MAR y su dificultad para contar la verdad Pilar Velasco
Argentina en el corazón
Leo el libro de Leila Guerrero, La llamada (Anagrama, 2024), sobre el secuestro de Silvia Labayru y la represión desatada por los militares golpistas argentinos. Me siento conmovido por aquellos acontecimientos. La calidad literaria de Leila, autora de crónicas, se funda en su capacidad de mirar la realidad desde fuera, quedarse al margen de lo previsible para dejar que las cosas sucedan delante de nuestros ojos. Consigue así ampliarnos la mirada. Pero yo me siento interpelado en este caso de manera personal y tomo conciencia de hasta qué punto los recuerdos de la represión en Argentina forman parte de la memoria de los españoles que vivimos los últimos años de la dictadura franquista y las esperanzas democráticas de la Transición.
Asistir a la derrota del franquismo, pese a las críticas que puedan hacerse frente a los acuerdos políticos de aquellos años, suponía pertenecer de pronto a un país que cambiaba las tradiciones fanáticas del honor autoritario por una búsqueda de la convivencia y la dignidad humana. Estudiante y profesor de literatura, admirador de la obra de exiliados republicanos españoles que tuvieron que refugiarse en Buenos Aires como Rafael Alberti o Francisco Ayala, vivía la llegada a la democracia española de los desterrados argentinos como una quiebra definitiva de nuestra mala historia. Leila Guerreiro cuenta el horror condensado en el campo de concentración de la ESMA, la Escuela de Mecánica de la Armada, y los retos de los supervivientes a la hora de justificar su llegada a España. Entre tantas víctimas, salvar la vida puede convertirse en un asunto de mala conciencia.
Sentí la lucha contra la dictadura argentina como un asunto propio. A Granada llegó Horacio Rébora, mi amigo Tato, un militante de la organización universitaria argentina SR (socialismo revolucionario), que consiguió salir de su país en 1976. Después de soportar dos amagos de falso fusilamiento, encontró una puerta de escape gracias a la ayuda del padre de una antigua novia, un brigadier que había sido Presidente de Aerolíneas Argentinas. Intentó orientar su nuevo mundo en Suecia, pero acabó recalando en Granada. Abrió un bar, La Tertulia, que desde 1980 iba a convertirse en el punto de referencia de los que mezclábamos los actos culturales, las noches de copas y la creación literaria con el compromiso político. Unas mesas, una barra de bar, muchas horas de conversaciones y una historia de hermandad latinoamericana y argentina nos hizo enamorados del tango, el Cuarteto, Rodolfo Whalsh y Haroldo Conti.
Los vientos que hoy corren por Argentina y Europa quieren forzar el olvido, pero resulta muy conveniente que la memoria nos explique bien, ante cualquier tentación de indiferencia o cinismo, todo lo que cabe en una carta, en una llamada de teléfono
La Tertulia se mantiene abierta 44 años después. En sus paredes cuelgan fotografías de su pasado, noches en las que la clientela asidua se mezclaba con visitantes como Mario Benedetti, Jaime Gil de Biedma, Juan Gelman, Daniel Moyano, Ernesto Cardenal, José Agustín Goytisolo, Francisco Rabal o Roberto Goyeneche. Tanta, tantas noches, tanta gente, tantos recuerdos. Lo que nos llegaba de fuera brotó como un manantial de vida en nuestra propia tierra. Puesto a elegir algunas escenas casi cotidianas, quizá me quedo con el momento en el que se cerraban las puertas del local, ya muy a deshora, y los más insistentes nos quedábamos dentro en espera de que sonase una guitarra. La voz de Enrique Morente edificaba entonces puentes inolvidables entre el cante más jondo y el tango más poético. Estamos vivos de milagro, solía decir Enrique, golpeados por la luz del día, cuando terminábamos por salir a la calle.
Recuerdo dos momentos de especial significación. Poco después de volver de su exilio, Rafael Alberti entró a Granada. En su segunda visita a la ciudad, el poeta Javier Egea y yo leímos en La Tertulia nuestro “Manifiesto Albertista”. Seguimos el discurso compuesto mano a mano en 1933 por García Lorca y Neruda para homenajear a Rubén Darío. Alberti había prometido entrar en Granada desde su exilio, y la promesa nos había llegado a través sus libros y de la voz también amiga de Paco Ibáñez. Otra noche visitó La Tertulia el padre de Tato, don Luis Rébora, un hombre bueno, arquitecto, rector castigado en la Universidad argentina de Córdoba, presidente en su ciudad de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de las Personas, la comisión que en Buenos Aires había presidido Ernesto Sábato. Celebramos el fin de la dictadura argentina y la llegada de Alfonsín con una alegría íntima, como un futuro propio.
La vida es una mezcla de sentimientos, pérdidas y esperanzas, un relato lleno de capítulos que conforman la propia intimidad. Leo el libro de Leila como si hablase de mi país, como si hablase de mí mismo, de mi pasado y de mi futuro. Los vientos que hoy corren por Argentina y Europa quieren forzar el olvido, pero resulta muy conveniente que la memoria nos pida atención y que nos explique bien, ante cualquier tentación de indiferencia o cinismo, todo lo que cabe en una carta, en una llamada de teléfono.
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