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Muros sin Fronteras

Todos somos Farkhunda

Quizá no les suene el nombre: Farkhunda. Tenía 27 años y era afgana. Murió la semana pasada a manos de una turba de hombres que la apalearon y quemaron viva en las calles de Kabul; después, arrojaron su cuerpo al río que toma el nombre de la ciudad, ¿o es al revés? Farkhunda no tuvo juicio, es decir: un fiscal que acusa, un abogado que defiende, un tribunal que emite sentencia.

Fue acusada de haber quemado un ejemplar del Corán, el libro sagrado de los musulmanes, que son inmensa mayoría en Afganistán. Una multitud de varones aplicó de inmediato un tipo de justicia tradicional que nada tiene que ver con las leyes ni con la justicia en sí misma, solo con la barbarie. A Farkhunda la mataron en Kabul, donde las cosas tienen más visibilidad: aún quedan periodistas, agencias humanitarias, tropas extranjeras.

Estos son los vídeos de su tragedia. Siempre trato de evitar este tipo de imágenes, pero en este caso creo que aportan mucha información sobre la barbarie en la que viven las mujeres afganas. Que cada uno elija si desea verlas o no.

Son muchas las Farkhunda que mueren de una forma parecida en el resto del país sin que nadie nos pueda pronunciar sus nombres, denunciar el abuso. Unas veces es una acusación falsa, otra un marido asesino. También cientos de mujeres que se arrojan ácido sobre los cuerpos para escapar de la cárcel que se ha convertido su vida: presas de la voluntad absoluta de maridos despóticos.

Les recomiendo la lectura de la novela La piedra de la paciencia (Siruela) de Atiq Rahimi, que también llegó al cine. Afganistán es el peor lugar del mundo para ser mujer.

Pero hablábamos de una mujer asesinada en el Afganistán liberado de los talibanes, donde EEUU y la UE (España, también, claro) han invertido miles de millones y de vidas, propias y ajenas –sobre todo ajenas–, en cambiar un país, en llevar la paz y la libertad. Para alcanzar estos logros se enviaron decenas de miles de soldados y armas a un país que tenía de sobra armas y soldados. Nos olvidamos de los civiles, de que la paz no siempre se logra a tiros, que para cambiar la tradición que asesina a mujeres como Farkhunda son necesarios 50 años o más de paciencia e inversión.

Cambiar el sistema de arriba abajo, educar en la igualdad de género, conseguir el consenso social, la exigencia, para que las niñas acudan a la escuela secundaria y la universidad, debería ser parte esencial de cualquier estrategia de seguridad. ¿De qué seguridad hablamos? ¿De las personas inocentes o de los negocios turbios que se lucran del desorden y la guerra?

Nada de eso se ha hecho, o se ha hecho poco. Primó la seguridad y no sirvió de nada, pues tras los primeros éxitos en 2001, 2002 y 2003, EEUU y sus aliados se pusieron a invadir Irak y se olvidaron de Afganistán. Pensaron: sin talibanes se acabó el problema. Pero para acabar con el problema escogieron como aliados a los señores de la guerra derrotados en 1986 por los talibanes, muchos de ellos narcotraficantes y criminales de guerra, como denuncia Malalai Joyá en el siguiente vídeo. Los talibanes se reorganizaron en el norte de Pakistán y recuperaron la iniciativa militar en 2007. Y allí están, a la espera para tomar todo el poder.

Cuando mataron a Farkhunda, otras mujeres, decenas que ya son miles, salieron a las calles del Kabul supuestamente liberado de la nada para protestar. Primero portaron a hombros el féretro de la asesinada, un desafío a la sociedad machista y patriarcal en la que las mujeres son invisibles, se esconden en burkas, viven en silencio y resignación y no salen a la calle solas, y mucho menos portan féretros de otras mujeres asesinadas por un grupo de cobardes. Esa foto, que pueden ver en este link del Daily Mail, es una revolución en sí misma, como lo son las otras mujeres a rostro descubierto, teñidas de rojo para mostrar su sangre a una sociedad que ignora y consiente por omisión esa violencia inaceptable contra ellas.

¿De qué sirvió tanto esfuerzo bélico y económico, tanta muerte y tanta propaganda de la guerra contra el terror islamista? ¿Qué quedará de las escuelas construidas con la mejor voluntad? ¿Quién defenderá a las mujeres a las que les contamos el cuento de la liberación y ahora se han quedado solas, desprotegidas en medio de una sociedad que apenas ha cambiado? ¿Cuántas Farkhunda mueren cada día en un mundo injusto y machista? No tenemos que buscar demasiado lejos, sucede a nuestro lado, aquí en España y en otros países occidentales, y tal vez nuestra reacción como sociedad, como poder político, como Gobierno, no sea más ejemplar que la afgana, sobre todo si tenemos en cuenta los instrumentos de los que disponemos.

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