Las reglas del juego

Primero, la confesión: siento una fascinación creciente por Juan Manuel Moreno Bonilla en coordenadas similares a la que profeso por Tamara Falcó. El interés no puede ser otro que el de descifrar el pulso del momento a través de personajes que, de improviso, parecen ungidos con los óleos de la popularidad. Que hablen mucho y bien de ti en la televisión es lo que más importa para pasar del ostracismo al estrellato, eso parece claro. Lo que no podemos confundir es la herramienta y el resultado con el motivo por el que el producto se acaba vendiendo: esa es la particularidad que conviene desentrañar. La fama es ese fenómeno que describe más al público que siente la admiración que al individuo que la suscita, más o menos como la gripe, que nos es indiferente como virus a nos ser que nos deje postrados en cama.

Segundo, la situación. Hablamos de un político, más concretamente de uno que preside la Junta de Andalucía, la comunidad más poblada del país, durante años baluarte del PSOE para pasar en 2019 a manos del PP, aun quedando segunda fuerza en las elecciones. El 19 de junio del presente año, el señor que nos ocupa no sólo revalidó su mandato, sino que lo hizo por mayoría absoluta. Ahí no queda la cosa. Desde su victoria, Juanma Moreno no para de darse baños de multitudes como si fuera Luis Miguel a mediados de los noventa, promocionando un disco. Miren las imágenes en Lebrija el pasado 5 de octubre: ellos le echan fotos y le estrechan vigorosamente la mano, ellas le gritan guapo a coro, tras de una valla, mientras él se deja querer. ¿Un político rompiendo corazones de mediana edad en la época de la antipolítica?¿Qué ha pasado aquí?¿Qué nos hemos perdido? 

Quizá todo empieza por cómo te llaman. Moreno Bonilla suena a traje de tergal marrón, despacho de muebles oscuros y un código de arrendamientos manoseado sobre el escritorio. Quizá a personaje de Bruguera: superintendente Bonilla, calvicie, porrusalda y un secretario miope que te arruina los planes. Juanma Moreno es otra cosa. Juanma Moreno puede regentar un gastro-bar en el Albaicín atento a las últimas tendencias en alergias alimentarias, Juanma Moreno conoce ese rinconcito de una playa de Bolonia donde triunfar en Instagram, Juanma Moreno practica deportes de aventura en Benamejí. También se deja tatuar, esto ya no como posibilidad sino como suceso, por un artista de Linares. Lo extraño no es que lo prometiera en campaña, ese lapso de la vida de un político donde vende frigoríficos a los esquimales, sino que lo cumpla cuando nadie parecía esperarlo: va crecidísimo, como un presentador de variedades tras la gala de Nochevieja. 

Juanma se tatuó “A 58”, el número de escaños de su triunfo electoral, la A de Andalucía, quizá de ascensión, álgido o amazing leído con dicción a lo Rosalía, puede que de ambivalencia, esto ya con mi voz. Ambivalencia porque Juanma es un político premeditadamente apolítico pero profundamente ideológico. Apolítico por interpretar a un líder exento de la herrumbre que implica el ejercicio del poder, dejando a los consejeros la suciedad de lo concreto para él quedarse con el papel principesco que ya ostentó el día de su coronación. Ideológico porque su propuesta husmea en la aspiración de la gente sumida en una época convulsa: sucedáneo de clase media, cero conflicto, hipernormalidad, depositar la confianza en quien anhelamos ser. Es el yernismo, el deseo de compartir Cruzcampo, serranito y anecdotario con tu mandatario. Estas cosas empiezan como una broma y acaban dentro de 30 años.

La fama es ese fenómeno que describe más al público que siente la admiración que al individuo que la suscita, más o menos como la gripe, que nos es indiferente como virus a nos ser que nos deje postrados en cama

Juanma Moreno es la política del aperitivo, del domingo a mediodía, del programa de Juan y Medio, faro del entretenimiento, también apolítico y a la vez inmensamente ideológico. No es que Juanma haya encantado a los antiguos votantes del PSOE, es que los antiguos votantes del PSOE ya eran de Juanma década y media antes de que existiera. Cuando a Thatcher le preguntaron de qué parte de su legado se sentía más orgullosa, contestó ufana que de Tony Blair. Algo parecido pueden decir los dirigentes del proyecto político que empieza con Rafael Escuredo y acaba con Susana Díaz, desconozco si a diferencia de la Dama de Hierro esa era su intención. No es que Moreno Bonilla sea infalible, es que la derecha debe jugar al despiste entre lo que hace y quién parece que es. Y su equipo de publicidad y promociones, el propio y el repartido por el nutrido entramado de comunicación privada, se ha aprendido bien la cartilla: las clases permanecen pero las máscaras cambian.  

Esto en España ya pasó. Concretamente el día que a Albert Rivera le hicieron en Vanity Fair aquella portada jugando al billar, como a Bradley Cooper, salvo que el primero decidió dejar de ser actor para pasar a ser patriota, que es algo parecido salvo que con hostias en la mesa. Aquel tipo lo tenía todo para encarnar lo aspiracional, que es eso que pensamos llegar a ser para olvidar lo que somos. Sin embargo, decidió salirse de la raya y apuntarse a lo de Abascal: guerras culturales, mucho barro y diez mentiras por minuto. Imaginen que Juanma Moreno le hubiera andado a la zaga a Olona y Meloni: si lo tuyo no es dar navajazos para qué verse envuelto en una riña tabernaria. Esta es una valiosa enseñanza a la hora de vender política: primero que tu producto conecte con lo que se demanda, segundo no querer vender lo de la tienda de al lado. Tercero, que seas tú quien decide lo que se demanda, eso es lo que hace la tele. Círculo cerrado.

Vivimos en un mundo donde hay procedimientos para blanquear desde los dientes al ano. Ya me disculparán ustedes si les pillo desayunando o algo así, pero es que es verdad. Al parecer hay gente que requiere cambiar de tono la piel de ese orificio, que paga por ello, también otros que toman el sol a través del mismo porque les han dicho que así recargan los chakras. Es decir, que vivimos en un mundo inmensamente gilipollas. La cosa es que a algunos todo esto les viene estupendo, justo a los que deben jugar al despiste entre lo que hacen y quiénes parece que son. Si a la izquierda le valiera con la carrera por el producto, ni Pedro Sánchez ni Yolanda Díaz tendrían dificultades en lo electoral, uno con su sonrisa de medio lado, Gary Cooper de Consejo Europeo, otra con su encanto norteño, capaz de hacer cercanas las arideces de la legislación laboral.

La izquierda necesita plantearse muy bien quién dice ser para que haya gente que quiera escuchar lo que hace. Y ahí radica la gran diferencia, puede que injusta pero del todo real, que caracteriza las diferentes necesidades del espectro político. Mientras que la derecha debe prefabricar un producto para tener margen escénico a la hora de llevar a cabo sus políticas, a la izquierda sólo le vale con fabricar políticas de las que derivar todo lo demás, no solo caudal electoral, sino organización, identidad, comunidad y horizonte. No es la pericia a la hora de jugar al juego, es el convencimiento para entender que las reglas del juego no son las mismas. 

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