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A las puertas del abismo

Empiezo estas líneas a tres días del 23J, aunque muy probablemente usted las leerá el propio día 23. Lo hará, pues, a tiempo de ir a votar si aún no lo ha hecho o tiene dudas de hacerlo, así que solo puedo empezar con una súplica, o una invitación: vaya a votar, no dé el resultado por descontado, no le pueda la sensación de derrota, desconfianza o indiferencia, nada está aún cerrado. Vaya usted a votar con alegría o, como señalaba hace unos días Santiago Alba, con tristeza, pero vote a Sumar, al PSOE, a ERC, a Bildu, a cualquier partido que pueda conservar, e incluso hacer avanzar, unos derechos, unas conquistas sociales y unas mínimas condiciones de vida hoy en evidente riesgo. No se deje llevar por la resignación, la decepción con los cercanos o el odio, tampoco por la creencia en la pureza o la particularidad de unas ideas que siente tan personales y únicas que no parecen encontrar respaldo en ninguno de los partidos que este domingo se presentan. Tampoco deje que le invada una perversa atracción, más habitual de lo que muchas veces nos gusta reconocer, por la que se acaba ocultamente deseando que lo imaginable se vuelva real y que, de una vez por todas, suceda lo peor. Evite, sí, la muchas veces inconsciente e inconfesada pulsión de ver realizado el mayor de nuestros temores, como si volviéndolo real, tangible e inmediato pudiéramos relacionarnos mejor con él, o contra él. Eso nunca pasa. Más bien lo contrario.

Así que vote, por favor. Hágalo por todos aquellos que, en caso de victoria de las derechas, tendrán sin duda la vida mucho más difícil. Por los que pagarán más caros sus alquileres o se verán expulsados de sus casas mientras sus salarios decrecen (sí, lo sé, todo esto ya sucede, pero es evidente que puede ir a peor, a mucho peor). Vote por todos aquellos, aquellas y aquelles que quieren expresar libre y públicamente a quiénes aman, cómo desean o se identifican. Por las mujeres que no quieren ver respaldados, reconocidos o encumbrados a todos esos varones que siguen sintiendo la necesidad de afirmar su poder (o, más bien, su ridícula falta de poder) frente a ellas o contra ellas. Por los jubilados y jubiladas que verán sus pensiones crecer muy por debajo de lo que crece el coste de seguir viviendo. Vote, incluso, por esos agricultores que miran con simpatía a VOX o al PP porque les prometen seguir extrayendo agua ilimitada incluso de pozos ilegales, pero a costa de que acabemos en muy poco tiempo, ellos y todos nosotros, sin agua, sin campos, sin vida. Vote por medidas que puedan enfrentar el cambio climático y permitan algún tipo de futuro (¡incluso de presente!) común; medidas que, además, sirven seguramente de pilar para nuevos o renovados modelos productivos, amén de nuevas formas de vida. Vote por una relación de apertura y respeto a la diferencia entre los distintos pueblos e identidades que históricamente han conformado nuestro país o, si lo prefiere, nuestro Estado. Vote si no quiere que nuestra identidad colectiva, también la personal, esté construida desde la oposición, el resentimiento y el odio entre semejantes o vecinos. Vote, también, por su tiempo.

En el peor de los casos, vote si quiere evitar que gobiernen el resentimiento, el odio y el rencor, pasiones que solo pueden alumbrar un presente atrapado sin retorno en el pasado

Sí, por su tiempo de vida y su tiempo libre, por reducir el tiempo que le dedicamos a la necesidad y por ampliar el que nos hace libres, por más que sea siempre una libertad condicionada, amenazada y, no pocas veces, amordazada. Vote por que ese tiempo ampliado y liberado pueda expresarse, a su vez, libremente, es decir, por disponer de instituciones públicas y espacios comunes abiertos a la diferencia y la exploración de nuevas ideas, sentidos y afectos… o, lo que es lo mismo, vote por una cultura libre. Vote, también, por que el disfrute y la producción de esa cultura libre sea posible gracias a condiciones de vida aseguradas. Vote, pues, por una comprensión de la libertad asentada en la seguridad material y, por tanto, en la igualdad social. 

Y vote a pesar de que tenga la firme sospecha, y sin duda le asistirán buenas razones para tenerla, de que muchas de estas aspiraciones que vengo de enumerar no se vayan a cumplir, o no del todo. Sí, lo sabemos bien, estas demandas podrán acabar en meras promesas electorales, o traducidas en leyes que, una vez más, se queden cortas. Es posible, pero tenga la certeza de que cuanto más lejos estemos de ver esas aspiraciones reflejadas en las intenciones y las declaraciones de los partidos y los debates parlamentarios, menos posibilidades habrá siquiera de imaginarlas o reivindicarlas. La derrota de aquellos que respaldan, aunque luego traicionen, esas ideas y aspiraciones no abre un espacio virgen a la verdadera alternativa, sino al puro y duro desierto de la reacción. Vote, pues, si aspira a alguna forma de futuro. Y, en el peor de los casos, vote si quiere evitar que gobiernen el resentimiento, el odio y el rencor, pasiones que solo pueden alumbrar un presente atrapado sin retorno en el pasado.

