Desde la tramoya

No, presidente, el Gobierno no sabe lo que hace

Mi despacho estaba dos pisos por encima de la sala de prensa del Palacio de la Moncloa, y desde allí escuché en directo al presidente Zapatero decir, el viernes 29 de diciembre de 2006, que el año siguiente “estaríamos mejor que hoy” en la lucha contra ETA. Al día siguiente, a las 9 y un minuto de la mañana, ETA voló por los aires el aparcamiento de la T4 del aeropuerto de Madrid, matando a dos ciudadanos y liquidando de esa manera el diálogo que el Gobierno y los terroristas habían inaugurado meses antes. Obviamente, el presidente del Gobierno no sabía lo que hacía cuando decía lo que decía.

“El Gobierno sabe lo que hace, y antes de que termine la legislatura crearemos empleo (…) El año que viene a estas alturas estaremos mejor”, dijo el domingo pasado Mariano Rajoy. Es posible –y yo lo deseo sinceramente– que estemos mejor en 2014. Pero no: el Gobierno no sabe lo que hace. No porque sea estúpido (eso podríamos discutirlo), sino sencillamente porque, en realidad, en unas circunstancias como las actuales, nadie sabe muy bien lo que hace.

Nadie anticipó esta brutal recesión. Cuando éramos ricos y famosos por el éxito de nuestra economía, hace tan solo cinco años, España era admirada en el mundo entero por el dinamismo y la fuerza de su crecimiento. Sí, claro, algunos anticipaban el estallido de la burbuja inmobiliaria, pero la mayoría seguía hipotecándose con créditos de nuevo rico, los bancos seguían prestando y los expertos pensaban que no había motivos para alarmarse. Tanto es así, que el nuevo fichaje económico de Rajoy, Manuel Pizarro, quedó como un auténtico cenizo ante un Pedro Solbes más optimista (dentro de lo que admitía el personaje), en el debate que éste último ganó con rotundidad en la campaña de 2008. No: tampoco Solbes sabía lo que hacía, porque partía de previsiones erróneas y predicciones falsas. Recuerdo nítidamente cuando, siendo yo director de gabinete de la ministra de Vivienda, Carme Chacón, en el verano de 2008 y ante la debacle de las subrime estadounidenses, llamé a mi homólogo en Economía, el jefe de Gabinete de Solbes, para preguntar cuál era la línea del Gobierno. “No hay peligro de contagio”, me dijo. “Nuestro sistema bancario es mucho más sólido y nuestras hipotecas mucho más fiables”. De manera que nosotros desde Vivienda podíamos seguir diciendo aquello de que estábamos ante un “aterrizaje suave de los precios de la vivienda”. Con algunos de los mejores expertos del país (respetables funcionarios que hoy habitan las mismas instancias), ni Economía ni Vivienda sabíamos muy bien lo que hacíamos. Nadie mentía y nadie tenía la menor mala intención. Pero errábamos como gilipollas.

Después de analizar durante década y media las predicciones de 284 expertos de todo tipo – científicos, economistas, politólogos, sociólogos, tertulianos, think tanks – el profesor Philip Tetlock nos descubrió en su libro Expert Political Judgement (2006), que igual nos daría fiarnos de un mono con un dardo: los expertos no aciertan por encima de las leyes del azar. Es difícil de creer, porque hay miles de personas cada día haciendo con una pasmosa seguridad previsiones de todo tipo: sobre las acciones que debemos comprar o vender, sobre el futuro económico del mundo, sobre quién ganará esta o aquella elección, sobre conflictos inminentes o futuros, sobre grandes tendencias… Nadie “respetable” o “digno” de ser escuchado por la mayoría, predijo sin embargo ni la Primera ni la segunda Guerra Mundial, ni la caída del Muro de Berlín, ni la llegada de Internet, ni, por supuesto, esta inmensa recesión que nos aflige. Si observamos predicciones más concretas, año tras año fallan esos expertos con apariencia tan impecable, esos “hombres de negro” del Fondo Monetario Internacional, de los bancos centrales o de las instituciones europeas, que prevén el crecimiento del PIB o la tasa de desempleo. Aunque fallen sistemáticamente, seguimos orientándonos por sus previsiones, como seguimos tomando en serio a esas malditas agencias de calificación a pesar de sus desmanes.

