Qué ven mis ojos
Dale la espalda a alguien y otro vendrá hacia ti con un puñal
“Entre dos que no quieren entenderse sólo pueden empezar dos cosas: el silencio o una guerra."
Si un artículo de opinión pudiera empezarse reconociendo que uno no está seguro de algo, éste comenzaría por decir que no sé cuál es la razón de que necesitemos tener cosas favoritas, desde un tipo de persona a un color, uno o varios alimentos, un clima y algún que otro héroe del mundo de la cultura o el deporte, por poner cinco ejemplos entre mil posibles. No tengo una respuesta, pero sí una teoría: lo que admiramos nos define y, con el paso del tiempo, nos resume, es nuestra tarjeta de visita, da explicaciones en nuestro nombre. Con el lenguaje ocurre lo mismo, entre las casi cien mil que existen por ahora en el castellano, tenemos palabras especiales, que nos suenan mejor, que salvaríamos de un diccionario en llamas. Cuando se hace una encuesta sobre eso, suelen ganar las que expresan buenas intenciones o sentimientos nobles: amigo, paz, justicia… Hace no demasiado, cuando se preguntó a los hispanohablantes del mundo cuál elegirían entre todas las de nuestro idioma, quedó en primer lugar Querétaro, que significa “isla de las salamandras azules”, seguida de sueño, gracias y libertad. Es un resultado extraño y hermoso, que sin duda tiene que ver con la música de las sílabas, y las esdrújulas son imbatibles en ese terreno.
También hay competiciones locales, por así llamarlas, vocablos que de pronto y por la razón que sea se hacen famosos y van de boca en boca como un rumor o una canción de moda, o que por uno u otro motivo concentran la noticia del día, de la semana o del mes, suponiendo que en nuestra época gobernada por la velocidad y las novedades algo pueda llegar a interesarnos durante tanto tiempo. La actualidad envejece deprisa, algunos temas nos emocionan un rato y luego aburren a la mayoría: en los medios de comunicación se dice que eso es lo que ocurre, por ejemplo, con las penalidades de los refugiados, cuando alguna imagen potente como la del niño Aylan ahogado en una playa nos golpea, nos volvemos sensibles, pero al poco el asunto ya cansa y las audiencias miran para otra parte. Así somos: sale un cocinero en la pantalla y subimos el volumen; salen personas que pasan hambre y cambiamos de canal.
Esta semana va ganando el verbo arropararropar. Parece un término inocente, pero también lo eran paseo o cuneta antes de la Guerra Civil, y lo que los canallas les obligaron a significar demuestra que nada ni nadie está a salvo de los envenenadores. Se puede arropar a alguien para que no tenga frío o para que sienta nuestra protección. O para esconderlo, y por eso el exconsejero de Presidencia de la Generalitat de Cataluña y portavoz del Partit Demòcrata Català en el Congreso, Francesc Homs, llegó ayer al Tribunal Supremo, tal y como repetía de forma unánime la prensa, “arropado por Arthur Mas y otros miembros de su formación”, para declarar por la consulta del 9-N. Se le acusa de los presuntos delitos de desobediencia, prevaricación y malversación de caudales públicos, y él responde que lo hizo por Cataluña y, mientras afirma que estaba deseando hacer su declaración, también sugiere a medias que no reconoce la autoridad de quienes lo juzgan, sin decirlo a las claras por no repetir lo mismo que decían los miembros de ETA cuando los sentaban en el banquillo. Que todo esto es un disparate y no sirve de nada se verá cuando pase de largo el circo y unos y otros sigan en el mismo lugar, separados por una línea roja, a un lado los que creen que la palabra independentista es un insulto y serlo te convierte en subversivo; al otro, los que empiezan a pensar lo mismo que la madre del escritor ruso Vladimir Makanin, una defensora tan firme de la URSS y la guerra fría que cuando su hijo le dio la noticia de que una novela suya iba a traducirse por primera vez en Europa, le contestó: “¡Cómo has podido caer tan bajo!”
La derecha ha vuelto a casa y la izquierda se ha ido con otro
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En 1998, cuando fueron a la cárcel por su relación con los GAL, el ministro del Interior, José Barrionuevo, y el jefe de la policía y antiguo Secretario de Estado, Rafael Vera, también estuvieron arropados por el presidente Felipe González, que posó para los fotógrafos ante la puerta de la prisión, mientras decía: “¿No es ésta la imagen que buscaban desde hace años? Aquí está, ya la tienen”. La guerra sucia de este PP no ha llegado tan lejos como la de aquel PSOE, pero nos ha salido cara, a la luz de las informaciones que dicen que el departamento de Fernández Díaz pagó un millón de euros a un informante que proporcionó acusaciones falsas sobre uno de los políticos que este lunes arropaban a Homs, el exalcalde de Barcelona Xavier Trias, con el fin de desprestigiarlo, y que el dinero lo llevó un alto cargo a Suiza, en un maletín.
En abril de este año, tras dimitir como ministro de Industria, Energía y Turismo por su implicación en los papeles de Panamá, a José Manuel Soria también lo arroparon y le dio su aplauso público la Secretaria General del PP, María Dolores de Cospedal. Luego hemos sabido que intentaron enchufarlo en el Banco Mundial y saltaron los plomos; y de postre, que durante su mandato salieron de su cartera oficial ayudas por valor de cuatro millones doscientos mil euros, de los cuales llegó a recibir 3,16, a una empresa que iba a fomentar la reindustrialización de la isla de El Hierro y que, en realidad, no creó un solo puesto de trabajo, aunque su jefe dice que creó “seis, en Tenerife.” Hasta el momento, y pese a que Hacienda se lo reclama, no ha devuelto una sola moneda.
Arropar es un verbo simpático, pero nunca se sabe lo que pueden llegar a significar las cosas. “Somos casas habitadas por un inquilino del que no sabemos nada”, dice el dramaturgo Wajdi Mouawad, del que acaba de estrenarse en La Abadía de Madrid la obra Incendios, que fui a ver porque el teatro es una de las cosas que más me gustan en este mundo y porque al frente de su reparto está una de mis heroínas, la actriz Nuria Espert. Cuando sale ella a escena, el aire se para, tal vez porque los espectadores contienen la respiración para oírla. El drama habla de refugiados, pero a pesar de ello el teatro estaba lleno, seguramente de cosas que ocurrieron en el Líbano, aunque por desgracia pasan en muchos otros lugares y muy cerca de nosotros. El mensaje central del texto, que en boca de los intérpretes magníficos que protagonizan la función parece silbar junto a tus oídos como un disparo, es que el odio solo puede engendrar más odio y la violencia, más violencia. Conviene verla, porque uno no va a esas cosas a mirar sino a que le abran los ojos, y porque a lo mejor, y salvando todas las distancias, lo que se dice ahí puede servir para entender lo que pasa fuera, en las calles, en el Parlamento y a las puertas del Tribunal Supremo. No querer entender al otro y usar como único argumento el reproche, sólo puede valer para vivir unos de espaldas a otros. Es decir, en la posición que más fácil se lo pone a los que siempre llevan un puñal escondido entre la ropa.