Ni la siesta, ni el gazpacho...¿cuál es la excepcionalidad española?

La plaza de mi pueblo

En mi pueblo hay un antiguo lavadero que conserva aún el símbolo de la Falange. Y bajo el yugo y las flechas puede leerse un emblema: “El trabajo dignifica a la mujer”. Hace poco se cambió el nombre de la calle principal, pero en la nueva placa sigue apareciendo –entre paréntesis– el viejo nombre: (Antigua Avenida del Generalísimo). Tal vez por si alguna vecina se despista en este pueblo diminuto.

Me repugna verlo. La Ley de Memoria Democrática prohíbe la exhibición de símbolos asociados a la dictadura, pero el alcalde de mi pueblo vive ajeno al cumplimiento de la legalidad democrática, sin que ello le genere consecuencias. A la mayoría de vecinas y vecinos, estas inscripciones les parecerán parte del “paisaje urbano” de siempre. Han pasado 50 años desde la muerte de Franco y aún resulta difícil retirar los símbolos franquistas para cumplir una ley democrática.

¿Cómo no iba a resultar complicado, en un país que no ha juzgado ni uno solo de los crímenes del franquismo? Crímenes cometidos por una dictadura sanguinaria que se impuso tras un alzamiento militar, en el que fueron asesinadas 150.000 personas y otras tantas desaparecidas; medio millón tuvieron que huir al exilio, 42.000 fueron fusiladas, y hubo más de 300.000 presas y presos políticos.

En los últimos años, las víctimas de la tortura franquista han interpuesto más de cien querellas por torturas perpetradas por la policía franquista. Pero esas querellas son sistemáticamente inadmitidas por los tribunales. Por eso, en 2010, la Coordinadora estatal de apoyo a la Querella Argentina (CEAQUA), interpuso una querella ante la justicia argentina para que investigara los crímenes cometidos por la dictadura franquista, amparándose en la legislación internacional de Naciones Unidas sobre Justicia Universal. La misma que permitió en España juzgar al dictador chileno Pinochet, al oficial argentino Adolfo Scilingo –partícipe de los “vuelos de la muerte”– o al genocida guatemalteco Ríos Montt.

La justicia que no llega

La justicia española se ha negado hasta la fecha a investigar ni una sola desaparición, asesinato o tortura durante la dictadura de Franco, amparándose en la Ley de Amnistía de 1977. Los jueces interpretan esa ley como les parece, en contra del derecho internacional que prohíbe la impunidad de los crímenes de lesa humanidad. Lo hacen pese a que la Constitución les obliga a aplicar el derecho internacional. Prefieren practicar un nacionalismo jurídico casposo: nadie de fuera va a decirles lo que tienen que hacer en su juzgado.

Esgrimen también el principio de legalidad: los crímenes de lesa humanidad no estaban tipificados en el Código Penal cuando se cometieron. Aunque el Tribunal Supremo resolvió ese escollo en el caso de Adolfo Scilingo: no podían condenarlo por el “delito de lesa humanidad” –delito que no estaba tipificado cuando se cometieron los crímenes en los años 70– pero sí afirmar que aquellos asesinatos y torturas formaron parte de un ataque sistemático contra la población, lo que agrava y contextualiza los hechos enjuiciados.

La excepcionalidad española no es la siesta; ni el gazpacho, ni el sol mediterráneo. Es ser el país del mundo con más desaparecidos en cunetas y fosas comunes sin investigar

No juzgar los crímenes del franquismo es, por tanto, una cuestión de voluntad. Las leyes existen y, cuando los jueces quieren, encuentran la forma de aplicarlas para hacer justicia. Pero también es cuestión de voluntad política: ningún gobierno ha puesto empeño en dotar de recursos la recuperación de la memoria ni la reparación de las víctimas.

Los jueces españoles colaboraron con la dictadura y contribuyeron a sostener el régimen de Franco. Condenaron a “rojos”, comunistas, estudiantes, sindicalistas, maestras, anarquistas u homosexuales. Y el sistema de acceso a la carrera judicial –una oposición memorística con preparadores privados– ha facilitado que las mismas familias franquistas permanezcan en la judicatura. No en todos los casos, pero sí en los suficientes para mantener un estamento muy conservador: jueces que guardan obediencia al preparador que les abrió las puertas, y que viven rodeados de una atmósfera de conservadurismo y preservación de determinados intereses.

La excepcionalidad española

Solo así se explica lo vivido estos días: la condena a un fiscal general inocente, en un ejercicio de abuso de poder por parte del Tribunal Supremo propio de otras latitudes. Un golpe blando al Estado. Lo han hecho, entre otras razones, para salvar a la presidenta de Madrid, de querencia falangista, de los pufos de su novio. Para salvar a los corruptos que garantizan el statu quo de los poderosos. Y para atacar al Gobierno de coalición, que la derecha jamás aceptó porque no es de los suyos. La derecha cree que el poder del Estado le pertenece y hará lo que sea para recuperarlo. Si para eso hay que condenar sin pruebas, o incluso con las pruebas en contra, pues se condena: todo vale. Al fin y al cabo, llevan casi un siglo de impunidad.

La excepcionalidad española no es la siesta; ni el gazpacho, ni el sol mediterráneo. Es ser el país del mundo con más desaparecidos en cunetas y fosas comunes sin investigar. Es que sus asesinos hayan muerto en la cama y sin juzgar. Es que el Rey emérito, que facilitó que todo quedara “atado y bien atado”, viva fugado en Abu Dabi con una fortuna opaca y con derecho a volver cuando le plazca. Y es tener una justicia que mira hacia otro lado con las víctimas de siempre, pero que actúa con precisión quirúrgica cuando toca proteger a los suyos.

Esa es la auténtica anomalía española: un país que presume de democracia, pero que sigue sin querer saber nada de los crímenes que laten bajo su superficie. Mientras no se juzguen y tengamos un verdadero proceso de verdad, justicia y reparación, la sombra del franquismo seguirá planeando sobre nuestros gobiernos democráticos.

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