Las togas disparan contra la prensa Pedro Vallín
Voy a empezar diciendo lo obvio, y lo que ya tantísima gente se ha encargado de señalar en el debate en las redes sociales.
No, no hay delito alguno (o, al menos, no lo hay con la información que conocemos) en la polémica y comentada relación entre Alejandro Sanz e Ivet Playà.
Hace tan solo unos días que la joven subía a sus redes sociales el vídeo en el que contaba al mundo los entresijos de su relación con el cantante. Este empezaría a hablar con ella cuando esta era aún menor de edad. El primer encuentro se daría más tarde, habiendo cumplido ya Playà los 18 años. Él tenía 49 en ese momento. Ojo, que esto de hablarle por redes a una menor de edad para comerle la oreja tiene un nombre: se llama grooming.
Hace poco leía un tuit que resumía bastante bien la situación y la defensa a ultranza que está haciendo gran parte de la audiencia de la polémica (que incluso ha ido en masa a insultar a la joven en sus redes sociales). El mensaje en cuestión decía: “¿Sabéis por qué no entendéis lo de Alejandro Sanz? Porque no es vuestra hija y porque él es un famoso cantante. Si llega a ser el carnicero del barrio, que con 45 años está esperando a que una niña de 15 haga los 18 mientras constantemente le dice cosas, la historia cambia”.
Supongo que si fuera así, se entendería muchísimo mejor el problema. Sin embargo, siendo una persona admirada, poderosa y querida por tantos, el debate acaba virando hacia otro lugar completamente distinto. Estos días incluso he leído a un periodista hablar del tema diciendo que los “pecados” de Alejandro Sanz han sido “liarse con una fan y con notable diferencia de edad” (oye, al menos), “no bloquear por WhatsApp”, pero que, por lo demás es, “un artista excepcional. De los mejores cantantes de la historia en castellano”. Y no he podido evitar recordar tantos mensajes sobre Íñigo Errejón cuando saltó todo lo suyo destacando que tenía “una mente privilegiada” y que era “un gran político”.
¿Por qué cuando se trata de un hombre cuyo pecado ha sido atentar (o casi) contra la libertad sexual de una mujer, siempre se destacan cosas positivas de él? ¿Por qué esa necesidad de afianzar sus logros y sus talentos en esta circunstancia concreta? ¿Si lo que hubieran hecho fuera robar un banco o dejar morir a un anciano en la calle, o lo que sea, también dirían algo tipo: “Sí, atropelló a esa abuela, pero es un charcutero magnífico, corta unas lonchas de jamón finísimas”?
¿Por qué cuando se trata de un hombre cuyo 'pecado' ha sido atentar (o casi) contra la libertad sexual de una mujer, siempre se destacan cosas positivas de él?
Muchos (a juzgar por los comentarios que leo en redes sociales) responderían a la analogía anterior del carnicero del barrio diciendo: “Pero no es lo mismo, porque en este caso era ella la que lo perseguía a él”.
Claro. Y te aseguro que eso no mejora la situación.
Ya lo ha puntualizado mucha gente: a los 18 años eres legalmente adulta y, si expresas tu consentimiento, no existe delito alguno por parte de otra persona adulta que mantenga relaciones contigo. Tenga 49 años o tenga 80. Pero no, la edad no es “solo un número”. Y sí, existen diferencias en las dinámicas que se dan entre dos personas con una brecha de edad tan pronunciada con respecto a otras más igualadas en ese campo. Lo cual no quiere decir que una relación intergeneracional tenga que ser, por norma, más insana que cualquier otra. Pero es que, en este caso, la edad es uno de tantos factores.
En el mismo vídeo, Playà narra cómo, con 19 años, empezó a trabajar como dependienta solo para poder costearse seguir a Sanz en su gira de conciertos por toda España. Ella era una admiradora, una absoluta fan. Qué queréis que os diga, yo puedo entender que, de forma orgánica y casual, dos personas con 30 años de diferencia de edad se conozcan, se atraigan y tengan algo juntas. De forma paralela, puedo entender que una persona conozca a otra que la admira, empiecen a conocerse más allá de eso y la madurez de la admiradora permita que rompan esa barrera y empiecen a verse como iguales mutuamente.
Esto no se aproxima lo más mínimo a ninguna de estas excepciones.
La realidad es que nos encontramos frente a una relación en la que ambas personas habrán podido hacer las cosas mejor o peor, pero que, para empezar, nace desde una posición de poder en términos de edad, posición social, posición económica y admiración. Si no existe la forma en la que una relación pueda desarrollarse de manera en la que se esté dando entre iguales, quizá lo más lógico por parte de la persona “beneficiada” por todas esas dinámicas sería frenar.
Y no, no es delito. Pero que algo sea delito no quiere decir que no sea malo, negativo, criticable. No significa que no pueda hacer un daño inimaginable a otra persona, por mucho que esa no sea la intención.
Una de las grandes luchas del feminismo es hacernos entender cómo el deseo se construye social y culturalmente con unas intenciones concretas, generalmente productivas, heterosexuales, de glorificación y de sumisión frente a la masculinidad hegemónica que se levanta mediante dinámicas de poder. No existen relaciones de igualdad en un mundo que nos educa de esta manera, por mucho que, de forma individual, podamos creernos las personas más deconstruidas. Por eso debemos seguir hablando del deseo, preguntarnos por qué amamos como amamos, por qué nos atraen las personas que nos atraen. No para forzarnos a hacerlo de manera diferente o prohibirnos nada, porque entendemos que vivimos en este sistema y la responsabilidad de cambiar eso nunca puede ser individual, sino colectiva. Pero para crear un mundo donde querernos y tener relaciones sexuales entre nosotros esté libre de abusos, primero tenemos que hacernos todas estas preguntas. Eso incluye señalar ejemplos en los que podemos ver tan claramente cómo y por qué se produce y con qué consecuencias.
Y no es nada malo.
Quizá incluso nos ayude a querer de una forma un poquito más sana. Y un poquito más libre.
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El adquiriente fallido
Mujer, metapoesía, silencio
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