No llego a todo, por eso siempre voy tarde

El metro se puso en marcha. Unos segundos antes, cuando las puertas avisan de su cierre, él se coló de un salto, girando su cuerpo como un delantero estrella esquivando a un defensa correoso, con una agilidad que creía haber perdido. Tomó aire, agarrado a la barra del techo, casi colgando de ella como un murciélago: los tramos de escaleras, más bien los ceniceros llenos, le habían dejado exhausto. Al levantar su vista del suelo del vagón, círculos de goma antideslizante, una mujer, con cara de tapir de cejas gruesas, le miraba inquisitorial, pidiéndole explicaciones por aquella aparición disruptiva, como esas profesoras de gesto severo que, en silencio, transmiten, más que cuidado o consejo, un abierto desprecio. Él no respondió, ni siquiera aguantó la mirada como hubiera hecho unos años atrás, no por vergüenza, timidez o culpa, sino por cansancio. Tan sólo pensó en decirle: “no llego a todo, por eso siempre voy tarde”.

Es verdad que nunca había sido la persona más organizada del mundo, ni la más dada a ceder el espacio de la apetencia a la obligación y que, aquella mañana, pasó más tiempo del que podía permitirse rematando una ilustración para la habitación de su hija. Este año quería que el regalo significara algo diferente a sacar la tarjeta en una tienda del Centro Comercial, suelos pulidos, plantas de plástico, luces fluorescentes demasiado blancas. Suponía que aquel paisaje lunar, con una astronauta de expresión audaz, acompañada de un robot que daba el contrapunto simpático a su heroísmo, era, aproximadamente, un resumen de las fantasías que había trazado con la pequeña por las noches, antes de dormirla, cuando aún vivían juntos.

Eso fue previamente a que su pareja le dijera que era mejor que las cosas llegaran a su fin, antes de que empeoraran más y el silencio se hiciera recriminación y grito. ¿Cómo se llega a ese punto de rendición, donde él apenas supo si intentar pedir un tiempo de prórroga o aceptar el resultado? Pues suponía que de una forma muy parecida a como había llegado a aquel metro, con demasiada urgencia y poco cuidado, pendiente de los horarios pero no de lo que había fuera de ellos. Un día te la presentan, detrás de aquel concierto de Suede en La Riviera, y se te mete dentro esa forma tan bonita que tenía de arrugar la nariz cuando reía. Otro, después de unos años, la ves en aquellas vacaciones en Oporto, mirando pensativa el Duero y crees que ya está, que esa es la persona con la que quieres andar el resto del camino. Al siguiente llega Ana y algo se te encoge dentro cuando te agarra el dedo desde la cuna, con una manos diminutas, que apenas alcanzan para nada más.

En ese tránsito has tenido que aceptar que tu profesión, la de dibujar los sueños de la humanidad, tiene que convertirse en afición. Te dicen, en una mentira piadosa, que aquello sólo significa postergarla para más tarde, aunque tú sabes que por edad, y sobre todo por posición, se te pasó el momento, quizá por no apretar lo suficiente cuando pudiste, quizá por no ser constante, por confiar más en tu talento -lo tenías- que en cultivar las relaciones sociales y el elogio debido. Pero no te importa demasiado porque, al fin y al cabo, con el nuevo trabajo a Ana no le va a faltar de nada y eso es de lo que se trata. Ella, sin embargo, ha dejado de reír como reía y su silencio, en la cena, sólo lo rompe para preguntarte si da tiempo a otro capítulo más. Te inquietas, pero no le quieres dar importancia porque, total, entre la niña y la agencia, tampoco queda espacio para otra preocupación.

Pero todo pasa y a todo se hace uno, dice el que no se daba por vencido, el que respondía, el que plantaba cara a lo que se pusiera por delante

Y sí, el momento llegó, cuando Ana se marchó de vacaciones unos días con los abuelos, el pasado verano. Luego pensaste, al margen de recriminaciones, tan sólo como un detective uniendo pruebas, si, entre todos, crearon aquel hueco para dar espacio a lo que te tenía que decir. Lo cierto es que fue rápido, al principio casi indoloro. Luego, cuando ella no está y recoges tus cosas, te preguntas cómo será cuando se lo digáis juntos a la niña y se te hace uno de esos nudos en la garganta que ni con un doble de Johnny se consigue calmar.

Pero todo pasa y a todo se hace uno, dice el que no se daba por vencido, el que respondía, el que plantaba cara a lo que se pusiera por delante. Allí andas, mirando el calendario, cerrando proyectos y asintiendo al puto subnormal de Martínez porque, qué coño vas a hacer. De momento, saltar al vagón y no perder el metro. Con eso, aquel día, ya casi eres un héroe.

Pero no, no se trataba de que esta mañana apuraras más de lo debido por acabar el dibujo para Ana, ni de que la noche de antes te acostaras tarde viendo aquella gilipollez en YouTube -una presa neumática que aplastaba objetos con un dinamismo hipnótico-, ni tampoco de que arrastraras horas de sueño perdidas porque, el finde anterior, después de mucho, quizá demasiado, te dio por quedar con esa chica que te escribió un par de mensajes en Twitter y la cosa se complicara, afortunadamente, más de lo previsto. Tampoco porque Javi te dijera por mensaje que a ver si os tomabais algo, porque la última vez que vio a Carlos, Carlos “perdido” García, Carlos “la última” García, Carlos “está todo arreglado” García, parecía que, esta vez sí, había perdido por completo el control y la coca le estuviera dejando más jodido que de costumbre.

