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La desmesura de la economía financiera y la crisis del alquiler

La crisis de los alquileres es la demostración palpable de que el capitalismo financiero del siglo XXI funciona extraordinariamente bien para el propósito que ha sido desarrollado: multiplicar el beneficio de las inversiones en un mínimo espacio de tiempo, a costa, eso sí, de crear graves problemas sociales, inflar los precios, conculcar derechos, empobrecer a millones de personas, humillar al poder político y poner en riesgo la economía productiva. 

El sistema financiero es lo más parecido a un taxi desvencijado conducido por un mono borracho con los frenos rotos que presume de llevar a sus clientes antes que nadie a su destino. No miente. Pero oculta que, cuando tiene un accidente, a los pasajeros los tienen que sacar con pinzas de entre los hierros. Esto, si tienen ustedes algo de memoria, es lo que nos ocurrió hace década y media en aquello que se llamó Gran Recesión.

La crisis de los alquileres está íntimamente emparentada de dos formas con el destrozo ocurrido a partir de 2008. La primera es que es un producto técnico de aquello. Una vez que el ladrillo reventó, los bancos poseían miles de casas y suelo con un valor muy inferior al que figuraba en sus balances. Aquello, que antes de la Gran Recesión la prensa salmón consideraba la joya de la corona del milagro económico español, pasó de repente a ser conocido como “activos tóxicos”. 

El sistema financiero maneja con astucia la magia de las palabras, pero también es experto en chantajear desde lo material a la sociedad a la que exprime. “Nosotros o el caos”, dijeron circunspectos. Fue entonces cuando el Estado creo la Sareb, aquello que se llamó el banco malo, para “reestructurar” los “activos tóxicos”, es decir, para que el dinero público sirviera de analgésico a la fenomenal resaca que padecían las entidades.

¿Qué es lo que se hizo a continuación? ¿Utilizar aquella cantidad ingente de pisos y suelo para crear un parque público de vivienda? No, lo que se hizo fue agitar la campanilla para anunciar a los señores del dinero que era hora de volver a empezar con la orgía. Con especial insistencia, el Gobierno de Rajoy reformó las SICAV para que los inversores internacionales vinieran a España a comprar vivienda sin pagar apenas impuestos.

Este fue el germen de la actual crisis del alquiler, un síntoma de carácter muy español, que se resume en ese refrán que finaliza en lo de “poner la cama”. Pero como les decía, esta crisis de los alquileres tiene además otra conexión con la Gran Recesión que se manifestó con especial crudeza tras la pandemia y que tiene que ver con el mal global de nuestros tiempos: la desmesura y el descontrol del capital financiero.

Si lo recuerdan, el coronavirus nos enseñó algunas cosas. Una fue que era importante lavarnos las manos. La otra, que la economía real era imprescindible para la vida de la gente. Necesitábamos un tejido industrial fuerte, energía barata y limpia para hacer funcionar esta industria, tecnología propia para mejorar la producción, cadenas de suministros estables y crédito seguro para dinamizar la actividad. Y que todo esto estuviera mediado por el Estado para garantizar que este esfuerzo tuviera un retorno justo para todos los ciudadanos.

¿Qué fue lo que hizo el sistema financiero?¿Poner sus recursos al servicio de este necesario impulso a la economía productiva? Pues compró parte de los bonos de la UE, que esta vez mutualizó la emisión para evitar que determinados países sufrieran ataques a su deuda soberana por parte de las apuestas que los inversores hacían en su contra. 

Gracias a esta medida, en la que el Gobierno español tuvo mucho que ver, nuestro país salió con fuerza de la crisis pandémica. Y los inversores hicieron un buen negocio, pero no uno extraordinario. La deuda soberana y la economía real son capaces de dar grandes márgenes de beneficio, pero para un adicto nunca es suficiente.

