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Los amigos de Pedro… y el nosotros de la derecha

Las polémicas declaraciones de Pedro Sánchez ante Carlos Alsina —ya saben, las de ese grupo de amigos incómodo ante la confrontación feminista— mostraron tanta torpeza como una mal enfocada preocupación. Electoralmente legítima —pues el PSOE pierde votantes entre sus bases masculinas más conservadoras tanto como entre mujeres que se identifican con el programa de un feminismo clásico o ilustrado, el de los techos de cristal—, esta preocupación ha acabado sin embargo expresándose desde una indudable y sintomática torpeza comunicativa y política: la apelación indiscutida a los afectos y cuitas de un grupo de amigos en lugar de a las razones sociales y culturales de su incomodidad, sin duda mucho menos relacionadas con el avance del feminismo que con los cambios estructurales que afectan al reparto de poder y de roles en nuestras sociedades, es decir, a la pérdida acelerada del lugar y el reconocimiento —o el privilegio— de sectores sociales más o menos amplios, entre ellos no pocos grupos de varones entre los 40 y los 50.

Es evidente que todo proceso de cambio social (acelerado por transformaciones socioeconómicas tanto como por el empuje de los movimientos sociales) genera incertidumbre o incomodidad, cuando no una reacción afectiva e ideológica de signo contrario. Pero es también obvio que esa reacción puede, muchas veces, ser simplemente inevitable (amén de que clame al cielo que sean grupos de hombres los que se muestren ofendidos por la velocidad y naturaleza de los cambios y no grupos amplios de mujeres por la inmovilidad o la resistencia al cambio… de esos mismos hombres).

Pero que la reacción o el malestar ante procesos acelerados de cambio social sean inevitables no significa que no debamos reconocerlos y trabajarlos política y comunicativamente. No conviene, por tanto, refugiarnos otra vez en el autoafirmativo “ladran luego cabalgamos” tan habitual en las izquierdas, la incomodidad del otro no es el reflejo necesario o la prueba irrefutable de que se están haciendo bien las cosas (acaso porque lo que se busca con los cambios legales y políticos no es tanto incomodar, suceda o no y sea o no inevitable, como ampliar derechos y libertades para el conjunto de los sujetos. Como recordaba hace unos días María Corrales, el feminismo quizá no busque tanto incomodar a los hombres como ampliar los márgenes de libertad o de emancipación colectivas).

Se puede, por tanto, legislar bien o muy bien pero comunicar mal o muy mal (por más que el mantra del “no nos hemos sabido explicar” se convierta demasiado a menudo en un recurso tan autoexculpatorio como inane); es decir, se puede legislar trasladando a la sociedad que los cambios que buscan las leyes aprobadas no solo se asientan en unos valores necesarios o justos, sino también potencialmente emancipadores para amplios sectores de la ciudadanía. Se puede, en fin, comunicar esa ampliación de derechos para unos colectivos sociales como un proceso que no resta derechos al resto, por más que, por el camino, sea necesario cuestionar y desterrar privilegios históricamente asentados.

No tengo duda de que las leyes en materia de igualdad aprobadas durante esta legislatura (con los matices críticos que legítimamente se puedan tener, y de los que dan buena cuenta algunos debates en el seno del feminismo acerca del riesgo de esencializar o naturalizar las identidades trans, o del peligro no menor de limitar la agencia de las mujeres bajo una discutible conceptualización del consentimiento), han sido del todo positivas y necesarias, amén de resultado de un consenso social seguramente mucho mayor que el expresado en el arco parlamentario. Tampoco tengo duda de que no asumir errores (cometidos por todo un Gobierno) en la redacción de una ley no es la mejor de las estrategias políticas, y que hacer de esos errores la oportunidad para emprender una batalla autoafirmativa es, sin duda, una estrategia política nefasta, por más infames que hayan sido los ataques recibidos desde de las derechas políticas, judiciales y mediáticas.

