El funeral de Benedicto XVI: sobrio, solemne… y patriarcal

He podido seguir el funeral del papa emérito Benedicto XVI como comentarista de Radio Nacional, primero, y como participante en el programa Hablando claro de TVE. A decir verdad, si no hubiera sido por ambas invitaciones, que agradezco, quizá no hubiera seguido la ceremonia entera y con tanto interés, porque no soy muy dado a este tipo de celebraciones litúrgicas.

Creo que el funeral ha respondido plenamente al deseo de Benedicto XVI de que fuera “sobrio y solemne”. A ello habría que añadir otro adjetivo: tradicional, conforme a la figura del papa emérito. No he encontrado un solo gesto que se desviara del ritual funerario clásico. Todo estaba controlado al milímetro y respondía a las rúbricas litúrgicas establecidas. Era la mejor ejemplificación del carácter repetitivo y falto de creatividad de no pocas de las ceremonias de la iglesia oficial. 

Tras seguir las imágenes de la Plaza de San Pedro, que vi con toda nitidez a través de una pantalla gigante, me atrevo a introducir un nuevo adjetivo: la ceremonia fue patriarcal. En la Plaza de San Pedro las personas asistentes al funeral eran mayoritariamente mujeres, como lo son por lo general en las celebraciones religiosas de la Iglesia católica: misas, rezo del rosario, procesiones, etc. Sin embargo, hubo una ausencia total de mujeres en el altar, ni siquiera monaguillas, ministerio que ya les está reconocido. Todo el protagonismo y visibilidad fue para los obispos, los cardenales, 4.000 sacerdotes concelebrantes y el Papa Francisco, este con una presencia discreta.

No me acabó de gustar la referencia en toda la homilía a dios como padre, que venía a reforzar el carácter patriarcal de la ceremonia. (...) recordaba la afirmación inclusiva del papa Juan Pablo I en uno de sus discursos: “Dios es padre pero también madre”

Es la mejor expresión del patriarcado eclesial —más bien, eclesiástico—, que legitima el patriarcado político, laboral, educativo, social, etc.; del clericalismo que se apropia de la eclesialidad que corresponde a todos los cristianos y cristianas y de la invisibilidad a la que son sometidas las mujeres en la Iglesia católica. Ellas siguen siendo mayoría silenciada e invisible, a pesar del protagonismo que tuvieron en el movimiento de Jesús y en el cristianismo primitivo.

Hace unos años fue condenado el libro de la teóloga Lavinia Birne Mujeres en el altar porque reclamaba el acceso de las mujeres al ministerio sacerdotal y, en consecuencia, el acceso de las mujeres al altar como símbolo de la visibilidad y del protagonismo que les corresponde en la comunidad cristiana, donde todas las personas son iguales por el bautismo y no caben discriminaciones por razones de género ni de identidad sexual. Esa fue la práctica del movimiento que puso en marcha Jesús de Nazaret como comunidad de hombres y mujeres iguales.

Una de las escenas en las que puse especial atención fue el lugar donde se encontraban las cuatro mujeres laicas que acompañaron a Benedicto XVI y le atendieron en el convento de Mater Eclessiae durante los casi diez años de emérito. No estaban en el altar “con-celebrando” con quienes presidían el funeral, ellas que “con-celebraron” con Benedicto a diario la eucaristía. Quiero tener un recuerdo muy agradecido hacia ellas por su práctica de la ética del cuidado, que suele ser invisible y poco reconocida.

Está claro que las discriminaciones de género y de identidad sexual siguen vigentes en la Iglesia, no sólo en las ceremonias litúrgicas, sino también en la exclusión de los espacios de responsabilidad donde se toman las grandes decisiones que afectan a toda la Iglesia, en la prohibición de la presidencia de la eucaristía y de la representación de Dios y de Jesús de Nazaret, por ser mujeres.

