Luces Rojas

Digitalización y trabajo: hay que ponerse las pilas

Luz Rodríguez

Desde hace un tiempo es común leer o escuchar noticias que hablan de los efectos que va a producir la digitalización de la producción sobre el trabajo. O mejor sería decir de los efectos que ya está produciendo la digitalización de la producción sobre el trabajo, porque lo que algunos llaman la cuarta revolución industrial no está por venir, sino plenamente instalada ya en nuestras empresas y en nuestras vidas.

Sin embargo, España, como siempre nos sucede cuando de revoluciones se trata, parece ir por detrás de los acontecimientos. Es verdad que tenemos una Estrategia Española de Ciencia, Tecnología e Innovación 2013-2020 que incluye, entre sus prioridades en materia de investigación, la del avance en la economía y la sociedad digitales. Pero nuestros resultados en progreso de digitalización son más bien mediocres. Según el Índice de la Economía y la Sociedad Digitales (DESI), nuestro país ocupa el puesto número 15 de los países de la Unión Europea en avance digital. Estamos por debajo de la media europea en conectividad (puesto número 18), en capital humano formado en digitalización (puesto número 18) y en uso de internet (puesto número 21); y por encima de ella en integración de tecnología digital (puesto número 14) y –sorprendentemente- en servicios públicos digitales, donde ocupamos un destacado puesto número 5. Pese a ello, la propia Unión Europea nos recuerda nuestras carencias: “España presenta debilidades del lado de la demanda, con niveles bajos de competencia digitales (sólo el 54% de los españoles posee competencias digitales básicas) y uso de internet”.

Para cambiar este estado de cosas se necesita una estrategia, pero también inversión en I+D y ciencia. Y ahí sí que fallamos estrepitosamente. Entre los Objetivos Europa 2020 la Unión Europea ha incluido situar la inversión en I+D en un 3% del PIB. Pero España está muy lejos de esa cifra. Según datos de la OCDE, la inversión en I+D en nuestro país en 2015 fue de un 1,2% del PIB, mientras que la media de los países de la Unión Europea fue de un 1,9% del PIB y la medida de inversión de los países de la OCDE de un 2,4%. Es decir, nos separan 0,7 puntos de PIB de la inversión en I+D de los países de la Unión Europea y estamos muy por debajo de la inversión que realizan países como Reino Unido (1,7), Francia (2,3), Alemania (2,8) o Suecia (3,2). Peor aún, resulta que nuestra inversión en I+D ha ido empeorando según iba avanzando la crisis. De acuerdo con los datos de la Fundación COTEC para la innovación, en los años previos a la crisis la inversión en I+D crecía a tasas superiores a las de Alemania, Francia, Italia o el Reino Unido, de modo que en 2008 nuestra inversión alcanzó el 1,35% del PIB, a sólo 0,45 puntos de la media de la Unión Europea. A partir de ahí la inversión en I+D empezó a caer como consecuencia de los sucesivos recortes del gasto público y todavía sigue cayendo, de forma que hoy invertimos en ello poco más de 12 mil millones de euros.

Este último dato evidencia que la crisis ha sido una oportunidad perdida para cambiar el modelo de crecimiento económico.

Durante la crisis y ya antes de entrar en ella dijimos y escuchamos una y mil veces que había que cambiar el patrón de crecimiento de nuestro país, basado hasta entonces en la hipertrofia del sector de la construcción y en la expansión de actividades de escaso valor añadido, que no fueron ajenas al crecimiento de la precariedad en el empleo y las altas tasas de abandono prematuro de la educación. Dijimos y escuchamos una y mil veces que había que apostar por la ciencia, por la innovación y por actividades de alto valor añadido, para que a su vez pudiera transformarse el mercado de trabajo y mejorar los resultados de nuestro sistema educativo. Tuvimos una ley de economía sostenible de la que ya nadie se acuerda y ahora tenemos una estrategia para avanzar en ciencia, tecnología e innovación. Pero mientras todo esto sucede, en lugar de planificar el crecimiento de nuestra inversión en I+D para que ese cambio se fuera produciendo y, pese a la crisis y sus secuelas, dejáramos atrás los errores del pasado, hemos ido haciendo justamente lo contrario, recortando más y más nuestra inversión en todo aquello que decíamos deseable. Y el efecto de esta retórica hueca bien puede ser que estemos saliendo de la crisis por la misma puerta que entramos y que no hayamos corregido ni una sola de las disfunciones que ya estaban presentes en nuestro modelo económico desde antes de ella.