Dicho esto –y lo diré más veces: ¡vote, voten, votad!–, escribo hoy una columna sobre las elecciones que se publicará el día de las elecciones sin, claro, conocer el resultado de las elecciones (capacidad solo al alcance de Narciso Michavila). No es fácil. Pero quizá la dificultad sea, en el fondo, una ventaja: la de no convertir el resultado, una vez sabido, en un dato inevitable, en la consecuencia necesaria de un proceso histórico y, por tanto, el punto de partida indiscutido de todo análisis. Parecerá una obviedad, pero estamos tan acostumbrados, al menos en las izquierdas, a reducir el juego político al reflejo de alguna necesidad (histórica, económica, en cualquier caso estructural), que escribir sobre las elecciones sin conocer su resultado permite pensar la política desde lo que, muy probablemente, mejor la defina: la contingencia, la apertura de lo posible, lo indeterminado. 

Digo esto porque, aunque no pueda anticipar si a partir de mañana nos adentraremos en el lado oscuro de la historia, nos salvaremos por los pelos o quedaremos emplazados a un empate entre bloques y a una eventual repetición electoral, sí puedo imaginar con facilidad lo que, una vez desvelado el misterio, sucederá a continuación en columnas, tweets y artículos expertos: un despliegue de hipótesis con apariencia de tesis sobre la evolución del contexto internacional y las consecuencias del auge y la crisis del neoliberalismo, sobre la concentración de los medios de comunicación españoles o la pesada herencia de la Transición en la patrimonialización que ha hecho la derecha de los poderes del Estado y de sus cloacas… unas tesis que, en caso de derrota, se convertirán en los elementos inequívocos de lo que tenía que pasar. Siempre, claro, desde esa verdad tautológica, porque retrospectiva, que surge de contar la historia sabiendo cómo acaba. 

Así que, en el fondo, quizá no sea tan mala idea preguntarse hoy, desde esta incómoda incertidumbre, qué nos ha podido pasar para que estemos a las puertas (ya veremos si al final no era tan fácil abrirlas) de que unas derechas sin proyecto conocido, asentadas en el más descarnado nihilismo, en el resentimiento y en el odio, puedan ganar las elecciones después de una legislatura que, con sus errores, insuficiencias y torpezas, ha acabado haciendo cierto aquel eslogan, un tanto venido arriba, de que estábamos ante el Gobierno más progresista de la historia.

La estructura de la propiedad de los medios de comunicación españoles, el poder en la sombra que la derecha ejerce en buena parte de las instituciones del Estado desde la Transición, el contexto internacional de una nueva y acrecentada derechización, la crisis de acumulación y crecimiento del capitalismo en su fase neoliberal o la destrucción sistemática de toda estructura social intermediaria (sindicatos, organizaciones colectivas, movimientos sociales, instituciones públicas)… son todas variables, qué duda cabe, fundamentales para explicar el contexto anímico, ideológico y político en el que tienen lugar estas elecciones. Pero ocurre, en primer lugar, que todas estas variables ya estaban operando cuando, hace cuatro años, ganaron las izquierdas, por lo que no pueden explicar o determinar, tan solo condicionar, el resultado que obtengamos hoy. Además, el uso y abuso de estas u otras variables conlleva, en caso de derrota, un riesgo no menor para las izquierdas, el de replegarlas en una impotencia muchas veces exculpatoria: no ganamos porque no se puede ganar, porque el contexto internacional, el capitalismo global, la crisis del neoliberalismo, la estructura de poder del Estado español… lo impiden. Pero, claro, a veces se gana o, al menos, no se pierde del todo. Y la explicación estructural o determinista se queda, claro, corta. O perpleja. 

