Rebelarse contra los hechos, no contra los derechos

Son malos tiempos para mis colegas los profesores de Derecho Internacional y, en particular, para los de Derecho internacional Humanitario (DIH). Me los imagino en el aula, explicando ante unos estudiantes saturados por las escenas espantosas de los atentados terroristas de Hamás, del sufrimiento de los rehenes israelíes (y extranjeros) y sus familias y, desde luego de las masacres y del atroz sufrimiento de millares de civiles palestinos en Gaza, como consecuencia de una respuesta absolutamente desproporcionada por parte del gobierno presidido por Netanyahu. Me los imagino, digo, tratando de explicarles los instrumentos de Derecho internacional de los derechos humanos, o el proceso de positivación de ese mismo DIH, a esos estudiantes que escucharán entre el asombro y la irrisión sus disquisiciones sobre cómo Henri Dunant quedó anonadado por la crueldad de la batalla de Solferino y emprendió la tarea de tratar de poner reglas al horror de la guerra mediante un nuevo Derecho. Eso es el DIH, que pretende nada menos que poner reglas al horror de la guerra, un ius in bello, que decimos los juristas.

Se trata de un salto cualitativo en la historia jurídica y política, que hasta entonces sólo había hablado del derecho a hacer la guerra y de su justificación, el ius ad bellum, el derecho a hacer la guerra, un derecho cuyo tramposo corolario es la noción de guerra justa, que unos y otros alegan cuando les conviene. Una falacia que sólo quedó jurídicamente al desnudo cuando la Carta fundacional de la ONU negó que hubiera justificación alguna para el recurso a ese jinete del Apocalipsis, que definió como flagelo de la humanidad y que se propuso erradicar, o, al menos, expulsarlo como institución jurídicamente aceptable.

Pienso en el mismo estupor o irrisión que recibirán probablemente estos días los profesores de Filosofía y Teoría del Derecho, cuando traten de explicar a su público el proyecto de una paz a través de un Derecho cosmopolita y del modelo de una federación mundial de Estados, tal y como lo formulara Kant o, un poco más tarde, la idea de paz a través de los tribunales internacionales, que preconizara Kelsen. Lo mismo les pasará a quienes traten en el aula la evolución del ideal de un Derecho de gentes, desde los estoicos a Vitoria y la escuela española del XVI frente al pragmatismo de Grocio y los defensores de las compañías comerciales que dominaron la primera globalización obra de los europeos, para llegar a contemporáneos como Rawls o Ferrajoli.

Sí. En estos días se acumulan los testimonios de los siempre avisados realistas que nos hacen ver la pertinencia de aquello que ya escribiera Hegel: “Entre los Estados, no hay pretor” y por eso es indefectible el recurso a la guerra. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial no ha pasado prácticamente un día sin guerra en diferentes puntos del planeta. Deséngañense: la guerra, nos dicen los polemólogos tertulianos que hoy rebrotan como setas al calor del espanto de la agresión rusa en Ucrania y del enfrentamiento entre Israel y Hamás, es un fenómeno permanente en la historia de la Humanidad.

En el fondo, se trata de repetir los argumentos sobre la justicia como la ley del más fuerte que ya encontramos formulados por Trasímaco, en el libro I de la República de Platón y por Calicles en el Gorgias. Argumentos presentes también en la obra de Tucídides sobre la guerra que se estudia en las academias militares, la Historia de la guerra del Peloponeso, que para muchos sigue hoy vigente. Por ejemplo, cuando sostiene la inevitabilidad del recurso a la guerra frente a la justicia y la negociación (“la justicia sólo se plantea entre fuerzas iguales”). Es, a la postre, el pesimismo antropológico de Hobbes (por cierto, traductor de Tucídides, como ha recordado Jaime Siles).

Aún más, hoy los expertos (como Gresh, Atkins o Moyn) hablan no ya de nuevas guerras, sino de una suerte de guerra permanente, perpetua. Un juego macabro del que participan también las democracias, frente al tópico que asegura que donde hay Estado de Derecho y democracia se rechaza la guerra. Y si no lo creen, miren alrededor. Cuando no las practican tan directa como cínicamente (¿hablamos de los EEUU, del Reino Unido o de Francia, por ejemplo?), sí intervienen por tercero interpuesto y además se encuentran entre los primeros beneficiarios de la industria del armamento, que siempre está presta para encontrar ocasiones de reciclar y ensanchar su mercado. No digamos ya los regímenes autoritarios, que no respetan los derechos de los otros, ni de sus propios ciudadanos, a los que tratan como carne de cañón y usan las guerras para distraer de sus innobles prácticas internas.

El único partido posible es el de optar por esa empresa tan inacabable como imprescindible que es la defensa de los derechos, el establecimiento de reglas de negociación pacífica de conflictos y de sanción de quienes los violan

La triste consecuencia es que se incrementa el coro de quienes se dicen tan conmovidos como llamados al escepticismo ante el espanto sin remedio que vemos en Israel y Gaza. Son los que hoy denuncian muy realistamente la inutilidad de la ONU, de las agencias internacionales, de las ONGs que trabajan por la paz, y desprecian por irrelevante el DIH o incluso el Derecho internacional. Y encima, con la vitola de que esa es la posición propia de quienes miran con inteligencia y realismo estos horribles acontecimientos, sin ingenuidad buenista ni lágrimas de cocodrilo que sólo sirven para acallar las buenas conciencias, nos dicen. La pregunta es: ¿y qué nos proponen como alternativa? ¿Hacer la guerra para combatir la guerra?

El mínimo de decencia exige precisamente lo contrario: combatir los hechos crueles e inhumanos, como las guerras, y desenmascarar a quienes negocian y se benefician con ellas. Por eso, el único partido posible es el de optar por esa empresa tan inacabable como imprescindible que es la defensa de los derechos, el establecimiento de reglas de negociación pacífica de conflictos y de sanción de quienes los violan, de quienes hacen la guerra pisoteando esos derechos. Pues bien: eso es precisamente el propósito de la ONU, de su arquitectura de convenios internacionales, de la existencia de Tribunales internacionales como el de La Haya y del Tratado de Roma que dio lugar al Tribunal Penal internacional. Esa es la razón de ser del DIH, del Comité internacional de la Cruz Roja, de la Media Luna Roja y del Diamante Rojo.

Podemos optar por el escepticismo elegante, tan propio de quienes nos creemos a salvo de cualquier guerra y formulamos críticas sin salir de nuestros cafés y terrazas, o por situarnos del lado de quienes, precisamente por no ser ciegos al horror de esa realidad, trabajan por poner límites a la crueldad y la violencia, al horror de la guerra.

Una vez más, se trata de ponerse del lado de Camus. Del Camus que escribió “Usted acepta silenciar un terror para luchar mejor contra otro. Y algunos de nosotros no queremos silenciar nada”. El mismo Camus que nos recuerda: “cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe que no podrá hacerlo. Pero su tarea es aún mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga”. Para eso, vale la pena luchar por la resistencia de los derechos, por ese ideal de Derecho que hace de él un instrumento civilizatorio. Aunque sólo sea, como decía nuestro Vives, “para sujetar las manos y la ira".

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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos humanos de la Universitat de València.

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