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Los cojones de don Estanislao

Ian Gibson

Sospecho que muchos de los enlutados que se desplazaron al Cementerio Civil de Madrid para despedir a Almudena Grandes, que tan a deshora se nos ha ido, no habían pisado nunca antes el pequeño recinto: sanctus santorum —si se me permite la ocurrencia— de la España laica, roja, progresista, atea, agnóstica y anti-esencialista, donde yacen, entre otros, los prohombres de la Institución Libre de Enseñanza, fundada en 1876 por Francisco Giner de los Ríos y sus compañeros. Más que a Antonio Machado (cuyas dos Españas no son precisamente las que se le suele atribuir, sino una que muere y otra que bosteza), el Cementerio Civil madrileño siempre me hace más bien pensar en Larrra, en su “Aquí yace media España: murió de la otra mitad.” 

La derechona (Umbral) de hoy, igual a sus predecesores, sigue queriendo acabar con “la otra mitad”, quitarla de en medio, aunque sea figurativamente, suprimirla, menospreciarla, humillarla, tenerla a su servicio a modo de aparcero. Es como si no hubiera avanzado ni un paso.

Su reacción ante la intempestiva muerte de la autora de Inés y la alegría y Episodios de una guerra interminable es sintomática. Cabe suponer que, si algunos de sus prohombres o mujeres hubiesen leído a Grandes, algo positivo habrían dicho al respecto. A la vista de su fuerza, profunda humanidad y, sí, sincero madrileñismo. Y que habrían apoyado la iniciativa de nombrarla hija predilecta de la ciudad, o que tuviera en ella  una calle o plaza a su nombre. Pero, que uno sepa, no han dicho ni pío. Me parece ruin, abyecto, patético, hondamente decepcionante. Sobre todo la actitud de Ciudadanos, pues del PP y de Vox, siendo realistas, ¿qué podíamos haber esperado?

Me imagino que a muchos de los que acudieron al Cementerio Civil para llorar a la gran novelista les cogió desprevenidos la panoplia de monumentos destacados que alberga el enclave, sobre todo los relativos a la fracasada República de 1873, tres de cuyos presidentes del poder ejecutivo están aquí (el que falta, Emilio Castelar, se encuentra en la sacramental de San Isidro, al otro lado del Manzanares). ¿Cómo no impresionarse ante el imponente mausoleo de Nicolás Salmerón, con su inscripción “Dejó el poder por no firmar una sentencia de muerte”? ¿O ante el de Franciso Pi i Margall, “político, historiador, estadista, crítico, filósofo y literato, maestro de los federales”, cuyos consejos, de haber sido seguidos, nos asegura a continuación su epitafio, habrían evitado que España perdiera sus colonias (lo cual ya me parece más dudoso)?

La tumba de Estanislao Figueras es más modesta. “El Partido Orgánico de Valencia a su ilustre gefe [sic], 1892”, se limita a decir su lápida.

Del político levantino admito saber poco. Pero me entusiasma lo que dicen que dijo cuando anunció en plena Cámara su decisión de abandonar la presidencia: “Señorías, voy a serles franco, estoy hasta los cojones de todos nosotros”.

¡De todos nosotros, él incluido! Entiendo que estuviera hasta los mismísimos, porque aquellos políticos, muchos de ellos a su manera muy competentes, iban demostrando ser incapaces de llegar a unos mínimos acuerdos para consolidar el régimen republicano, que era lo que importaba, hundiendo así el proyecto y facilitando la vuelta de los Borbones. Vino lo que vino, el Tejero de entonces tomó el Congreso, y pasarían casi sesenta años antes de la llegada de la Segunda República, a su vez minada, antes de nacer,  por sus potentes enemigos dentro y fuera de casa.

La secular dificultad padecida por los habitantes de este país para formar consensos, pactar coaliciones, ha sido señalada, desde tiempos casi inmemoriales, por los observadores extranjeros, no sé si empezando con Estrabón. Algo debe de haber, dios sabe si en los genes, que se les hace complicado modificar sus criterios, sus idées fixes, ante las pretensiones o razones ajenas, sean las que sean.

La secular dificultad padecida por los habitantes de este país para formar consensos, pactar coaliciones, ha sido señalada, desde tiempos casi inmemoriales, por los observadores extranjeros

Se percibe por doquier, hogaño como antaño, la negación a escuchar al otro, a aprender del otro, la tendencia a discrepar por discrepar. Se nota en el insistente griterío de las terrazas, de los bares, en el empeño de imponer a toda costa el criterio personal. De no escuchar al prójimo. De negarse a dialogar, en el verdadero sentido del concepto.

