Plaza Pública

¿Estados democráticos?

Santiago Ipiña

Resulta incómodo observar la estructura funcional de las empresas estatales. En efecto, el cuerpo directivo, en donde se elaboran y generan las decisiones que marcan la línea de actuación empresarial, lo componen personas que raramente pertenecen a la categoría de trabajadores fijos del Estado. Al contrario, el procedimiento para seleccionar a los integrantes del nivel más alto de toma de decisiones empresariales es una consecuencia inmediata de las elecciones democráticas que periódicamente se celebran en la sociedad donde la empresa se ubica. Me refiero tanto a elecciones generales, convocadas con el propósito de elegir a los miembros de los poderes legislativo y ejecutivo, como a elecciones locales, de ámbito municipal o regional.

Es incluso provocativo advertir que el anterior procedimiento de selección de los miembros del nivel directivo no lleva implícita la necesaria convocatoria de concursos oposición donde se evalúen los méritos de los candidatos. Es el cargo político elegido por el ciudadano quien, atendiendo a sus legítimos intereses ideológicos, nombra directamente a los integrantes de la dirección empresarial. Asimismo, me parece realmente desconcertante observar que el nivel directivo cambia, en general, cada cuatro años, hecho que implica una obviedad, a saber, que la línea de actuación empresarial resulta transformada, no raramente, en profundidad.

Los miembros de la dirección, como los parlamentarios o los alcaldes, fijan su propio sueldo, lo que supone que disponen de recursos suficientes como para fijar también el sueldo de sus subordinados no fijos. En efecto, es fácilmente constatable que una cronista contratada por cierta radio televisión regional y que realizaba su labor profesional en un país asiático percibía mensualmente más de una decena de miles de euros, o que la presidenta de una federación deportiva cobraba anualmente más de un centenar de miles de euros. El elenco de excepcionalidades puede llegar a ser tan amplio que, con el propósito de resumir las consecuencias que se derivan de tal realidad, recuerdo que una y otra vez me asaltaba la idea de que estaba presenciando el modo en que personas que pertenecen sólo temporalmente a una empresa disponían de sus recursos, legal y legítimamente según los principios de la democracia representativa, como mejor les convenía. Y me pregunto si este tipo de organización funcional se da en el resto de las empresas. ¿Actúan de igual manera la mayoría de los medios de comunicación masivos (televisión, periódicos, radios)? ¿Una empresa de telecomunicaciones es parangonable? ¿La compañía que nos suministra la energía eléctrica se organiza de modo similar?

Recuerdo que lo primero que pensé al ser consciente de estos hechos fue que si este modo de funcionar era, inevitablemente, una consecuencia de la democracia representativa, entonces entendería a la perfección la famosa afirmación de W. Churchil (1947) "la democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre, con excepción de todos los demás".

¿Puede uno generalizar esta situación de forma que en lugar de hablar de empresas públicas se pueda hablar de ayuntamientos, comunidades autónomas o del Estado? Todo parece indicar que inducir no es lo más recomendable y, sin embargo, una visión alternativa es valorar que las situaciones particulares como las antes aludidas son sólo la consecuencia de una conducta más general. En otras palabras, comprender lo que se observa a nivel local supone tener conocimiento de lo que se observa en niveles de orden superior al local.

Hoy en día es probable que al hojear cualquiera de los periódicos disponibles en España, el lector encuentre algún caso de malversación de fondos públicos, abuso de autoridad o interpretación sesgada –en el sentido de interesada– de un hecho delictivo por parte de alguno de los estamentos que componen la administración de la justicia. No parece que este sea un fenómeno propio de la etapa humana presente (Neil Faulkner, 2013, A Marxist History of the World. From Neanderthals to Neoliberals, Pluto Press). Sin embargo, a los españoles educados políticamente en la democracia del 78 del siglo pasado les ha llamado la atención la inusual concentración de casos fuera de la legalidad que son puestos en evidencia por la prensa. No creo que deba

considerarse que ahora se dispone de medios de denuncia que no

existieran en el pasado reciente de los últimos 38 años y, por ello, no puede sentirse sino satisfacción al observar que el sistema político que nos hemos dado, sin duda manifiestamente mejorable, evoluciona albergando este tipo de señales positivas.

Un problema, no obstante, es la capacidad de fagocitosis de dicho sistema. Que la sola denuncia pública no es suficiente es una consecuencia. En mi opinión, por ello, el ciudadano debería orientarse en el convencimiento de que perfeccionar el sistema político implica movilizarse, independientemente de las diversas variantes que la movilización puede adoptar. De entre dichas variantes, no conozco una de mayor impacto –desafortunadamente no a corto plazo– que la educación sensu lato. Es decir, una educación universal, objetiva, de aquí acofensional, que estimule tanto el placer de saber como la virtud de crear, que evidencie que se aprende para vivir y no al contrario, que impulse en el ser humano su sentido ético (G. Hegel), en resumen, que sea para la esencia del ser humano lo que la escultura es al mármol del que está hecha (J. Addison).

Una declaración que inmediatamente plantea un interrogante: ¿cuál es su relación con el tipo de educación que se imparte en los centros educativos más reconocidos como las universidades de Harvard, UCLA, o el MIT en USA, como Oxford o Cambridge en UK, o como las universidades de Heidelberg o Ludwig Maximilian de Munich en Alemania? Una aparentemente fácil cuestión de responder si no fuera porque en estos tres países de la civilización occidental están los representantes más conspicuos del neoliberalismo contemporáneo, una forma de capitalismo, en vigor en el segundo decenio del siglo XXI, que bien puede imaginarse como si estuviera confinada entre dos rectas paralelas poco distanciadas entre sí y en donde por los extremos de las rectas hay infinitas posibilidades de creación artística, científica o técnica si bien, cuando se trata de ir más allá de los límites configurados por ambas rectas, la tarea resulta espinosa y accidentada. Lo que puede expresarse en otras palabras destacando que la mayoría de los brillantes alumnos de estas universidades son asimilados por el sistema, contraviniendo así la cualidad de ser libremente críticos. ¿Qué puede ofrecer dicho sistema para obnubilar una mente brillante? ¿Acaso una situación económica acomodada anula necesariamente la capacidad de análisis crítico de

tal mente?