Era todo eso, la vida, pero también que no se duerme bien con esto de la guerra, viendo a esa gente arrastrar maletas por lo que parece Getafe o Parla, sin Seat Ibiza aparcados, ni bares llamados “La amistad”, ni tiendas de chinos “todo por un euro”, pero con boquetes en los muros, tanques ardiendo y cuerpos tirados por las calles. ¿Y ahora, qué? ¿Ahora tocaba esto? Tuvieron a la cría un par de años antes del marzo donde todo el mundo se metió en casa, a aplaudir desde el balcón y a llorar en el baño, ateridos de miedo, para no preocupar, para no complicar las cosas más de lo que se veía por la tele. El caso es que le parecía que fue ayer cuando vieron a Gabilondo diciendo aquello de que el gran globo financiero se había pinchado. Han sido muchas, una detrás de otra.

No se queja del todo por él: le dio tiempo a hacer mucho el gilipollas, a viajar, a pensar incluso en que su vida sería entre viñetas, quizás en Manhattan, entintado aquellos tebeos de la Marvel de los que no se había separado nunca desde que era un chaval. ¿Por qué no? Ya que en su barrio tenían a un futbolista famoso, a un actor que salió en una temporada de esa comedia de enredo, incluso a aquella piba que por poco le calza una hostia al presentador de Gran Hermano, a lo mejor a él le hubiera llegado el turno de hacer lo que quería, incluso de haber aparecido en esa revista que su padre leía, cada domingo, con el vermú y las aceitunitas, mientras que el sol se colaba entre las nubes y las calles olían a cocido y pollo asado.

No les dio tiempo casi ni a asentarse, no les dio tiempo a decir “qué es lo que ha pasado”, porque aquella crisis removió tanto y tan mal que esos años, donde la gente sienta los cimientos de una vida, tan sólo valieron para el salto de mata, coger número en el INEM y salir a la calle, al menos, a dar cuatro gritos llamándoles lo que eran: atajo de sinvergüenzas. Él sí cree que valió para algo, pero ella, al parecer, no las tenía todas consigo. Ella una vez le dijo, antes de marcharse, que algunas veces pensaba cómo habría sido todo si, en vez de quedarse a su lado e ir a aquellas manifestaciones, hubiera tomado el vuelo a Alemania. Eso sí que le dolió, casi más que le dejara.

No se trataba tan sólo de todo aquello, pensaba, mientras que el vagón enfiló la curva y empezó a llegar a Diego de León, estación en la que tenía que bajarse. De que su casa estuviera a casi una hora del trabajo, de que hubieran tenido que apretar desde el sindicato porque no les pagaban las extras. De que aquellos proyectos que caían sobre su mesa, uno tras otro, con diseños pulcros, trazados con algoritmo mágico de marketing, le hicieran sentirse fuera de lugar, poco más que una máquina de refrescos o el gato oriental que Tere, su compañera, tenía en la mesa moviendo el bracito arriba y abajo, sonrisa estupefaciente mediante.

Se trataba de que todo aquello, el metro, la señora inquisitorial con cara de tapir, los cráteres de la luna para Ana, el zumo de naranja a medio tomar la mañana en que ella se fue, la prensa neumática, el sabor del pintalabios de la desconocida digital, Carlitos pintando rayas en su cartera un martes por la noche, los bloques soviéticos reducidos a escombros e incluso la ortodoncia del empresario que salía en la revista que su padre dejó sobre el sofá, antes de comer, el último día que fue a visitarlos, no parecía conducir a ninguna parte, a ningún lugar, más que a otro día, al siguiente vagón, a la siguiente marca en el calendario. 

Salió a la calle, miró la hora en el móvil. Si apretaba el paso aún ficharía a tiempo. Vestía una parka verde, el gorro empezó a saltar según sus pasos se decidieron por el trote. Una cartera, colgando sobre el hombro, se bamboleaba como el peso de un reloj de pared, marcando los minutos que le quedaban hasta la oficina. Dentro, sus pertenencias, eran como marineros en un barco azotado por una tempestad, menos el portátil, anclado a la tela por unos elásticos negros. Un paquete de chicles, tabaco y mechero, en uno de los bolsillos exteriores. En otro los cargadores. Dentro un cuaderno que le servía para apuntar, con caligrafía nerviosa, mensajes y llamadas que le iban llegando a lo largo de la jornada y que luego tachaba, bolígrafo negro sobre azul, cuando había conseguido solventarlos. En las últimas páginas, trazos y personajes. Algunas viñetas que recordaba y que, más que dibujar, garabateaba, en esos espacios en blanco detrás de comer, con el café de la máquina humeante en el vasito de plástico, mientras que el gilipollas de Martínez contaba no sé qué de la Fórmula 1. 

En uno de esos dibujos, se podía leer: “Sin importar lo que suceda mañana, prométeme una cosa. Que serás siempre quien eres. No un soldado perfecto, sino un buen hombre”.

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