El calamar del juego

La violencia nunca es gratuita, puede parecernos que no guarda proporcionalidad respecto al resultado inmediato o al beneficio que consigue, pero creer que el objetivo último de la violencia está en la muerte o en las lesiones que produce es no conocer los elementos que la definen y las diferentes circunstancias que la acompañan. La violencia es un instrumento, no un objetivo en sí misma.

Por eso la violencia son las violencias, porque no hay un solo tipo de violencia, aunque todos terminen en el mismo resultado: una lesión física, una lesión psicológica o en la muerte. Pero las motivaciones de las que parten, los objetivos que pretenden y las circunstancias que se utilizan para llevarlas a cabo son muy diferentes y definen los distintos tipos de violencia.

Todo el mundo entiende que cuando dos bandas de narcotraficantes se enfrentan a tiros y se produce la muerte de dos de sus miembros, no tiene nada que ver con una acción terrorista que asesina a dos personas en un centro comercial, ni con un estudiante que entra en un instituto y mata a dos de sus compañeros después de disparar a varios. En todos los casos se producen dos homicidios con el mismo tipo de instrumento, un arma de fuego, pero la situación que envuelve a cada uno de esos actos violentos es completamente diferente.

Esas diferencias se ven fácilmente porque forman parte de la violencia externa relacionada con los distintos tipos de violencia delincuencial, pero cuando nos vamos a la violencia estructural y nos enfrentamos a las agresiones que se ejercen dentro de los hogares y de las relaciones de pareja, entonces aparece la confusión interesada para ocultar la violencia contra las mujeres entre otras violencias como, por ejemplo, la violencia que sufren los hombres, la que se ejerce contra las personas ancianas o la que se lleva a cabo sobre los niños y niñas. Y se confunde porque interesa hacerlo para evitar que se tome conciencia sobre el significado que hay detrás de la violencia contra las mujeres, y toda la construcción cultural que la crea y normaliza como forma de mantenerlas en el lugar que la propia cultura androcéntrica ha decidido para ellas.

En la popular serie El juego del calamar vemos a personas que de manera voluntaria se someten a diferentes competiciones que acabarán con la vida de algunas de ellas para que el resto avance hacia la consecución del premio.

Esa primera aproximación presenta la libertad de cada una de las personas que juegan como referencia y el premio final como objetivo del juego, cuando la realidad es muy diferente. En primer lugar, no existe libertad en quienes ven una opción válida en jugarse la vida como forma de salir de las circunstancias y necesidades que definen su realidad. Y, en segundo término, el objetivo real del juego no es el premio individual que se consigue al final, sino el entretenimiento que obtienen desde el principio quienes organizan el juego, para que todo suceda de ese modo y bajo las reglas que ellos han decidido.

La vida no es un juego, pero en la dinámica de la violencia contra las mujeres hay quien actúa como un calamar que juega con los elementos de nuestra cultura, e impone sus reglas para que otros participen desde la distancia en la partida que él decide

Si trasladamos la ficción a la realidad comprobamos que vivimos una “distopía de género” no porque la realidad suceda en un lugar diferente o tiempo a nuestra vida, sino porque percibimos la realidad de manera completamente ajena a los elementos que la definen, especialmente en todo lo relacionado con la desigualdad y la violencia que conlleva. Tanto que el hecho de que asesinen a 60 mujeres y a 5 niños y niñas cada año, lleva a que sólo un 0’5% de la población incluya esta situación entre los problemas graves que tenemos.

La vida no es un juego, pero en la dinámica de la violencia contra las mujeres hay quien actúa como un calamar que juega con los elementos de nuestra cultura, e impone sus reglas para que otros participen desde la distancia en la partida que él decide.

Y ese calamar es cada hombre que actúa con la violencia en primera línea en representación de quienes permanecen invisibles, al amparo de un sistema que les da los beneficios del poder, y les proporciona el entretenimiento de los privilegios para que los usen cuando decidan y como ellos quieran.

De ese modo, mientras muchos disfrutan de la realidad social de la desigualdad, cada calamar cumple los mandatos establecidos en las reglas, y las mujeres sometidas a la desigualdad y la discriminación que intentan salir para alcanzar el “premio de la libertad”, se ven sometidas a la violencia de esos hombres mientras el resto se comporta como si no tuviera nada que ver con todo ello.

Es la trampa que impone el calamar del juego, primero crea unas condiciones en las que las mujeres pierden derechos y oportunidades, luego hace que se vean sometidas y discriminadas bajo las circunstancias más diversas, y después se dice que son las mujeres, las “malas mujeres”, las que actúan en contra de las reglas, simplemente por querer salir de la injusticia social que viven. Y cuando son asesinadas, agredidas y violadas, no miran a los agresores que ejercen la violencia, y mucho menos a quienes permanecen ocultos entre la normalidad y el silencio, sino a las mujeres por haberse excedido en su enfrentamiento con el marido, por haber salido hasta altas horas, por acudir a determinados lugares o vestir una ropa provocativa.

Y cuando miran a los hombres es cuando ya han caído eliminados en su juego del calamar, un juego en el que la normalidad actúa como la tinta que oculta la realidad y oscurece la conciencia, para de ese modo poder seguir escapando de la responsabilidad histórica que tenemos los hombres.

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Miguel Lorente Acosta es médico y profesor en la Universidad de Granada y fue Delegado del Gobierno para la Violencia de Género.

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