Así que no, no nos valen, al menos no del todo, estas grandes respuestas. Como alternativa, siempre podemos recurrir a los manuales y a los expertos en comunicación política. Es decir, a esa cosa que últimamente prolifera en Twitter adjetivada como #compol y que nos proporciona ejercicios cada vez más sofisticados de banalidad intelectual. Según esta rama del saber, las elecciones las gana quien sabe plantear, y por tanto responder, la pregunta que ordena y conforma la campaña electoral. Es posible, sí, pero siempre he pensado que la cosa es un poco distinta: igual las elecciones no las gana tanto quien formula LA buena pregunta (avanzar o retroceder, sanchismo o antisanchismo), sino quien acierta en articular un sujeto popular mayoritario capaz de identificarse con el contenido de la respuesta a esa pregunta, que no es lo mismo. Es decir, quien consigue poner en relación un conjunto del todo contradictorio, amén de profundamente heterogéneo, no solo de personas, sino, sobre todo, de lo que las caracteriza: aspiraciones, deseos, necesidades, demandas, intereses, afectos y odios tan contradictorios en cada persona como entre un conjunto amplio o mayoritario de personas. 

Solo la política (no unas necesidades que nunca existen aisladas del deseo y la imaginación, menos unas posiciones sociales que, me temo, están siempre en movimiento y atravesadas por paradojas o tensiones) puede hacer equivalentes, es decir, poner en relación y en común, esa contradictoria amalgama, repito, de aspiraciones, odios, deseos, afectos y demandas que componen las identidades individuales y colectivas. Y lo propio de la política es, claro, hacerlo dibujando una frontera o una división que, al mismo tiempo que estructura el campo mismo de lo político, construye las formas de pertenencia e identificación que lo definen. No hace falta, claro, que esta equivalencia o amalgama que da lugar a un sujeto político popular tenga un contenido positivo (una propuesta sobre el futuro, un proyecto común en un horizonte compartido, incluso un programa), basta con que algunos elementos (discursivos pero bien reales y, por tanto, bien materiales) permitan realizar ese milagro por el que una realidad profundamente heterogénea, contradictoria y necesariamente plural se identifique en, o se sienta representada por, un partido político (o dos), y lo haga de forma lo suficientemente amplia o mayoritaria como para ganar unas elecciones. 

El caso es que, si entendemos la política y, sobre todo, el funcionamiento de las campañas electorales tal y como vengo de sugerir, habrá que concluir que la derecha ha sabido hacer las cosas bastante mejor que las izquierdas. Es más, el evidente giro que ha llevado a cabo el PSOE durante la campaña electoral es, creo, del todo revelador a este respecto: ha dado explicaciones que nunca había dado del todo sobre sus medidas, sus pactos y sus aparentes mentiras o cambios de opinión, ha acudido a medios de derechas que no había visitado nunca, ha recurrido a viejos profetas para defender una historia, una identidad y unos pactos y socios que antes prefería ocultar, es decir, ha decidido enfrentar, seguramente demasiado tarde, esa articulación exitosa de afectos, deseos, odios, malestares y rencores que la derecha ha tejido pacientemente durante toda la legislatura. 

Pero no ha conseguido, seguramente porque ni siquiera ha podido intentarlo, una articulación y un sujeto político alternativos a los de la derecha. Sí, el PSOE ha entendido, aunque cuatro años tarde, que no iba a revalidar el Gobierno enfrentando el relato de la derecha con los datos de la izquierda, sino con “algo más”. Pero ese “algo más” no parecer haber encontrado una forma y un contenido. Y no, no creo que el PSOE se haya refugiado durante toda la legislatura en los buenos datos y los grandes números por una suerte de afinidad izquierdista con lo material, ni por una creencia a todas luces falaz en la potencia del dato sobre el relato, sino porque apostar por ese “algo más” implicaba reconocer sobre qué realidad social, generacional, cultural y territorial se estaba gobernando, y sobre el hecho no menor de que esa realidad social, cultural y territorial era, al menos parcialmente, la que había quedado fuera de los consensos del 78. Y que eso lo cambiaba todo. 

El PSOE no pudo, supo o quiso hacer así de la necesidad (gobernar incorporando al juego parlamentario aquello que siempre quedó fuera de él) una virtud política y electoral. Y, seguramente, hizo de esa necesidad, más bien, una vergüenza. Es muy probable que la tarea histórica de Podemos, que tampoco supo, quiso o pudo realizar, fuera, precisamente, la de permitir ese juego virtuoso, ese tránsito entre los consensos heredados del 78 y la nueva realidad política, social y territorial que se dibujaba a duras penas tras los acuerdos parlamentarios que sostenían el Gobierno de coalición. Pero no, Podemos tuvo mucha más fuerza para construir al adversario (para movilizar y aglutinar ese sujeto popular de las derechas frente al gobierno y sus socios) que para articular junto al PSOE un sujeto popular propio, el del Gobierno de coalición. 

Esa falta es, creo, la que hoy nos sitúa a las puertas del abismo; también, claro, la que nos obliga a salir a votar y, sin duda, la que se perfila como el gran desafío que, pase lo que pase esta noche, tienen que afrontar las izquierdas a partir de mañana. 

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