Rivera, un golem de morro fino

A estas horas, unas pocas antes de que ustedes lean este artículo, la página web del despacho de abogados Martínez-Echevarría aún sigue llevando el ampersand que les une al nombre de Albert Rivera. La foto del otrora líder de Ciudadanos aparece en las imágenes que se desplazan en su parte superior, la mayoría de ellas mostrando a un Rivera dinámico, en reuniones, conferencias, a punto de tomar grandes decisiones. Un retrato de medio cuerpo, no demasiado favorecedor, nos aclara su cargo en la empresa: presidente ejecutivo. Al menos hasta este lunes, cuando conocimos que Rivera, junto a su escudero José Manuel Villegas, habían mandado un email al bufete que presidían para dar por terminada su relación laboral, aduciendo que no les han concedido el 5% del capital ni les habían abonado la retribución variable. España discutiendo sobre leyes laborales y llega Rivera y se despide mediante un correo electrónico.

 El despacho, por su parte, ha declarado a los medios que “su productividad estaba alcanzando niveles preocupantes, muy por debajo de cualquier estándar razonable”; también que “su aportación fue ninguna y su implicación, nula [...] auténtico fiasco”, afirmando que huirán “de políticos vacíos, desinteresados y sin capacidad de trabajo". Dos años ha durado el fichaje estrella, como aquellos futbolistas rutilantes que Ramón Mendoza traía en su última etapa como presidente del Real Madrid para luego acabar calificándolos de “castaña”. Era lo que tenía fichar a un delantero que no te metía goles pero que repartía, generosamente, su sueldo por los clubes de la Castellana. Es lo que tiene fichar a alguien para que te haga lobby y descubrir que su influencia y agenda estaban tan infladas como las columnas de opinión que, a mediados de la década pasada, se escribían afirmando que Rivera era el líder que España necesitaba.

Albert Rivera fue a la política española lo que los chicles etiqueta negra son al mundo de las golosinas o los geles de placer al sexo: cosas de las que podríamos prescindir, que no nos aportan nada, pero que nos hacen sentirnos por encima de la media

Y quizá era cierto, salvo que nunca se precisaba que era el líder que una parte de España necesitaba, esa parte que se sienta en los consejos de administración. A Rivera se le sacó de una probeta y a base de comunicación y dinero se le convirtió en la némesis de Iglesias, pero sobre todo en la figura que sintetizaba a la clase media aspiracional, esa identidad del “quiero y no puedo” que protesta contra el impuesto de sucesiones estando muy lejos de pagarlo. La manera de concitar los intereses de los que tienen el dinero con los intereses de aquellos que creen tenerlo. Albert Rivera fue a la política española lo que los chicles etiqueta negra son al mundo de las golosinas, la ginebra rosa a las bebidas alcohólicas y los geles de placer al sexo: cosas de las que podríamos prescindir, que no nos aportan nada, pero que nos hacen sentirnos por encima de la media.

 Que el ascensor social se estropeara, en un país donde realmente nunca funcionó muy bien, dio para que en lo peor de la anterior crisis nos llenaran la vida de baratijas, algo que la sociedad española, tras el primer momento de indignación, abrazó encantada como los indios el cofre de pulseritas por el que vendieron Manhattan. Así Rivera, mientras que nos vendía que no había rojos ni azules –algo muy de moda en el momento–, posaba en la portada de Vanity Fair arremangado jugando al billar, representando ese sueño de urba residencial adosada que mi generación, los que nacimos alrededor del ochenta, gustaba tanto de paladear. Gilipolleces premium y gestión de extremo centro: sensación de vivir, 90210.

 El invento funcionó por un tiempo, los resultados electorales eran magníficos, casi tanto como las visitas de Rivera a El Hormiguero para hablar con un guiñol y dos hormigas. Pero, como destilación refinada de lo aspiracional, Rivera confundió su personaje con su persona, su papel público con su misión encomendada: la de servir de muleta para un maltrecho PP y de buen consejero para que Pedro Sánchez no se juntara con malas compañías. Despreció varios Gobiernos porque, simplemente, se creyó las mentiras que otros contaban sobre él, algo que en política siempre se paga caro: sucumbir al elogio. Y así llegó el otoño rojigualdo, respuesta nacionalista al procés, y aquellas reuniones en la Plaza de Colón, que no se hacían en la Plaza de Oriente no por falta de ganas. Aunque Rivera se rodeaba de banderas LGBT en cada ocasión, era casi imposible desprenderse de aquella imagen tan alejada que le habían construido: el buen chicho padefo interesado más en el SUV de su jefe que en jaleos con la bandera del pollo. 

El problema es que un líder político, la posición de un partido, no es sólo un receptor de las simpatías de los votantes, sino que con su presencia y acciones construye a esos votantes. Y Rivera, tanto como Casado, empezó a decirle a todos esos treintañeros, que fumaban en shisha tabaco falso de frambuesa, que ser de ultraderecha no estaba tan mal. Por eso, ni cinco años después del primer aquelarre en Colón, Abascal camina con paso firme, a Casado le están tomando medidas para un traje y Rivera es ya sólo motivo de chiste para redes sociales. Quizá, sin él saberlo, es el hermano mayor de la subcultura de las criptomonedas, ya saben, esos postadolescentes que han pasado de la masturbación culpable a hablar de evasión fiscal sentados en sillas de oficina con respaldo de coche de rally. La especie que en occidente mengua con cada año de neoliberalismo que soportan los genes.

 Que unas horas antes de que conociéramos el lunes el affaire laboral de Rivera, viéramos a Hermann Tertsch intervenir desde un mesón en el Parlamento Europeo, no es casualidad. Tampoco que días antes a Casado le diera por cuestionar la legitimidad del sistema de votación del Congreso. O a Olona, tratando a dos individuos vestidos con mono de trabajo como esas presentadoras de programas infantiles tratan a los niños. No es casualidad este suma y sigue porque la operación de restauración en torno a Felipe VI, una que contaría a un lado con Susana Díaz, al otro con Soraya Sáenz de Santamaría y de la mano de las dos a Rivera, fracasó estrepitosamente. De un lado, Unidas Podemos consiguió llegar al Gobierno, del otro, las derechas españolas se han convertido en un problema para el propio país cuando, como Ciudadanos, han dejado de entender su papel de mantenimiento de un cierto orden económico, para pasar a creerse sus delirios imperiales y sus santas cruzadas. 

La política nunca se puede trazar con escuadra y cartabón sobre una impoluta mesa de operaciones. La política suele tender a la entropía porque sencillamente es la disciplina que trata de mediar en el conflicto. Y ni con todos los medios a tu disposición vale moldear a un golem de morro fino para que las cosas salgan como tú quieres: fingir que todo ha cambiado para que nada cambie. Es probable que quien eligió apostar justo por alguien como Albert Rivera no pare de echarse la mano a la frente cuando el amigo vuelve a saltar a la actualidad: “anda, hijo, bendita la hora”, se escucha desde una boca sentada en un sillón de cuero. En el fondo, más allá del personaje, todo se resume en que, sin cambiar la realidad –una llena de desigualdades de clase, territoriales, de género e incluso productivas–, toda fantasía narrativa acaba sucumbiendo. La pujante, la de Ayuso y Espinosa de los Monteros, el jefe por detrás del portero de discoteca, también juega con lo que se aspira a ser, salvo que, a diferencia de hace unos años, ya entra en la ecuación el cirujano de hierro. 

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