¡La banca siempre gana! Helena Resano
La despidieron estando embarazada, después de haber sufrido jornadas agotadoras sin cobrar las horas extra, un salario por debajo del convenio y abusos por parte de su jefe. Por eso acudió a la CNT en busca de ayuda. El sindicato intentó negociar un acuerdo, pero los dueños de la pastelería –conocidos por formar parte de un grupo de hosteleros que intentó ilegalizar al sindicato CNT– se negaron.
Fue entonces cuando varias sindicalistas de la CNT (una camarera, una reponedora, una cantante, una auxiliar de clínica, una docente y un taxista) iniciaron una campaña de denuncia, a la que se sumaron muchos ciudadanos y ciudadanas indignadas, y organizaron concentraciones frente a la pastelería La Suiza, de Xixón, para protestar contra los abusos y el despido de la trabajadora. Lo que esas sindicalistas –conocidas hoy como “Las seis de La Suiza”– jamás pudieron imaginar es que, siete años después, acabarían en la cárcel por el “delito” de defender a una trabajadora vulnerable frente a los abusos de su jefe.
El juez consideró que las protestas causaron un “daño desproporcionado” que provocó el cierre de la pastelería. Cierto que el negocio llevaba ya un año en venta, pero el magistrado no reparó en ese detalle. Tampoco tuvo en cuenta que el daño económico es la única herramienta de presión que le queda al trabajador o trabajadora frente a los abusos patronales. En eso consiste precisamente la acción sindical. El juez que las condenó, Lino Rubio Mayo –más conocido en algunos ambientes como el Justiciero de Poniente–, se ha metido ya en varios pasteles y acredita un polémico historial relacionado con conflictos laborales, como la condena a tres años de prisión para los sindicalistas que rompieron una videocámara durante una protesta contra el cierre de Naval Gijón, que inspiró la película Los lunes al sol.
El magistrado del Tribunal Supremo Manuel Marchena (famoso por el juicio del procés y la vista oral contra el diputado de Podemos Alberto Rodríguez) confirmó la condena de tres años y medio para “Las seis de La Suiza”. Y el pasado 2 de junio, el Juzgado de lo Penal nº 2 de Xixón denegó la suspensión de condena a las sindicalistas y ordenó su ingreso en prisión.
Meses antes, el Supremo había confirmado también la condena a cuatro años y nueve meses de cárcel para “Los seis de Zaragoza”, unos jóvenes detenidos en el marco de las protestas contra un mitin de Vox, en Zaragoza, en 2019. Los seis antifascistas, indignados por la presencia en su ciudad de un partido que niega la violencia machista, propaga bulos y genera odio hacia las personas migrantes, participaron en la manifestación, pero se fueron en cuanto comenzaron los altercados y las cargas policiales para refugiarse en un bar. Y allí, tomando algo, horas después de abandonar la manifestación, fueron detenidos y acusados de protagonizar actos violentos contra la policía.
Los vídeos presentados por la defensa, en los que no se identificaba a ninguno de los acusados participando en los altercados, no fueron tenidos en cuenta durante el proceso: a saber si estaban lanzando piedras fuera de foco, dijo su señoría. Aparte de la imaginación creativa del juez sobre lo que pudo o no haber ocurrido, la única prueba de cargo practicada en el juicio fue el testimonio incriminatorio de los policías, que aunaban la doble condición de denunciantes y víctimas del supuesto delito.
Los dos casos expuestos comparten la misma anomalía procesal: jueces que condenan a activistas y sindicalistas basándose exclusivamente en la acusación de la policía, sin ninguna otra prueba adicional. A pesar de que en Derecho penal no opera el principio de presunción de veracidad de la policía (como ocurre en la jurisdicción contencioso-administrativa), es demasiado frecuente que los jueces eleven a categoría de hechos probados el contenido del atestado policial, ignorando el resto de pruebas de descargo de los acusados practicadas en el juicio. No importa que la policía incurra en contradicciones, que no existan pruebas adicionales o que los agentes reúnan incluso la doble condición de denunciantes y víctimas del delito. Jueces y policías actúan conjuntamente para tratar de establecer el orden social que prefieren, en el que los derechos de participación política son simple papel mojado, desprovistos del contenido que les otorga nuestra la jurisprudencia constitucional y la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH).
Así, por ejemplo, en el caso Enerji Yapi-Yol Sen v. Turquía, el TEDH, en una sentencia de 2009, declaró que Turquía había vulnerado el artículo 11 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, que regula el derecho de acción sindical y de huelga, por imponer sanciones disciplinarias a los trabajadores que participaron en una huelga simbólica. El Tribunal reconoció que los Estados pueden regular el derecho a la acción sindical, pero en ningún caso lo pueden anular, y que las sanciones a trabajadores por participar en acciones simbólicas o en huelgas deben pasar un test estricto de proporcionalidad.
