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Salvar vidas

¿Cuántos de los hábitos que tenías en la época A.C. (antes del coronavirus) has perdido? ¿Y cuántos de ellos has vuelto a recuperar? Yo, confieso, perdí uno de los más importantes, dejé de salvar vidas de un día para otro. Con la pandemia dejé de donar sangre.

Entre todas las acciones que me hacían pensar en mi padre como un superhéroe, había una con la que me quedaba boquiabierta; cada cierto tiempo, él iba a “donar”. Honestamente, no recuerdo si algún día pregunté qué era eso de “donar” y tampoco sé si papá me lo explicó en términos inteligibles para una niña: “pues se trata de regalar un poco de tu sangre para ayudar a otros –desconocidos– que la necesitan para vivir”. Pero, en esencia, eso es lo que él hacía y yo lo admiraba.

Me parecía flipante que él hiciera, voluntariamente, eso que a mí me aterraba. Cada vez que mamá decía: “mañana desayunamos churros con chocolate”, me temblaban las piernas, significaba que me tocaba pasar el mal trago de los análisis. Y solo tenía de bueno eso, que mi madre me llevaba a desayunar churros a un lado del ambulatorio y que, alguna vez, me compraba un pollito de cuerda o unas bolas que chocaban, en la juguetería que estaba al otro lado. Pero, ni mi desayuno favorito ni la posibilidad de tener algún juguete nuevo lograban evitar mis lágrimas.

No me sentí superheroína, la verdad, hace tiempo asumí que no soy miembro activo del universo Marvel, pero me sentí bien como persona común y corriente. Regalar un poco de mi sangre a desconocidos que pueden necesitarla para vivir, me activó la alegría

Sin embargo, cuando abría –sin permiso– el cajón de la mesilla de mi padre y veía su carnet de donante o aquella insignia de metal con una cruz azul y una gota roja, sentía cierta envidia. Cuando yo fuera mayor, tendría una mesilla que nadie podría abrir sin mi autorización y, a pesar de mi terror, tendría mi propio carnet y mi propia insignia con gotita roja. Porque, algún día, yo vencería el miedo y sería superheroína, como él, la wonderwoman de los glóbulos rojos, los glóbulos blancos y las plaquetas. 

Con veinte años, una enfermedad autoinmune tiroidea me obligó a convertir el trance ocasional de la análítica, en hábito. Ahora acudo a que me hagan la extracción rutinaria con la misma frecuencia y naturalidad con la que voy a la pelu a darme las mechas. Y ni churros, ni bolas, ni… pollos. Voy y punto.

No sé en qué momento sumé a mi control tirodeo la rutina de donar sangre, ni recuerdo esos trámites sanitarios como algo especial. Bueno sí, hubo uno, en el hospital de la Paz, acababa de nacer mi sobrina Valentina con su cara preciosa y su cardiopatía congénita y en alguno de esos tiempos, vacíos de sentido y llenos de impotencia, aproveché para hacer algo que sirviera para alguien…  

El segundo momento especial lo viví el pasado lunes, me topé en el barrio con uno de esos puntos móviles de donación de sangre que recorren la ciudad y entré. Al rellenar el informe de salud y responder a la médica, tomé conciencia de la cantidad de tiempo que llevaba sin ayudar de una manera tan fácil. Había perdido un hábito que antes de la pandemia estaba inmerso en mi vida cotidiana. Me enfadé… conmigo, pero me perdoné un poco al volver a extender el brazo.

No me sentí superheroína, la verdad, hace tiempo asumí que no soy miembro activo del universo Marvel, pero me sentí bien como persona común y corriente. Regalar un poco de mi sangre a desconocidos que la necesitan para vivir, me activó la alegría en un lunes tirando a feo…

Ah, no desayuné churros con chocolate, pero me regalaron algo parecido a un juguete, un bolígrafo de enfermera con un mensaje: “Salva tres vidas”. Lo tengo guardado en mi mesilla de noche.

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