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Volver a empezar

Este jueves, con motivo del primero de mayo, el Partido Comunista organiza un acto donde estarán presentes su secretario general, los líderes sindicales de CCOO y UGT, además de la vicepresidenta, Yolanda Díaz, que no ha dejado de ser ministra de Trabajo. Nombrar ambos cargos de la política gallega no es tan sólo una cuestión protocolaria, sino una manera de reseñar el doble papel que está logrando desempeñar, no exento de conflictos. Por un lado, Díaz está conseguido mantener su papel institucional como vicepresidenta, esto es, ser parte de un Gobierno en el que no parece una invitada casual, alguien a disgusto o de prestado, sino la propietaria de su lugar. Por el otro, la cartera de Trabajo la mantiene cercana a la política útil: cada contrato de trabajo indefinido que se firma donde antes se rubricó uno temporal, es parte de su cuenta de resultados. Ambas facetas son difíciles de conseguir, la representación del poder y que ese poder valga para algo, sobre todo en un momento en que parece haber deseos indisimulados en el espacio de la izquierda de volver a la comodidad de la oposición: ese lugar donde tan sólo es necesario declamar los principios sin enfrentarlos a las posibilidades. La comodidad, a menudo, va de la mano de la intrascendencia.

A todos nos pilló con el pie cambiado el inicio de la guerra en Ucrania, a Díaz, además, le cortó en seco el inicio del proyecto político, ese proceso de escucha que, bien llevado, puede ser algo más que una maniobra de promoción a la que nos tiene acostumbrados nuestra triste política contemporánea. Bien llevado, en mi opinión, significa escuchar a los sectores profesionales como primer paso para construir con ellos y desde ellos. Lo que tengan que decir los asesores de comunicación, los politólogos, los expertos en estadística, los gurús del marketing político, los cargos de Unidas Podemos, el activismo profesionalizado y los mil y un periodistas, escritores y magos de la narrativa no tiene demasiada importancia: ya bastante damos la lata. Por contra hay un país, ese que está luchando cada día en los comités de empresa, con problemas concretos e inmediatos pero también con soluciones necesarias e imaginativas, que es al que precisamente tiene que escuchar. Sólo de esta manera podremos pasar de “lo de Yolanda Díaz” a ese momento en donde las cosas que importan pueden tener lugar. Sospecho que la primera interesada en dar este paso es ella misma. Esperemos que la corte a su alrededor no haya aún cristalizado: es siempre el mayor peligro para cualquier político que vive en el proceloso Madrid.

Por contra el artista anteriormente conocido como Partido Popular está a punto de pasar a denominarse “lo de Feijóo”. En Galicia, Alberto Nuñez, era propietario de una marca que prescindió de las siglas de Génova y de la gaviota, aún gobernando una comunidad tan costera y marítima. Es cierto que, desde Manuel Fraga, el PP gallego ha tenido gravedad propia, leal a Madrid pero manteniendo un camino particular, vigilante a lo que ocurría en el centro sobre todo para que sus equilibrios no se vieran comprometidos. De los cinco líderes que han tenido los populares, si descontamos a aquellos de fugaz recuerdo y breve estancia, Feijóo es el tercero que proviene del macizo del noroeste, algo que es mucho más que una curiosidad geográfica. De los territorios donde el PP ha sido fuerte por un tiempo prolongado, es el único del que podían surgir líderes con el respaldo de una familia orgánica importante pero además sin estar contaminados por el sobresalto de la corrupción y el ansia de totalizar al partido bajo su mando. Prueben a encajar a Madrid o Valencia en estas dos últimas categorías y notarán como la máquina empieza a echar humo. Y sí, los populares en Galicia también tienen sus cosas, pero suelen quedar en la discreción que da la familia.

