“Confesiones” de un rey Clara Ramas San Miguel
Ciudadanía cosmopolita
Cuenta Diógenes Laercio que preguntaron una vez a Diógenes el Cínico de dónde venía y su respuesta fue: soy kosmopolités, “ciudadano del mundo”. En aquel momento, ficticio o no, comenta Martha Nussbaum, tuvo lugar el acto fundacional del conocimiento político cosmopolita en la herencia occidental. Un varón griego, comenta, “insiste en definirse atendiendo a una característica que comparte con todos los demás seres humanos, hombres y mujeres, griegos y no griegos, esclavos y libres” (La tradición cosmopolita, Paidós, Barcelona). Conforme al testimonio de Diógenes Laercio, Diógenes el Cínico se burlaba de la nobleza del nacimiento y de la fama, y de todos los otros timbres honoríficos, diciendo que eran adornos externos del vicio. Decía que solo había un gobierno justo: el del universo [kosmos]”.
Otra experiencia de Diógenes el Cínico ratifica su reconocimiento de la irrenunciable dignidad como ser humano por encima de jerarquías y promesas imperiales. Alejandro Magno pasó un día junto a él mientras estaba tomando el sol en el mercado. El emperador le dijo que podía pedirle lo que deseara y que inmediatamente se lo concedería. La respuesta del filósofo no se hizo esperar: “Sepárate, no me hagas sombra”. La dignidad para Diógenes el Cínico no conocía jerarquías.
La ciudadanía cosmopolita y global, que inauguró el filósofo cínico de Sinope hace veinticinco siglos, es negada por lo general en las constituciones y legislaciones de los países democráticos, especialmente en las leyes de extranjería, que vinculan y reducen la ciudadanía a la nacionalidad o a la nación, de forma que solo se considera sujetos de derechos a las personas nacionales y se excluye al resto. Estamos ante una concepción discriminatoria y excluyente de la ciudadanía.
Conforme a la lógica cosmopolita de la ciudadanía, defendida teórica y prácticamente por el filósofo griego, deben reconocerse la dignidad y los derechos, que son indivisos, a todos los seres humanos, independientemente de su procedencia geográfica, del color de la piel, la etnia, la cultura, la religión, la clase social, el género y la identidad sexual: derechos de reunión, de expresión, de asociación, de residencia, derecho a la vivienda, al trabajo, a la cultura, a la educación, a los servicios sociales, a los servicios sanitarios, derechos políticos, sociales, económicos, en fin, a una vida digna.
¿Por qué hay que negar los derechos fundamentales y la plena ciudadanía a las personas migrantes que viven, trabajan, pagan sus impuestos y contribuyen a mejorar las condiciones de vida de los países adonde llegan?
La ciudadanía tiene que ser abierta, hospitalaria, inclusiva, con capacidad para reconocer sin restricciones dichos derechos a las personas migrantes, refugiadas y desplazadas. ¿Por qué hay que negar los derechos fundamentales y la plena ciudadanía a las personas migrantes que viven, trabajan, pagan sus impuestos y contribuyen a mejorar las condiciones de vida de los países adonde llegan? El fundamento de la ciudadanía cosmopolita radica en la igual dignidad todos los seres humanos y en la fraternidad-sororidad. Si no se reconocen la misma dignidad y los mismos derechos a todos los humanos en la práctica, los discursos universalistas no pasarán de ser abstractos y puramente retóricos, es decir, vacíos de contenido.
La ciudadanía global nos exige luchar contra el racismo, la xenofobia, la islamofobia, la aporofobia, el antisemitismo, el patriarcado, el colonialismo, los fundamentalismos, los populismos excluyentes, el supremacismo blanco en todos los terrenos: campos de deporte, publicidad, lugares de trabajo, vecindario, escuela, familia, política, medios de comunicación, lugares de ocio, etc.; contra las actitudes excluyentes y los discursos y delitos de odio hacia las personas, las culturas y las etnias diferentes, que con frecuencia desembocan en prácticas violentas y son la mejor expresión de la idea selectiva de la ciudadanía.
El poeta y político senegalés Léopold Senghor, muy crítico del colonialismo, escribió: “Querido hermano blanco: Cuando yo nací, era negro, cuando crecí era negro, cuando me da el sol, soy negro, cuando estoy enfermo, soy negro, cuando muera, seré negro. Mientras tanto, cuando tú naciste, eras rosado, cuando creciste eras blanco, cuando te da el sol, eres rojo, cuando sientes frío, eres azul, cuando sientes miedo, eres verde, cuando estás enfermo, eres amarillo, cuando mueras, serás gris. Entonces, ¿cuál de los dos es un hombre de color?”.
Noble e irrenunciable es el ideal cosmopolita de Diógenes el Cínico y del político senegalés Léopold Senghor, pero resulta imperfecto mientras no se llegue a su plena realización. El actual neocolonialismo y las brechas de desigualdad entre el Norte global y el Sur global lo impiden.
Dos hechos recientes confirman el carácter selectivo de la ciudadanía. Uno ha sido el anuncio por parte del secretario de Seguridad Nacional de Estados Unidos de ampliar el muro fronterizo con México al sur de Texas. La respuesta de la secretaria de Relaciones Exteriores de México no se ha hecho esperar: “Nosotros preferimos edificar puentes y no muros”.
Otro hecho ha tenido lugar en la cumbre de los líderes de la Unión Europea celebrada en Granada, donde hemos podido comprobar que la Unión Europea está asumiendo las posiciones de los Gobiernos más duros en materia de inmigración, se muestra cada vez menos hospitalaria y amenaza con un endurecimiento que va a implicar flagrantes violaciones de los derechos humanos de las personas y los colectivos migrantes y una mayor criminalización de las organizaciones comprometidas en salvar vidas humanas que se encuentran en peligro. Ese no es el camino.
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Juan José Tamayo es teólogo de la Liberación y autor de 'Teologías del Sur. El giro descolonizador' (Trotta).
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