Con todo, haríamos mal en reducir las declaraciones de Sánchez a la mera preocupación por la pérdida de antiguos votantes socialistas más o menos conservadores, o a cómo esa preocupación se traduce en el cliché del varón de clase media ofendido o agraviado, cuando no amenazado por la pérdida de sus privilegios. Las declaraciones de Sánchez son, creo, síntoma de otra cosa más, de otra preocupación o interrogación suplementaria: ¿cómo habiendo sido el Gobierno más progresista que el PSOE recuerda, con las leyes más ambiciosas y avanzadas que han acertado a promulgar —voluntaria o involuntariamente—, se ha acabado movilizando más a la derecha que a la izquierda o, incluso, movilizando a la derecha y desmovilizando a la izquierda? ¿Qué explica esta asimetría socio electoral? ¿Se trata de una reacción a estos avances? ¿Es el contenido, por tanto, de las leyes y medidas el que genera esa movilización desigual a derecha e izquierda? ¿O es cuestión, más bien, de la indignación generada por los compañeros de viaje que han apoyado o permitido estos cambios? ¿Es el contenido de las leyes o la forma de aprobarlas?

Antes quizá de lanzarnos apresuradamente a responder estas preguntas, habituales hoy en columnas o tertulias y, seguramente también, en las sedes de campaña de algunos partidos, conviene quizá empezar por señalar un detalle no menor: que estas preguntas están mal formuladas. Lo están, de entrada, porque parten de una suposición, del todo habitual en los paradigmas de las izquierdas, que consiste en distinguir y separar el contenido de la forma, o lo material de lo simbólico: el contenido o materialidad de las leyes (la potencia de transformación social) de la forma (los pactos, negociaciones o acuerdos…) bajo la que han sido aprobadas (y todo aquello que simbolizan esos pactos y acuerdos). Pero no, forma y contenido no son separables, nunca lo son, y comprender su imbricación (más por instinto de supervivencia que por análisis sosegado) explica el actual crecimiento electoral y el éxito político y comunicativo de las derechas. 

Me temo, sí, que la derecha ha sabido vincular y fundir en una suerte de unidad política el contenido de las leyes del Gobierno de coalición con la forma misma en la que fueron aprobadas. Es más, ha hecho equivalentes la materialidad de esas leyes con la lógica simbólica de los pactos y acuerdos que las han permitido, y en esa equivalencia ha sabido construir un sujeto electoral y político alimentado de múltiples y contradictorias formas de descontento social. La derecha ha nombrado y trazado así una frontera que separa un nosotros (el antisanchismo) de un ellos difuso (el gobierno de coalición y sus socios parlamentarios), de manera que ha convertido las leyes (feministas, medioambientales, laborales, económicas o fiscales) en símbolos mismos de una idea de España (o de la antiEspaña) y, con ella, de toda una realidad social, cultural y política. Vale decir, ha sabido trenzar o articular una identidad o pertenencia con un programa político, precisamente lo que el Gobierno de coalición no ha podido, querido o sabido hacer. Ese es el sentido del sanchismo que pretenden derogar: una forma y un contenido indistinguibles, una identidad o pertenencia (o una traición a la identidad y la pertenencia hoy heridas, agraviadas, insultadas) y un programa de gobierno (o unas leyes que sirven a, y expresan, esa traición, ese agravio o esa disolución de la identidad y la pertenencia). 

A la izquierda le falta, sí, afirmar un nosotros del Gobierno de coalición y de sus aliados parlamentarios, es decir, alumbrar una idea y un sentido de pertenencia…

Es habitual estos días escuchar en las filas de la izquierda que la derogación del sanchismo es el significante que vela el verdadero programa, entre neoliberal y reaccionario, de la derecha española, aquel por el que se pretende acabar con los avances sociales, económicos, medioambientalistas y feministas que suponen las (más o menos tímidas) leyes aprobadas esta legislatura, una derogación que tendría como meta volver a una lógica económica depredadora que necesita de todo un aparato de justificación para la desigualdad que inevitablemente genera. Que, por tanto, el recurso a los pactos y negociaciones, al quién está detrás de la aprobación de esas leyes tanto como a la realidad simbólica que representa, que esa aparente herida u ofensa identitaria una y mil veces invocada contra Bildu, ERC o Podemos en su relación con el Gobierno del PSOE es, simplemente, un velo ideológico que oculta la verdad de la derecha. Que la forma es, por tanto, el mero recurso retórico y simbólico que sirve para ocultar el contenido material del programa de la derecha. Y que la izquierda, por tanto, no debería sino desvelar esta falacia para mostrar el auténtico rostro y las verdaderas intenciones del adversario. Desvelar la realidad que se oculta tras el recurso retórico del sanchismo.