Madrid, más que una comunidad, es una trama. Una trama de poder donde el poder político funciona como el crupier del dinero público, precisamente para tener una milicia de señores en traje portando maletín que se sacan lo suyo

Que el PP vaya a ser conocido como “lo de Feijóo” no va a causar mayor problema en el ecosistema de la derecha, sobre todo en el mediático, tan proclive a colaborar levantamientos y vendettas para pasar a continuación a extender una educada alfombra de amnesia sobre los señores que por lo visto un día mandaron en el partido. Pero lo cierto es que como por aquí nos sobra eso de la memoria, supongo que por lo entrenada que la tenemos de tantas veces que nos la han querido arrebatar, no podemos dejar de recordar que a Casado y al de las aceitunas les hicieron la cama precisamente por tener la osadía de nombrar la soga en casa del ahorcado. Que esa soga es la señalaba a Isabel Díaz Ayuso y que ahora, también, le marca el péndulo a Martínez Almeida porque, como no me canso de repetir, Madrid, más que una comunidad, es una trama. Una trama de poder donde el poder político funciona como el crupier del dinero público, precisamente para tener una milicia de señores en traje portando maletín que se sacan lo suyo, a condición de dejar parte a quien corresponda. Que Gürtel, Púnica y Lezo son la tríada capitolina de la infamia, pero también un ejemplo palpable de que hay una manera de funcionar desde, al menos, el tamayazo. Todo esto es lo que, en cualquier otro país, se hubiera llevado al PP por medio, pero en este va a bastar con esconder las dos letras, a la gaviota y llamar a este método de hacer las cosas “lo de Feijóo”. Tangentopoli mal y a medias.

Si el PP no ha caído es, fundamentalmente, porque al rojigualdismo le sobran cojones pero le falta vergüenza. Lo cual no quita para que exista otra razón, no menor, llamada estabilidad del Estado. Como esto se anticipaba, se apostó por un plan B llamado Ciudadanos, del que hoy no quedan ni los huesos entre, otras cosas, porque al chico que pusieron de monigote le dió por creerse el rey de la baraja cuando no era más que un comodín para usar a conveniencia. La cosa es que ahora, a diferencia de la mitad de la década pasada, no existe recambio y el poco que quedaba está siendo laminado en cada elección autonómica: al siguiente que le toca pasar el suplicio es a Juan Marín. La diferencia es que por ahora existe un partido llamado Vox que, en ausencia del PP, sería quien ocuparía casi por completo el espacio de la derecha en España. Los resultados serían bastante más grotescos que en Francia porque en el país vecino hasta Le Pen tiene que ir todavía con cuidado bajo la sombra de De Gaulle y la resistencia, mientras que aquí los ultras sacan pecho y mentón a poco que se exciten con la cruzada nacional. Las cosas de que 1945 se quedara en los Pirineos.

El rey, que ha hecho declaración de bienes, ha informado de ella Vox, dejando fuera a otros partidos del arco parlamentario. La operación no es desdeñable. En primer lugar porque quien era beneficiario de Lucum, la fundación panameña de Juan Carlos a la que llevaba su dinero opaco, nos lo hizo saber un 15 de marzo de 2020, una vez que la prensa británica destapó el asunto, mientras que entrábamos en aquellas semanas angustiantes del confinamiento: sabemos lo que nos ha dicho que posee, no lo que llegó a tener. Pero lo interesante es que en este movimiento de Casa Real, así como en el caso de las escuchas, se empieza a intuir que esa rama del PSOE que tan bien representa Margarita Robles, con sus raíces en el omnipresente Felipe González, ha vuelto a tomar brío. Uno que encaja, como un puzzle confeccionado desde la política del susurro, muy bien con Feijóo y muy mal con Yolanda Díaz. Porque ese es el plan B que algunos están preparando para las próximas elecciones, por si alguno de los dos grandes partidos saca un buen resultado en solitario. A Rajoy ya le abrieron de esa forma el camino de su último mandato, bien lo sabe Sánchez. Volver a empezar. Hay cosas que nunca se acaban.

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