Torrejón, un modelo mortal Pilar Velasco
La política está hecha de parches. No existe, ni con revoluciones ni con reformas, un momento que lo cambie todo, porque no existe algo parecido a un evento definitivo en el que se alcance el fin de la política: no puede existir la Ciudad de Dios de San Agustín, una República perfecta, una Nación purificada o un libre mercado armonioso en la Tierra. La política, por definición, excluye la posibilidad de que todo se haya logrado de manera definitiva y para siempre; esto es, excluye la posibilidad de que algo se llene por completo. Es una dialéctica eterna que nunca alcanza una síntesis y siempre permanece abierta.
Esa imposibilidad de un final que acabe con el agonismo y el antagonismo —es decir, con la disputa y con el conflicto— es lo que deja abierta la puerta a una transformación, a un avance o un retroceso. Esto no significa que los horizontes no existan y las aspiraciones carezcan de sentido. Al contrario, los horizontes proyectados son la gasolina que mueve a la política. La paradoja reside en la imposibilidad de alcanzar ese horizonte de un modo concluyente, pero es esa aproximación asintótica hacia el horizonte lo que hace posible la política: esa distancia infinita permite su construcción y avance cotidiano.
¿Cuál es la verdad de la política? El conflicto infinito entre las partes que componen una sociedad. De ahí que la democracia nunca pueda ser plena; eso es una aberración. Se avanza o se retrocede, pero nunca se alcanza su plenitud. La política, como el deseo, nunca se puede satisfacer y colmar del todo, porque siempre queda un resto. De lo contrario, el deseo dejaría de existir. El deseo existe porque se desea lo que falta, lo que no se alcanza, y se mueve eternamente por conseguir lo posible, intentando lo imposible una y otra vez.
Parches, conflicto, deseo y horizontes. ¿Qué tiene que ver todo esto con la universalidad de las políticas públicas? Que los parches se inscriben en un horizonte deseable dentro de un conflicto de fuerzas. El derecho se sustenta sobre la capacidad de hacerlo real, es decir, sobre la fuerza que lo impulsa.
Un derecho es algo que obtienes por el mero hecho de existir y una ayuda se da a cambio de cumplir unas condiciones: si eres padre o madre, permiso de maternidad y paternidad; si eres mayor de edad, puedes votar; si alcanzas determinada edad, accedes a la jubilación… Que algo sea universal no quiere decir que, necesariamente, sea para todo el mundo: si no tienes hijos, no tienes el permiso; si no tienes 18 años, no puedes votar; si no alcanzas una edad, no te puedes jubilar. Que la prestación para las gafas tenga un límite de edad no lo hace menos universal, porque incluye a todas las personas dentro de un límite de 16 años.
¿Qué se critica? ¿Que solo se garantice la prestación hasta los 16 años o que se garantice a cualquiera que tenga 16 años? La primera objeción se resuelve ahondando y ampliando a más grupos de edad la misma lógica de la universalidad. Un siguiente paso sería apuntar hacia otro objetivo: que exista un proveedor público de gafas y, así, ampliar la libertad de elección ciudadana. Otro paso, en la misma senda, sería ampliar la cartera de servicios ofrecida por el servicio público: dentista, fisioterapeuta, nutricionista, psicólogo…, y, a partir de ahí, combinarlo con una renta básica incondicional, vivienda barata y segura, menos tiempo de trabajo… Ese sería un enfoque ambicioso que marca un horizonte deseable para ir sumando nuevos parches a la ecuación.
La universalidad es la mejor forma de hacer llegar un derecho a quien más lo necesita porque se eliminan todas las trabas condicionantes. Es la mejor forma de evitar que se estigmatice a los más pobres
La segunda crítica, la de que se garantice a cualquiera acceder al derecho, lo que hace es poner en cuestión el propio horizonte. La crítica la plantean, seguramente motivados por razones diferentes, tanto neoliberales como algunas personas que se autodenominan de izquierdas. Ambos cuestionan la propia universalidad y consideran que deben establecerse ayudas solo para quienes “de verdad lo necesitan”.
Los primeros consideran una aberración la universalidad porque implica obligar a quien no quiere a asumir el coste de otros. Si el mercado lo puede proveer, aunque sea más caro, ¿para qué tiene que hacerlo el Estado? En todo caso, si alguien no puede acceder por la vía del mercado, que se le ofrezca una ayuda temporal y controlada. Es el modelo neoliberal para denigrar lo público y retroceder de la condición de ciudadanía a un modelo de beneficencia.
Los segundos también opinan lo mismo: les parece una aberración la universalidad porque implica obligar a quien no quiere a asumir el coste de otros, solo que, en este caso, se considera que es el obrero quien le paga el derecho al millonario. Lo que debe hacerse, según esta visión, es asignar una ayuda por renta, para que la obtenga quien de verdad lo necesita. Pero la universalidad funciona a la inversa: se trata de que los más ricos —tanto más cuanto más ricos— financien el derecho de aquella población que no se lo puede permitir. Si alguien gana 1.000, recibe 10 y paga 100, no se le está regalando nada. Si esa fiscalidad no opera así, entonces lo que habrá que adecuar es la fiscalidad, no poner en duda la implementación de un derecho universal.
La universalidad es la mejor forma de hacer llegar un derecho a quien más lo necesita porque se eliminan todas las trabas condicionantes. Es la mejor forma de evitar que se estigmatice a los más pobres, y es la mejor forma de evitar agravios entre quienes se ven excluidos por no ser suficientemente pobres. Lo contrario no es un derecho, es una ayuda, y se requiere que se demuestre que uno es pobre y merecedor de ella, lo cual suele dejar fuera a los más pobres que ni siquiera hacen la declaración de la renta y se ven obligados a entrar en un laberinto burocrático que, además, tiene un coste económico de control añadido.
Un derecho puede ser un servicio o una prestación: puede ser tener acceso al pediatra o puede ser implementar una prestación económica por hijo a cargo, o una renta básica universal. Que sea o no monetario no determina si es o no un derecho universal. Lo que sí importa es intensificar la ambición y el deseo por avanzar hacia ese horizonte que acelere la implantación de parches.
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Jorge Moruno es sociólogo por la UCM y actualmente diputado de Más Madrid en la Asamblea de Madrid.
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