Los inversores están ganando mucho dinero con las rentas, pero también por el mero hecho de poseer los inmuebles, que se 'paquetizan' y se convierten en activos que cotizan como si fueran acciones de una empresa convencional

El sobredimensionado tamaño de la economía financiera provocó que esa ingente montaña de dinero virtual buscara nuevos lugares donde reproducirse. De ahí viene el fastuoso crecimiento de las empresas digitales que, sin aportar nada realmente novedoso, han quintuplicado su valor. También operaciones tan apasionantes como la inversión en memes y monedas de chocolate, la naturaleza de lo crypto.

Hay tal cantidad de capital financiero que su tamaño está completamente desacoplado del valor real de la economía productiva, por lo que sus propietarios buscan nuevos y cada vez más absurdos epígrafes donde meterlo. En la década de los 2000 fue la construcción de viviendas, las hipotecas y todo un demente entramado de productos de casino asociados a este mercado. El problema es que cuando la burbuja estalla, cuando se descubre la mentira, quien sufre es la economía real.

¿Dónde ha ido a parar esta vez gran parte de ese dinero? Pues al suelo urbano. El año 2019 cerró con un incremento anual del 5,1%, lo que entonces fue la mayor subida desde 2006. Tras la pandemia, los alquileres bajaron de media un 3,8%, pero en las grandes ciudades, donde la especulación era más acusada, se desplomaron: un 10,7% en Madrid y un 14,3% en Barcelona. 

Esto, para los inversores, fue como agitar una bolsa de golosinas a la puerta de un colegio. A partir de ahí, lo que ustedes ya saben: incremento de los pisos turísticos, incremento del alquiler de temporada y una subida astronómica del alquiler convencional que se traduce en que entre el año 2015 y el 2022 su precio ha escalado un 21%.

Los inversores están ganando mucho dinero con las rentas, lo que supone extraer dinero del bolsillo de los ciudadanos y por tanto de la economía productiva, pero también por el mero hecho de poseer los inmuebles, que se paquetizan y se convierten en activos que cotizan como si fueran acciones de una empresa convencional. La diferencia es que no producen nada, más allá de toneladas de dinero de mentira, que busca de nuevo otro lugar donde replicarse: las residencias de ancianos, la sanidad, la formación profesional…

La dimensión desmesurada de la economía financiera está colonizando la vida cotidiana en un proceso que se conoce como financiarización, es decir, que cualquier cosa se convierta en un activo sobre el que crear incluso productos derivados. Ya se están, de hecho, tokenizando viviendas de manera completamente alegal, fraccionándolas en pequeñas porciones imaginarias para sacar aún más beneficio de las mismas.

Llegados a este punto de la narración si sienten mareos o náuseas es que aún son personas con dos dedos de frente. Todo es como parece: el sistema financiero es un gigantesco exceso basado en alterar artificialmente el precio de las cosas de una forma tan tiránica como peligrosa. Lo peor es el secuestro al que nos tienen sometidos. Si se hunden, como volverá a pasar, nos arrastran con ellos al fondo.

Desconozco por qué este Gobierno no ha actuado con contundencia para intervenir el mercado inmobiliario, como sí hizo con el mercado de la energía. Pero deduzco que la razón es que cuando Larry Fink –CEO de Blackrock– descuelga el teléfono, Pedro Sánchez, como cualquier otro presidente europeo, debe hablar con él y no contrariarle demasiado.

Hace unos días, el sindicato Comisiones Obreras publicó un interesante informe que explicaba cómo nuestro país se había gastado doscientos mil millones de euros, de 1982 a 2022, en exenciones fiscales en vivienda. Con ese dinero hoy podríamos tener dos millones de viviendas públicas, a las que habría que sumar otros 2,7 millones de casas protegidas, que sí se edificaron pero que acabaron privatizadas. 

Si el Estado tuviera ahora cinco millones de viviendas en propiedad, Pedro Sánchez tendría que seguir cogiéndole el teléfono a Larry Fink, pero quizá lo haría en igualdad de condiciones. Por lo visto, en esto consistía la democracia. En que el poder político, que expresa el mandato de los ciudadanos en las urnas, se impusiera a la minoría de los que más tienen. No es sólo un tema de precios, es, sobre todo, una cuestión civilizatoria.

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