El problema es que esas previsiones son entretenidas para el espectador, e imprescindibles para el ser humano en general. Necesitamos creer que tenemos el control de nuestro futuro y para eso es necesario preverlo e imaginarlo. Sucede así, nos descubre también Tetlock en su libro, que quienes más éxito tienen en los medios de comunicación haciendo predicciones simples, contundentes y directas, son quienes más se equivocan. La gente premia a los profetas más locuaces y carismáticos, que resultan ser –qué paradoja– los peores. Quienes más aciertan, porque consideran varios escenarios, hipótesis diversas y soluciones intermedias, resultan ser más aburridos para las tertulias de radio y televisión, y por eso se les llama y se les escucha menos. A los primeros, Isaiah Berlin los llamaba, inspirándose en una vieja fábula griega, “erizos”: son capaces de someterlo todo a una simple idea. Los segundos, más sinuosos, eclécticos y con más matices, son los “zorros”. En las tertulias encendidas de Telecinco o de Intereconomía, los zorros tienen poco que hacer. Los erizos dan más juego. Imaginemos lo que sucedería si el presidente, en lugar de decirnos, “el Gobierno sabe lo que hace”, reconociera su impotencia ante una economía que sólo en una pequeña parte está bajo su control.

Es en este contexto de incertidumbre y ansiadas certezas en el que tenemos que entender que un solo artículo académico, el famoso paper de los muy prestigiosos Reinhart y Rogoff, haya servido sistemáticamente a la Unión Europea para justificar las políticas de austeridad que nos están llevando al desastre.paper Desde 2010, ese artículo que explica que pasando de una deuda superior al 90 por ciento del PIB no hay crecimiento posible, y que luego ha sido denostado por tener algunos errores, ha sido citado en cinco de las siete Previsiones Económicas de la UE, además de en innumerables documentos de expertos de todo el mundo, defendiendo la sacrosanta “austeridad”. Los propios autores se han encargado (ayer mismo en el Financial Times por última vez), de matizar sus recomendaciones y renegar del uso simplista que se está dando a su (defectuoso análisis).

Tomando lo que les interesa de ese informe y de otros (que podrían ser rebatidos con argumentos económicos igual de contundentes), los erizos de la austeridad apelan a una seductora idea aparentemente llena de sentido común (“no podemos gastar lo que no tenemos”, o “gastamos demasiado y estamos sufriendo las consecuencias” o “lo primero es pagar las deudas”). Un artículo académico lleno de cuadros, gráficos y números ayuda a dar solvencia a esas ideas, por lo demás tan simples, aunque podrían haberse buscado cuadros, números y gráficos para demostrar lo contrario (“el Estado tiene que invertir para recuperar el crecimiento”, “nosotros no gastamos demasiado; el problema no lo provocamos nosotros, sino los bancos”, o “no podemos pagar las deudas si no crecemos”).

En el fondo, como explica magistralmente en su libro recientísimo Mark Blyth (Austerity, the History of a Dangerous Idea), esa idea de la austeridad está lejos de ser tan simple y tan de sentido común como parece. A lo largo de la historia, sus defensores conservadores la han utilizado para exorcizar los fantasmas que les asustan: el Estado que iguala y protege, el bienestar que es fomentado desde lo público, el papel nivelador de las instituciones… “Austeridad”, bonita palabra contra la que nadie puede estar en contra, esconde una liquidación de lo público muy del interés de los poderosos. En lo que respecta a la economía el Gobierno no sabe bien lo que hace: experimenta sobre la marcha, se somete al criterio particular de los socios prósperos del norte, se desespera al confirmar que eso de la confianza no se gestiona con tanta facilidad como esperaba, observa atónito el movimiento caótico y caprichoso de los especuladores. Pero usar cada vez el mantra de la austeridad, ahí sí, el presidente y sus ministros sí saben bien lo que hacen: saben que esa maldita palabra, tan bella e indiscutible sin embargo, lleva a un destino final con el que sí se sienten cómodos: la reducción de lo público – el soporte de la gente más vulnerable – en beneficio de lo privado – el coto de caza de los poderosos.

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