Proteger el debate en plena guerra

Nunca he sido muy fan del mantra que coloca la verdad como víctima ineludible de la guerra. Primero, porque es nuestra obligación que no muera. Pero sobre todo, porque antes que la verdad lo que realmente muere por aplastamiento o asfixia es el debate público. La capacidad de dudar, de entender y reflexionar está en juego cuando vivimos en caliente una profunda crisis o ante un escenario cruel, abrasivo, injusto y atroz como es la guerra. Dudar está mal visto, y es nuestra obligación. Cuestionar decisiones oficiales te puede convertir en disidente, pero es nuestro trabajo. 

Cuando una fuerza nuclear como Rusia invade Ucrania no hay duda moral sobre la obligación de ayudar al país agredido. Es más, el viernes 25 febrero, horas después de los primeros ataques, ante la falta de concreción de Europa, la pregunta era si seríamos capaces de abandonar a los ucranianos para evitar el enfrentamiento frontal con Putin. El resultado fue una batería de medidas sin precedentes en lo militar, económico y humanitario aplaudida por todos. En este caso la discusión era fácil. Zelenski lo sintetizó a la perfección ante la Cámara de los Comunes: "Es una guerra que no hemos empezado, no queríamos, pero no queremos perder lo que tenemos". España y Europa respondieron a la altura ante un ataque humanitario unilateral e ilegal. 

Luego Sánchez anunció el envío de armas a Ucrania y tampoco nos generó ningún dilema. Pero es legítimo dudar sobre ese envío igual que sobre la respuesta de la OTAN. Se ha vapuleado en redes y tertulias el posicionamiento de Podemos. Incluso comparto las críticas. Seré breve en los motivos: cuando un partido de Gobierno critica el envío de armas, tiene que dar una solución alternativa más allá de apostar por la diplomacia, activada desde el minuto cero. Cuando en un acuerdo de coalición se cede la política exterior al presidente, no es coherente saltárselo. Pero más allá de la refriega, es muy saludable para la calidad del debate que los partidos y la respuesta de los gobiernos no condicionen toda la conversación pública. Proteger el lugar de crítica más allá de ellos. 

Estos días, en apenas dos semanas, hemos experimentado cómo la política toma decisiones rápidas y el tempo del análisis y la discusión se dan también bajo condiciones excepcionales. Es lógico, no somos observadores de la guerra, formamos parte de ella. Y la sociedad civil, intelectuales, periodistas, debemos salvaguardar siempre ese espacio para la moral, la ética y las contradicciones. En momentos de máxima tensión debemos garantizar un lugar público para el debate sobre los derechos civiles sin que nos arrolle el timeline de la acción política. 

Por aterrizarlo. Estados Unidos y los gobiernos europeos han decidido cancelar lo ruso. La dimensión de la cancelación es brutal. En Francia, Macron ha roto las relaciones con instituciones culturales rusas. Reino Unido señala a la cultura como el tercer frente de guerra contra la guerra. En este contexto, el ministro Miquel Iceta habla de "hacer frente a esta barbarie". Una decisión que se ha traducido en que la filmoteca de Andalucía haya cancelado la proyección de Solaris, de Andréi Tarkovsky, fallecido desde 1986, en consonancia con las recomendaciones de la European Film Academy. Cannes no aceptará delegaciones rusas. El Metropolitan ha suspendido las actuaciones de la Soprano rusa Ana Netrevkov por su alineación con Putin, aunque ella misma lo haya negado en Instagram. En Nueva York, los restaurantes rusos sufren campañas de acoso en redes y anulaciones de reservas. La mayoría de los propietarios están en contra de la guerra y muchos son de Ucrania. Aun así, el número de clientes ha caído en picado. 

Las cancelaciones de todo lo ruso son una decisión política que puede traducirse en odio y exclusión. Una medida que no perjudica a Vladimir Putin si no que le da argumentos en su victimización ultranacionalista. Dentro de Rusia ha habido 13.563 detenidos por manifestarse contra Putin, según OVD-Info. Imaginemos los miles de disidentes y migrantes rusos contrarios a la guerra que habrá fuera. 

Tenemos que poder debatir sin polarizar sobre la eficacia de prohibir la emisión de RT o Sputnik, plataformas que difunden altísimas dosis de propaganda del Kremlin. Si el cierre de las emisiones sirve de algo o si la responsabilidad de frenar la difusión de bulos cuando hay vidas en juego está por delante del derecho a la información, aunque esto suponga pagar el precio de la propaganda. Sin ese debate, estaremos hurtándonos de los argumentos necesarios para valorar si es una decisión que abre precedentes de posible censura o a quién beneficia el apagón en Rusia. 

Las cancelaciones de todo lo ruso son una decisión política que puede traducirse en odio y exclusión. Una medida que no perjudica a Vladimir Putin si no que le da argumentos en su victimización ultranacionalista

Esta vez, como señala la historiadora Mary Elise Sarote, Estados Unidos y sus aliados tendrán que enfrentarse a Rusia junto con las potencias emergentes de China, Irán y Corea del Norte. Ninguna son precisamente una democracia. Y tendremos que debatir con qué países se van a sustituir las importaciones de petróleo, gas natural y carbón ruso. Si es coherente cambiar a Vladimir Putin por Mohamed Bin Salman. Si nuestras democracias liberales pueden seguir inmunes a las contradicciones de la economía. O si la dificultad de obtener recursos, materias primas, nos lleve a cambiar a un régimen por otro como si el Leitmotiv ‘democracias versus autocracias’ no debiera aplicarse a todas las decisiones. 

Debatir es cuestionar. Y es en época de guerra cuando es más difícil. Porque el cuestionamiento parece beneficiar al agresor, al que ha decidido saltarse todas reglas. Y porque la política tiende a evitar responder a las contradicciones. Como ha dicho Josep Borrell: "Los europeos hemos construido la Unión como un jardín a la francesa, ordenadito, bonito, cuidado, pero el resto del mundo es una jungla. Y si no queremos que la jungla se coma nuestro jardín tenemos que espabilar". El debate público también es ese jardín, un lugar siempre amenazado por la jungla. En palabras de Leila Guerrero: “Entender es una tarea noble y justificar es un oficio rastrero”. 

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