Escuché la lectura de los textos bíblicos y la posterior homilía leída por el Papa Francisco con mucho respeto. Las lecturas elegidas fueron un texto de Isaías, la primera Carta de Pedro y el evangelio de Lucas. Me pareció una buena elección. La homilía, breve, por cierto, lo cual es muy elogiable, fue un texto poético, estético, intimista y cargado de simbolismo, muy propio del género literario utilizado con frecuencia por Benedicto XVI. Rompía la formalidad de la ceremonia y nos introducía en un clima de recogimiento e interioridad. Me gustó que no fuera un panegírico del difunto, una glosa de sus méritos, una apología de vida. Solo al final Francisco citó a Benedicto y le llamó “fiel amigo del Esposo”, siguiendo con el simbolismo.   

Eché en falta, sin embargo, la dimensión social que caracteriza los escritos y las intervenciones públicas de Francisco. Se me dirá que no era el momento. Quizá, pero creo que la referencia a la “opción por los pobres” es el distintivo ético del Evangelio y debe serlo de los seguidores y seguidoras de Jesús de Nazaret. No me acabó de gustar la referencia en toda la homilía a dios como padre, que venía a reforzar el carácter patriarcal de la ceremonia. Cuando escuchaba la palabra padre recordaba la afirmación inclusiva del papa Juan Pablo I en uno de sus discursos: “Dios es padre, pero también madre”.

Si se iniciara una súbita canonización, debería llamarse a declarar, como testigos, a las teólogas y los teólogos sancionados por el cardenal Ratzinger durante su presidencia de la Congregación para la Doctrina de la Fe

No comparto la utilización de la metáfora del pastor y las ovejas para referirse a la relación entre los dirigentes religiosos y las personas cristianas. La impresión que me produce tal metáfora es la de sumisión de los fieles y de una actitud “borreguil” bajo el mando del pastor. Es verdad que Francisco ofrece otro significado, citando la homilía del inicio del pontificado de Benedicto XVI: “Apacentar quiere decir amar, y amar requiere también estar dispuestos a a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas…”.

De acuerdo. Me parece una nueva y sugerente interpretación de la metáfora, vinculada al amor y a la solidaridad en el sufrimiento. Pero, aun así, creo que habría que renunciar a ella por las connotaciones indicadas y utilizar otras metáforas que reflejan comunión y sintonía como la de la vida y los sarmientos. Se me dirá que los evangelios ponen en boca de Jesús la metáfora del pastor y las ovejas. Es verdad, y me parece bien. Pero hay que tener en cuenta que el ambiente en que se movía Jesús era campesino y pastoril.

Sí me gustó la referencia que hizo Francisco al final de la homilía a las mujeres del Evangelio que fueron al sepulcro “con el perfume de la gratitud y el ungüento de la esperanza”. Se encuentra en plena sintonía con los relatos evangélicos que presentan a las mujeres como las primeras testigos de la Resurrección. Si la experiencia de la Resurrección constituye el origen de la Iglesia cristiana, bien podríamos decir que las mujeres son sus verdaderas iniciadoras y que sin su testimonio difícilmente hoy existiría la Iglesia cristiana.

Termino con la referencia a una pancarta desplegada por una persona del público congregado en la plaza de San Pedro que decía “santo subito”. Estaba en su perfecto derecho a pedir la súbita canonización de Benedicto XVI. Pero yo creo que, si ese proceso se iniciara, bien fuera súbitamente o pasado un tiempo, debería llamarse a declarar, como testigos, a las teólogas y los teólogos sancionados por el cardenal Ratzinger durante su presidencia de la Congregación para la Doctrina de la Fe a lo largo de casi un cuarto de siglo. Quizá harían de “abogados del diablo”. Y con razón. De momento, descanse en paz Joseph Ratzinger, papa emérito Benedicto XVI.

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Juan José Tamayo es emérito honorífico de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones. Su último libro es 'La compasión en un mundo injusto' (Fragmenta Editorial, 2021).

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