Me trae una verdad, al menos justa, al menos, honesta con el pasado en que sucedió. Las memorias íntimas escriben la memoria de todos. Qué pasará al día siguiente en que no estemos, cómo seguirán las cosas, qué hará llorar a nuestros hijos. O como en aquella canción de Serrat: ¿Quién vaciará mis bolsillos? ¿Quién? Prometo dejar, algún día, de preguntármelo. O, mejor, prometo dejar de tener miedo al hacerlo. Este año, todos los nombres que se marcharon, ha tenido que servirme de algo.

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