Participar en una manifestación antifascista resulta peligroso porque cualquiera puede ser detenido al azar y, pese a la falta de pruebas, ser condenado por atentado contra la autoridad o por resistencia. Basta un simple testimonio policial
El caso de “Las 6 de La Suiza” anula el derecho a la acción sindical de las trabajadoras y sienta un peligroso precedente: en el futuro, trabajadoras y activistas se lo pensarán dos veces antes de participar en protestas frente a los abusos de un jefe. Y lo mismo sucede con “Los 6 de Zaragoza”: participar en una manifestación antifascista resulta peligroso porque cualquiera puede ser detenido al azar y, pese a la falta de pruebas, ser condenado por atentado contra la autoridad o por resistencia. Basta un simple testimonio policial.
En realidad, nada de lo ocurrido en estos procedimientos judiciales es casual. Se trata de hacer política sin presentarse a las elecciones. De conseguir un determinado orden político y social que agrada a muchos jueces y policías que integran ambos estamentos. De que vivamos en ciudades en las que el imperio de la ley y el orden esté por encima de los derechos fundamentales, especialmente de aquellos que garantizan, por ejemplo, un cierto desorden social para preservar el ejercicio del derecho a la libertad de expresión, a la protesta y a la discrepancia política.
Para lograrlo, se vacían de contenido las funciones constitucionales de ambas instituciones: en el caso de los jueces, la de servir de contención frente a los abusos de otros poderes y garantizar los derechos de los ciudadanos. En el caso de las fuerzas del orden, la de garantizar la seguridad ciudadana, que permite el libre ejercicio de derechos tan fundamentales como la acción sindical o la protesta. Así se consigue justo lo contrario de lo establecido en nuestro ordenamiento jurídico: jueces y policías se convierten en garantes de la restricción de los derechos de quienes se manifiestan contra los abusos ilegales, o contra quienes atentan contra la democracia.
Estos días han tenido lugar multitudinarias protestas contra el Gobierno, aprovechando el informe de la UCO sobre la corrupción de los dos secretarios de organización del PSOE. En esas protestas han participado grupos de ultraderecha, que lanzan soflamas a favor de Franco, hacen saludos nazis y exhiben símbolos fascistas prohibidos por la Ley de Memoria Democrática. Lo hacen ante la pasividad de la policía, que ni denuncia, ni detiene ni impide todas estas ilegalidades que fomentan el odio y la intolerancia.
El Gobierno alega que no se puede restringir la libertad de expresión en democracia, y está muy bien. El problema es el doble rasero: sistemáticamente se reprime a sindicalistas, trabajadoras, raperos y activistas, pero se permite que campen a sus anchas, cual especie invasora, quienes pretenden imponer ese orden social antidemocrático y restrictivo de derechos que asfixia y oprime a la clase trabajadora, tan del gusto de ciertos estamentos policiales y judiciales.
Todo esto sucede con el consentimiento cómplice del Ejecutivo progresista, que, tras siete años de Gobierno, no ha cumplido su promesa electoral de derogar la ley mordaza. Tampoco ha hecho nada por depurar las instituciones del Estado que nunca hicieron la “modélica” Transición y cuentan con mayor déficit democrático. Siete años en los que sigue intacto un Poder judicial convertido en auténtica oposición política, con casos de lawfare que tratan de desestabilizar un Gobierno democrático y legítimamente elegido, porque no es el de los suyos y no les gusta. Y una policía que sigue albergando siniestras cloacas, capaces de hacer burdos montajes para desmontar cualquier intento de avanzar en democracia y en derechos.
Corren estos días ríos de tinta sobre lo que debe hacer el Gobierno ante el estallido de corrupción en el seno de su partido. Se habla de adoptar medidas de regeneración democrática, de oficinas anticorrupción y de comisiones parlamentarias. Pero pocas cosas dañan más a la democracia que unas instituciones que impiden el libre ejercicio de derechos tan fundamentales como la expresión, la manifestación y la protesta. Mientras siga en vigor la ley mordaza, que ampara la represión y la persecución de activistas que defienden los derechos de todos y todas; mientras siga habiendo jueces y policías que trabajan conjuntamente en contra de la democracia y del avance en derechos, la nuestra no será una verdadera democracia.
Junto a otras muchas medidas sociales y de control de la corrupción, el Gobierno tiene ahora la oportunidad de cumplir con una de sus promesas estrella: derogar la ley mordaza. Sería sólo un primer paso en favor de la regeneración democrática y de la buena gente de este país que sale a las calles para defender a las trabajadoras explotadas y los servicios públicos, a luchar contra los fascistas o a denunciar el genocidio en Gaza. Derogar la ley mordaza es el primer paso para construir un proyecto de país democrático e igualitario, en el que el respeto a los derechos humanos sea un valor incuestionable. Es un primer paso, pero un paso necesario.
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