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Separación Iglesia–Estado: lento pero seguro

Cada año aumenta el número de españoles ateos (y agnósticos, que es en la práctica lo mismo con palabra más bonita). Cuatro de cada diez se declaran no creyentes y sólo dos se dicen creyentes practicantes. Entre los jóvenes, las cifras de ateísmo se duplican. Las iglesias se vacían, decaen los bautizos y las comuniones (con respecto de las cifras previas a la pandemia) y el número de quienes marcan la casilla de la Iglesia en la declaración de la renta está estancado. Son cifras recientes de la Fundación Ferrer y Guàrdia. España es sin discusión más laica ahora que hace una década.

Sin embargo, la Iglesia Católica goza de ventajas y privilegios en España que no tiene en ninguna otra parte del mundo y que son claramente incompatibles con una democracia que se dice aconfesional según el artículo 16 de la Constitución. Por el Concordato con el Vaticano aprobado por las Cortes en 1979 (debe ser que entonces había otras prioridades, como la de salvar una incipiente Transición), la Conferencia Episcopal sigue teniendo un derecho singular en nuestro IRPF que no tienen los cienciólogos; tiene pagados por el Estado miles de profesores de religión y capellanes y curas en cuarteles y hospitales y cementerios que no tienen los musulmanes o los judíos; y, por si fuera poco, tuvo la desfachatez (con la complicidad del Gobierno de Aznar) de inmatricular (es decir, de registrar como propios) miles de inmuebles de dudosísima titularidad, como iglesias, monumentos, centros culturales, conventos, etc. Lo de la Mezquita de Córdoba, ahora “Mezquita-Catedral”, es particularmente indecente: en Francia, modelo mundial de laicidad, todos esos bienes culturales de origen religioso pertenecen al Estado sin discusión.

¿Por qué entonces es precisamente el Gobierno progresista de Pedro Sánchez y el ministro Félix Bolaños el que ha decidido extender algunos de esos beneficios fiscales –la supresión del IBI y del impuesto de Sociedades de los que también disfrutan los judíos, los evangélicos y los musulmanes– a ortodoxos, budistas, mormones y Testigos de Jehová? Parecería contradictorio con el avance en laicidad que cabe presuponer del actual Gobierno. De hecho, sus socios de Unidas Podemos se han opuesto a la medida.

La Iglesia Católica goza de ventajas y privilegios en España que no tiene en ninguna otra parte del mundo y que son claramente incompatibles con una democracia que se dice aconfesional según el artículo 16 de la Constitución

En realidad, la decisión tiene elementos más sutiles de lo que parece. Hay detrás de la propuesta una estrategia inteligente: ampliando derechos a otras confesiones religiosas se van equilibrando los privilegios de la Iglesia Católica. Es un proceso lento y paradójico, pero que surte efecto a medio y largo plazo: igualando de manera progresiva a todas las confesiones, digamos que “privilegiando” a todas (en realidad a aquellas que tienen mayor arraigo), es evidente que terminas por no privilegiar a ninguna.

Por eso el Gobierno ha proclamado que su medida “profundiza en el principio de aconfesionalidad de España, garantizando la igualdad y la neutralidad del Estado frente a las diferentes creencias religiosas”. En puridad no es así, porque hay decenas de religiones reconocidas en España que no tendrán esos beneficios; pero ampliando esos beneficios fiscales a cuatro nuevas confesiones, por paradójico que resulte, el Estado amplía su reconocimiento de otras creencias, diluyendo el predominio de cualquiera de ellas, particularmente de la mayoritaria.

Uno (como quien escribe) puede declararse nihilista a ultranza (es muy recomendable la lectura del libro de Jesús Zamora Bonilla La nada nadea: Invitación al nihilismo) y al mismo tiempo asumir como estrategia mejor ir equiparando progresivamente cualquier creencia, para al final eliminar el privilegio de cualquiera en particular. En un mundo en el que la mayoría de la población aún se declara creyente y en el que no se encuentra ninguna cultura que no tenga alguna expresión religiosa, quizá no sea tan inteligente declararse contra la religión, sino mejor a favor de cualquier religión que viene a ser, en la práctica, lo mismo. En otras palabras, para arrinconar el dogmatismo al ámbito de lo privado es preferible fomentar la expansión de cualquier creencia en igualdad de condiciones, incluida la de quienes no creemos en nada.

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