Hace unos días me pasó, en un local de mi barrio de Lavapiés, algo que no me ha ocurrido nunca en ningún rincón de España, ni en la peor compañía. Y fue que un señor para mí desconocido me espetó de repente, volviéndose hacia mí desde la mesa adyacente, mientras yo estaba tranquilamente leyendo mi periódico, que la guerra civil de 1936-1939 fue “absolutamente necesaria”. Inquirí por qué. “Para impedir que los rojos se hiciesen con el país y nos matasen a todos”. Le pregunté si había leído algo mío sobre algún aspecto del contencioso. Me dijo que no. Le pregunté si sabía quién era. Repitió que no, pero que le constaba que era inglés. Lo negué con mi vehemencia al respecto habitual. Pero le daba igual. Le pedí que me dejara en paz, que me negaba a escucharle más. Finalmente desistió. Destilaba odio, resentimiento, despecho. Lo malo, pensé para mis adentros, lo realmente malo, es que los fachas y casi fachas te provocan una reacción visceral. Quieren que te rebajes a su nivel de agresividad. Y eso cuando uno hace todo lo posible por ser una persona comedida.   

A veces, viendo el espectáculo que se monta día tras día en el “Parlamento”, que se supone que está para “parlar”, no insultar, a uno se la cae el alma al suelo.

¿Por qué no acceder a buscar consensos razonables? El tema catalán, por ejemploEn toda la bendita península Ibérica se habla latín, en una u otra versión puesta al día. También en Euskadi. Lo cual es una riqueza cultural extraordinaria. ¿A quién, además, con la suerte de nacer hablando dos idiomas románicos, uno de los cuales es de irradiación mundial, se le ocurriría vivirla como afrenta? ¡Habría que ser tonto del culo (o sea, para entendernos, del cul)! ¡Si hasta los irlandeses, cuyo idioma fue suprimido a sangre y fuego por los británicos, se vanaglorian, no solo de hablar un inglés rico, sino de haber producido a más premios Nobel por metro cuadrado del mundo, ninguno de los cuales se expresaba en la lengua por desgracia perdida, sino en un inglés enriquecido, eso sí, por la presencia celta subyacente!.

Luego, que se me permita mencionar otro asunto sintomático. En España se siguen publicando libros de investigación, obras serias que han costado mucho trabajo, huérfanos de índice onomástico, sin que editores y autores parezcan haberse dado cuenta todavía, y ya era tiempo, de su necesidad imprescindible como herramienta de trabajo. Llevo años denunciándolo. Acabo de comprar un título que varias personas me han recomendado: España, de Santiago Alba Rico, publicada en enero de este año por Lengua de Trapo, y ahora en su segunda edición. No lleva índice onomástico. Apenas me lo puedo creer. Tampoco otro libro de la misma editorial madrileña, esta vez de José Luis Villacañas, Imperialismo y el populismo nacional-católico (2019). Me ha fascinado el ensayo. Lo he leído de cabo a rabo, subrayando. Pero, si quiero repescar un nombre específico, no hay manera. Porque carece de índice. Podría mencionar docenas de casos iguales. Esto no va de derechas ni de izquierdas. Va de torpeza profesional de editores y autores. Y de una falta de cortesía radical hacia el lector.

Estoy cansado de ser un perdonavidas, pero mi país de adopción me lo pone a veces muy difícil.

Noto con entusiasmo que están preparando ya su floración, con una energía asombrosa, las dos orquídeas que están en mi ventana. Y que las gaviotas han vuelto, miles y miles de ellas, a Madrid. Hay esperanza, pues, de primavera, de vida, de renovación. A ustedes les deseo, de corazón, un satisfactorio fin de año y, si es posible, muchos momentos de felicidad a lo largo del que está a dos pasos.

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Ian Gibson es hispanista, especialista en historia contemporánea española, biógrafo de García Lorca, Dalí, Buñuel y Machado.

Sospecho que muchos de los enlutados que se desplazaron al Cementerio Civil de Madrid para despedir a Almudena Grandes, que tan a deshora se nos ha ido, no habían pisado nunca antes el pequeño recinto: sanctus santorum —si se me permite la ocurrencia— de la España laica, roja, progresista, atea, agnóstica y anti-esencialista, donde yacen, entre otros, los prohombres de la Institución Libre de Enseñanza, fundada en 1876 por Francisco Giner de los Ríos y sus compañeros. Más que a Antonio Machado (cuyas dos Españas no son precisamente las que se le suele atribuir, sino una que muere y otra que bosteza), el Cementerio Civil madrileño siempre me hace más bien pensar en Larrra, en su “Aquí yace media España: murió de la otra mitad.” 

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