Lucecitas y precariedad

Mientras escribo esto el único sonido que tiene lugar en casa es el de las pulsaciones sobre las teclas, en ocasiones acompañado por la chispa del mechero y, a lo lejos, un ascensor de mediodía, viajes pausados, como casi todo en festivo. Si además el otoño se hace niebla, la quietud es persistente, con luz que más que describir, esboza, dando a la realidad una pausa impresionista que aparca los problemas cotidianos. Estos días de diciembre son punto y aparte antes del ajetreo de las Navidades, cuando ya, si nos lo permitimos, podemos empezar a mirar el año que se marcha con la distancia debida. No es el calendario, somos nosotros los que vamos dejando las hojas por el camino.

Los festivos, en la infancia, se notaban más que por la ausencia de clases por la presencia de los padres en la mañana, días de bicicleta o excursiones a ciudades castellanas donde la piedra histórica, castillos, murallas, catedrales, eran un gran escenario para la imaginación. Éramos felices no sólo por lo que podíamos hacer, sino sobre todo por poder hacerlo en su compañía, algo que el deber de la escuela y el trabajo separaba a nuestro pesar. Qué paradójico que, precisamente, aquello que nos da la posibilidad para que tantas cosas ocurran sea lo que nos resta el tiempo para disfrutar de lo que sucede. 

Haber vivido en una ciudad alejada de las grandes urbes te da la posibilidad de reencontrarte con esos festivos donde los comercios bajaban la persiana, contribuyendo a la sensación de que, efectivamente, aquel día era diferente. El lunes, antes de la radio, mientras paseaba por un centro de Madrid atestado de luces y viandantes, no pude encontrar una sola tienda con el cartel de cerrado. Y esto nos debería indicar algo, al margen de esa atracción extraña hacia el espectáculo luminoso, y es que precisamente aquellos que tienen trabajos que no les permiten ni siquiera la posibilidad para que sucedan las cosas sean, además, los que menos tiempo tienen para poder disfrutarlas.  

La ruptura de los festivos como algo generalizado es el resultado de un modelo económico mostrenco y carente de prioridades. Ese que no encontró mejor relevo a la desindustrialización que convertir el centro de las grandes ciudades en un bazar de productos y servicios de bajo valor añadido abierto 24 horas al día, siete días a la semana. Además de hacer imposible la vida de los pocos que aún moran allí, utilizan a una gran cantidad de mano de obra, generalmente operando por debajo de su cualificación, mal pagada y con horarios que no permiten tener ni relaciones sociales. El negocio no está sólo en lo que se vende, sino en la enorme diferencia que hay entre la venta y el precio a que se paga ese trabajo que la hace posible.

Lo primero es la cuestión moral, palabra que en estos tiempos se sitúa siempre como antónimo al índice de beneficios. Quien no tiene unas buenas condiciones de trabajo, es decir, aquellas que permiten que las cosas sucedan, pero además no tiene un tiempo libre de calidad en relación con el resto, difícilmente podrá ejercer de forma plena su ciudadanía, esto es, primero formándose en la comprensión de lo público para después pasar a criticarlo y asociarse, si lo desea, para cambiarlo. La precariedad laboral no es sólo un problema del individuo que la padece, sino también de la sociedad que pierde a ese individuo para que la construya.

Pero, además, en términos económicos, el modelo de una economía de servicios entre lo cutre, lo inservible y lo apresurado es un coladero para problemas de índole mayor. Como hemos podido comprobar en esta última crisis, como ya comprobamos en la de la anterior década, esta economía es como una casita del árbol hecha con cuatro ramas y arquitectura infantil: a los primeros vientos serios se derrumba con estrépito. Es por tanto insegura e inestable, pero además despilfarradora. Millones de euros invertidos en educación para emplear a gente que ha adquirido altas capacidades sirviendo comida pretenciosa o vendiendo carcasas para móviles. No es sólo frustrante, es hacer un boquete a la bolsa de nuestros recursos como si estos fueran infinitos.

La precariedad laboral no es sólo un problema del individuo que la padece, sino también de la sociedad que pierde a ese individuo para que la construya.

Con todos los matices que se quieran, esta economía de lucecitas y precariedad es el resultado directo de la posición geopolítica que un país desarrolla en la esfera internacional. Y a España le ha tocado comerse ración doble de una ubicación cuanto menos mejorable: primero como periferia de la Europa de las finanzas alemanas, después como parte de una propia Europa que ha dejado su dinero a los fondos norteamericanos y su industria a los gigantes asiáticos. O sea, que resulta que primero dejamos escapar los buenos trabajos, aquellos que creaban certezas y comunidad, después hicimos ladrillos y restaurantes para, por último, llevarnos el dinero al casino de Wall Street porque allí rentaba aún más. Disculpen el plural, que sólo se refiere a unos pocos que trasladan su vulgar impericia a la mayoría. 

No hay nada de malo en un sector hostelero y comercial fuerte, orientado además a un turismo interno y externo en un país con excelentes cualidades geográficas y culturales para su desarrollo. Eso que tenemos ganado. Sí hay, por contra, algo muy peligroso en tener sólo eso, en jugarnos todo a la carta del anfitrión porque, sin otros asideros, cada vez nos empobrecemos más material y socialmente. La soberanía no es sólo una palabra para utilizarla agitando mucho los brazos, sino una realidad que necesitamos volver a hacer tangible en lo tecnológico e industrial. Lo primero porque, que no se les olvide, Europa no tenía capacidad ni de fabricar mascarillas cuando hicieron falta, lo segundo porque ante una crisis de suministros necesitas, al menos, tener los resortes esenciales asegurados. 

La izquierda no sólo ha cometido el error de olvidarse por demasiado tiempo de dónde se halla el verdadero poder, en lo económico y productivo, sino que, además, ha tenido la tentación de dividir aún más a la clase trabajadora llamando “precariado” a quien sólo era un proletario sin estabilidad: pensamiento mágico, poner muchos nombres a las cosas no hace que las cosas mejoren. Pero la derecha, esa que siempre anda con el nombre del país en la boca, no ha hecho más que sentar las bases materiales para su degradación: a España no le queda ni el rabillo de la eñe cuando se ha apostado por un neoliberalismo extractivista, el mismo que se aplica a los países subdesarrollados, pero en vez de metrópoli saqueando a una colonia, una clase dirigente contra su propio país.  

Si los únicos negocios que financias son los de venta de baraturas en plástico oriental, si la única visión que tienes es la de la cadena de restaurantes con mucho diseño pero poco convenio y si el dinero que ganas, en vez de reinvertirlo en tecnología productiva, acaba en un fondo buitre, lo único que te queda es gritar mucho España y llenar el país de banderas muy grandes para que nadie te pueda afear el desaguisado. Eso y lucecitas.

Ah, que es justo lo que han hecho.

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