Libertad crítica que se resiente ante situaciones que deberían ser aceptadas naturalmente si de educación objetiva se habla. En efecto, no es previsible que alguien dude de la relevancia que tiene el que Cataluña, o el País Vasco, se segreguen del resto de España. Si –con independencia de que el artículo 92 de la Constitución española recoge las condiciones en las que se puede efectuar un referéndum consultivo– en lugar de alegar trivialidades como que se rompe la unidad de España, se propusiese la realización de una consulta, ¿acaso se puede discrepar del hecho de que un colectivo, el cuerpo electoral, exprese su opinión de la misma forma que un individuo puede expresar la suya cuando habita en un sistema democrático de libertades? ¿Qué tipo de democracia es aquella en la que no se puede solicitar la opinión de los ciudadanos –a no ser excepcionalmente– más allá de los procesos electorales? Si el gobernante obtiene con estos referéndums consultivos los elementos necesarios –y ecuánimes en el sentido de estar desprovistos de una innecesaria visceralidad– para tomar la decisión política que sea más pertinente para el conjunto de ciudadanos del Estado, ¿por qué oponerse a su celebración?

¿No es mucho más preocupante para el correcto funcionamiento de un Estado democrático la impunidad en la que quedan las promesas electorales incumplidas? Un ciudadano que, atraído por la publicidad de un producto, lo compra y posteriormente percibe que lo comprado y lo que le han prometido para vendérselo no coinciden, ¿no lo denuncia habitualmente ante los tribunales de justicia?

Inconcebiblemente, parece que el cumplimiento de los programas electorales no es susceptible de acciones jurídicas (Deep Politics, 2014, M. A. Ruiz, "¿Se puede demandar al gobierno por incumplir su programa electoral?") aunque alguna esperanza existe (Huffington Post, 2012, M. Pradera, "Las elecciones generales son un contrato moral").

Es sugerente consultar en Faulkner (2013, véase más arriba la referencia) el hecho de que hasta el Neolítico tardío, las sociedades humanas no generaron restos arqueológicos de naturaleza violenta. En dicho período de la prehistoria humana, sin embargo, el advenimiento de un cambio hacia un modelo social más complejo, consecuencia de la agricultura y el sedentarismo, genera la aparición de castas, o especialistas, que controlan la producción de bienes lo que, a su vez, ocasiona escasez de recursos en algunos estratos sociales. Con este cambio social, la violencia empieza a aflorar entre los miembros de una misma sociedad y entre los de diferentes sociedades. Es decir, el atropello, la agresión, el engaño o el abuso de autoridad que se manifiestan en algunos individuos de la actual especie humana no son rasgos inherentes a la naturaleza de nuestra especie. De aquí que, como consecuencia, estas aberraciones sociales puedan ser adecuadamente reconducidas mediante la educación, de la misma manera que cualquier persona puede formarse para apreciar el contenido de, por ejemplo, el adagio del concierto para violín número 3 K216 de W. A. Mozart, o el aria de las variaciones Goldberg BWV 988 de J. S. Bach, fragmentos musicales que una amiga mía agradece mucho poder escuchar durante sus cíclicos reposos en un hospital especializado en alteraciones nerviosas de origen psicosocial.

Produce optimismo saber (véase, por ejemplo, T. Ojer, 2010, Universidad de Navarra) que una empresa pública como la BBC británica no esté sometida a los avatares de las elecciones democráticas, o que en ciertos países del norte europeo se producen dimisiones del cargo público si de la dimisionaria se ha sabido que cargó en la visa oficial un par de chocolatinas (caso Toblerone) o, por citar sólo unos pocos ejemplos ilustrativos, que una ministra de educación de la Europa central ha sido obligada a dejar de serlo por plagiar su tesis doctoral.

A la altura de los sueños

Un Estado en donde la mayoría de sus trabajadores sean personas honestas, éticas, con una fuerte conciencia de su labor pública, un Estado independiente del resultado de elecciones democráticas cuando de sus líneas maestras de actuación se trata –sanidad, justicia y educación–, un Estado que promueva la libertad de las personas que lo componen, que inocule la semilla de la rebelión contra lo inicuamente establecido, que estimule la solidaridad, es seguramente un Estado utópico si la concepción de este término que normalmente atiende a "lo que es difícilmente realizable" pasa a ser "lo que aún no se ha realizado". Viene a la memoria, en este sentido, El Humanisferio de Joseph Dejacque (1859), donde puede leerse "la utopía de Galileo es ahora una verdad, ha triunfado a despecho de la sentencia de sus jueces: la tierra gira. La utopía de Cristóbal Colón se ha realizado a pesar de los clamores de sus detractores: un nuevo mundo, América, ha surgido a su conjuro, de las profundidades del océano... Pregunten y verán que parte de las ideas innovadoras fueron utopías en su nacimiento". Dejacque imaginó una sociedad ya casi perfecta en un futuro a mil años vista en donde nadie quiere ser dominante ni dominado, no hay más culto que la libertad y la más completa salud social se identifica con la anarquía. Es decir, una sociedad sin la estructura del Estado tal y como está concebido en el presente.

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Santiago Ipiña es profesor de Matemática Aplicada

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