Entiendo, qué duda cabe, el razonamiento, pero no termino de compartir ni su diagnóstico (deudor de la sempiterna pulsión de la izquierda en separar el mundo entre apariencia y esencia, interés y discurso, materia y forma), ni su única traducción política: desvelar una verdad siempre oculta, y explicársela a un electorado engañado o ignorante. Sé, claro, que podemos identificar sin demasiada dificultad una cierta verdad (material) de la derecha anidando bajo su sempiterno discurso identitario (o simbólico); sé, también, que podemos explicar cómo la policrisis que afrontamos (medioambiental, postpandémica, energética) ha obligado a profundos cambios en los paradigmas políticos y económicos dominantes que han pillado a las derechas, a la española de forma evidente, con el pie cambiado y sin discurso o programa, y sé, por tanto, que resulta tentador concluir que su apelación a lo simbólico, a la identidad nacional herida, al agravio narcisista por la pérdida de un privilegio tan económico como simbólico de parte no desdeñable de los ciudadanos, no hace sino ocultar ese vacío programático para un mundo que la derecha no parece comprender. Sé, incluso, que podemos interpretar las pugnas entre las derechas y extremas derechas españolas, sus dificultades para articular lo que queda de la herencia neoliberal y lo que viene de la reacción postfascista, como un reflejo más o menos directo de los movimientos políticos europeos, de la disputa entre los Manfred Weber y las Ursula von der Leyen, es decir, entre los que parecen dispuestos a combatir el tabú del entendimiento con la extrema derecha al tiempo que recelan de las medidas postkeynesianas para enfrentar la policrisis, y los que parecen haber abandonado el paradigma de la austeridad mientras se reafirman en una tradición liberal incompatible con el postfascismo.

Me temo que esa articulación del nosotros que ha acertado a componer la derecha no solo es tan electoralmente eficaz como culturalmente sólida, sino que refleja, precisamente, lo que 'le falta' a la izquierda

Sé que, cargados de buenas razones, podemos seguir empeñados en desvelar los verdaderos intereses y las verdaderos desafíos políticos que se esconden tras las soflamas identitarias, hacer finos análisis geopolíticos y macroeconómicos que muestren lo que de verdad está en juego, y empeñarnos así en mantener una distinción nítida entre la verdad del contenido discursivo de las derechas y su ornamento simbólico o identitario, pero creo que perderíamos así de vista, una vez más, lo esencial del juego político: que el mantra de la derogación del sanchismo no solo muestra una gran capacidad para articular forma y contenido, sino para hacerlo construyendo un nosotros, es decir, un sujeto (agraviado, revanchista, nostálgico de un orden que nunca fue y que sin duda no podrá ser, incapaz, seguramente porque no le haga falta, de alumbrar un orden futuro, por tanto puramente negativo o destituyente). Me temo que esa articulación del nosotros que ha acertado a componer la derecha no solo es tan electoralmente eficaz como culturalmente sólida, sino que refleja, precisamente, lo que le falta a la izquierda: la articulación entre forma y contenido, entre sus leyes y el conjunto de los electores que han votado a los partidos que las han negociado y aprobado. A la izquierda le falta, sí, afirmar un nosotros del Gobierno de coalición y de sus aliados parlamentarios, es decir, alumbrar una idea y un sentido de pertenencia… federal, plurinacional, contradictoria sin duda, amplia y compleja, pero, con todo, una idea y un sentido reconocible de esa pertenencia o ese nosotros, y no solo un programa de Gobierno. Y solo desde esa pertenencia común es posible representar un horizonte compartido.

Sin esa articulación entre forma y contenido, sin este nosotros complejo pero identificable, seguiremos pensando que los programas (los contenidos) pueden existir sin forma (sin símbolos, sin identidades colectivas, sin sentidos de pertenencia y sin horizontes de futuro compartido). Y sin esa articulación entre forma y contenido seguiremos también sin asumir que, en política, los afectos (como el agravio y el narcisismo herido de esa España de Feijóo y Abascal que quiere retornar a una inexistente normalidad previa al feminismo, a la crisis climática y energética, a las reivindicaciones sociales de igualdad, a la inexorable plurinacionalidad de nuestro país), que los afectos políticos, decía, son tan materiales como la reforma fiscal y la subida del salario mínimo interprofesional, y que solo se pueden combatir desde otros afectos políticos más poderosos. 

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Jorge Lago estudió Sociología en Madrid, París y Bruselas. Ha sido investigador en la Complutense y el CNRS francés, y es hoy profesor de Teoría Política Contemporánea en la UC3M, además de editor de Lengua de Trapo.

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