Boris Johnson y las lecciones del 18 Brumario

Dimite por fin Boris Johnson. Después de los ministros de Finanzas y de Sanidad y de una cascada de salidas de 37 altos cargos, entre ministros, diputados y otros, finalmente el primer ministro británico ha tirado la toalla.

El desencadenante ha sido la mala gestión de las denuncias de acoso sexual contra Chris Pincher, número dos del grupo parlamentario conservador. Johnson ignoró las quejas previas de presunto acoso por Pincher a diversos asesores o compañeros. No era tanto que hubiera hechos penales probados como la sensación de que el Gobierno minimizaba los hechos o retorcía su verdad, en un cruce de desmentidos y contradicciones que ya no pudo convencer a nadie. Pero los escándalos venían de atrás, especialmente en lo que rodeaba al llamado Partygate, las fiestas celebradas en Downing Street durante la pandemia incumpliendo las normas vigentes para evitar contagios y después, de nuevo, retorciendo la versión ante el público; sumado al desgaste producido por el Brexit, que acabó antes con Cameron y May. No ha sido tanto, entonces, un hecho terrible aislado, sino un rumor de fondo que ha ido minando la credibilidad de Johnson conforme abandonaba los telones y decorados de la campaña electoral y se asentaba en las frías y adustas estancias de la gestión diaria.

No ha sido un hecho terrible aislado, sino un rumor de fondo que ha ido minando la credibilidad de Johnson conforme abandonaba los telones y decorados de la campaña electoral y se asentaba en las frías y adustas estancias de la gestión diaria

La caída de Johnson se suma a un movimiento de fondo. Trump, el símbolo más potente de la nueva Internacional Nacionalista de 2016, se enfrenta a una comisión parlamentaria que investiga el asalto al Capitolio y su posible implicación. El presidente de la comisión ha declarado: “El 6 de enero fue la culminación de un intento de golpe de Trump”. La Lega de Salvini se encuentra en horas bajas y el FPÖ salió del gobierno austríaco por un escándalo de corrupción. Bolsonaro está 14 puntos por detrás de Lula en los sondeos para las presidenciales de noviembre. Todos ellos se auparon dominando los códigos de las redes sociales; todos ellos coquetearon con toques autoritarios; todos ellos fundaron su legitimidad en la acclamatio masiva del público; todos ellos buscaron el plebiscito cotidiano de los medios afines y los directos de Instagram; todos ellos desdeñaron las formas tradicionales del parlamentarismo; todos ellos, a la postre, gesticularon por encima de sus posibilidades.

Antes que todos ellos vino otro, de cuya estirpe beben aquellos. En 1852, Marx hizo un inolvidable retrato de Luis Bonaparte, el sobrino de Napoleón; caracterizó su golpe de Estado como repetición en forma de farsa de la tragedia anterior, el golpe de Napoleón. Era el 18 Brumario no del emperador, sino del bufón. Marx se había propuesto comprender la política francesa, en ese momento la democracia parlamentaria más avanzada del continente, con metáforas dramáticas. Definió a Luis Bonaparte como un bufón que no toma a la historia universal por una comedia, sino a su comedia por la historia universal. Mientras se dedicó a ser un bufón, a agitar los ánimos de las capas pobres más plebeyas y desorganizadas de la sociedad y a seducir al público con actos carnavalescos, argumenta Marx, su popularidad subió como la espuma. Esa fue su obra, ciertamente con algún valor literario como comedia. Pero cuando quiso tomarse a sí mismo en serio y emular al gran Napoleón, declarando a Prusia una guerra que no podía ganar, sucumbió. “El destino no tiene prisa, pero siempre llega”, anotó Victor Hugo a este respecto. Lo que se ató el 2 de diciembre de 1852, con el golpe de Estado en Francia, se desató el 2 de septiembre de 1870, con la derrota militar: la farsa del sobrino, concluye, era el reverso de la tragedia del tío.

La salida grotesca de Johnson, atrincherado en su puesto mientras una delegación de sus ministros le exigía la dimisión, es el reverso de su fulgurante victoria electoral, inédita desde Margaret Thatcher; y podría engarzarse a estos episodios de una Modernidad tardía donde la farsa y la comedia se entrelazan con el drama como forma de lo político. Es un enigma verdaderamente notable, señalaba Victor Hugo, esa especie de insidioso enigma del bufón: cómo las mayores afrentas a la ley, a la democracia y a la Constitución, la deshonra de la patria, el socavamiento del poder parlamentario, la perversión de la magistratura, el insulto al poder soberano, todo ello provino no de un villano, sino de un bufón; no de un coloso, sino de un enano; “No se decía: ‘¡Qué crimen!’, sino: ‘¡Qué farsa!’”. Algo más de un siglo después, se nos han presentado varias farsas por el estilo. La pregunta es cuánta comedia puede soportarse antes del reverso trágico.  

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