Una de esas disfunciones es la escasa formación de buena parte de nuestra fuerza de trabajo, la otra nuestra (dramática) propensión a tener altas tasas de desempleo, incluso cuando la economía está creciendo a un ritmo elevado. Si algo parece seguro con el avance de la digitalización es que se va a producir una fuerte caída del empleo. Es verdad que nadie sabe con exactitud cuántos empleos van a perderse en nuestro país. Estudios recientes abonan la tesis de que cerca del 55% de los actuales puestos de trabajo pueden ser automatizados y, por tanto, perdidos por los trabajadores que hoy los ocupan. Pero sea cual sea la estimación que se realice, hay dos verdades insoslayables: que se van a perder muchos puestos de trabajo y que va a cambiar la configuración de los nuevos que puedan crearse a consecuencia del proceso de digitalización de la producción. Y la pregunta es ¿estamos preparados para ambas contingencias? Creo sinceramente que no. Nos falta un modelo de formación que prepare a los trabajadores para los cambios que van a producirse y un sistema que permita reparar el desempleo tecnológico que de seguro va a producirse.

Ya dije antes que, según la valoración realizada por la UE, España está por debajo de la media en preparación de su fuerza de trabajo para afrontar el proceso de digitalización y que una de nuestras principales debilidades es que únicamente el 54% de nuestra población posee competencias digitales básicas. En Alemania esta cifra se eleva hasta el 66% de la población, hasta el 67% en Reino Unido o hasta el 72% en Holanda. Tampoco estamos en buena posición en relación con los trabajadores especialistas en tecnologías. Sólo un 3,1% de nuestros trabajadores tienen esa especialidad, mientras en Alemania son el 3,7% de su fuerza de trabajo, en Reino Unido el 4,9% o en Holanda –y son solo algunos ejemplo- el 5%.

A ello debemos sumar el bajo nivel de estudios de una parte muy importante de nuestra población activa. De acuerdo con los datos del 4º trimestre de la EPA, casi el 38% de nuestra fuerza de trabajo, y estoy hablando de más de 8,5 millones de personas, no tiene siquiera la educación secundaria obligatoria. El 34% de las personas que hoy ocupan un puesto de trabajo, esto es, más de 6,2 millones de personas, están en la misma situación. Pero lo peor es que el 54% de las personas que están en este momento en situación de desempleo, más de 2,2 millones de personas, tampoco alcanzan siquiera la educación secundaria obligatoria.

Pues bien, ante estos datos creo que no cabe duda de que no estamos en absoluto preparados en materia de formación para la que se avecina con el progreso de la digitalización. Debemos incrementar el número de personas con competencias digitales básicas, como nos recomienda la UE, pero también el número de especialistas en tecnología e iniciar un proceso de reconversión profesional “brutal” de millones de trabajadores, especialmente de los desempleados si no queremos perderlos para siempre para nuestro mercado de trabajo. Esto exige, para empezar, que las propias empresas se pongan las pilas. Un reciente informe de Siemens nos avisa de que sólo el 38% de las empresas españolas tienen una estrategia digital formalizada y de que el 20% de nuestras empresas no realizan ninguna formación en materia digital para sus trabajadores. Más aún, en el 62% de las empresas que han organizado alguna formación en este ámbito, menos del 40% de sus trabajadores han recibido algún curso. Así que, si las empresas españolas no quieren perder este tren, deben empezar a pensar que, sin trabajadores adaptados a los cambios que deben realizarse en sus procesos productivos, no ganarán competitividad alguna.

Pero también debemos ponernos las pilas en el campo de las políticas públicas. Nos va en ello ser un país moderno, con una economía digital dinámica y competitiva, que genera oportunidades de buen empleo para un número importante de personas, y no los empleos precarios y de bajos salarios que, según algunos relevantes “pensadores” de la CEOE, es lo único a lo que podemos aspirar. Pero también nos va en ello ser un país con menos perdedores y menos bipolar. Una de las consecuencias de la digitalización será que todos aquellos que no tengan capacidad de adaptarse a las nuevas maneras de trabajar que ya empiezan a apuntarse (hábiles, en constante transformación, donde la imprevisión es una regla y hay una estrecha colaboración con las máquinas) quedarán relegados del proceso productivo. Serán los perdedores de la digitalización por no haber podido adaptarse a ella. Y ninguna sociedad debiera convivir alegremente con esta pérdida.

Al contrario, es necesario desde ya planificar y financiar una estrategia de formación para el empleo que permita iniciarse en formación digital a millones de trabajadores y mejorar y actualizar continuamente la que ya poseen todos los demás. Para ello deben incrementarse sustancialmente las inversiones en políticas activas de empleo (que hoy apenas alcanzar el 0,6% del PIB) y dirigir los objetivos de las mismas –si no en exclusiva, casi en exclusiva- al desarrollo de esta estrategia de formación en competencia digital. Todavía más: debe de cambiarse de raíz nuestro modelo de formación para el empleo, cuya reciente reforma no ha producido más efecto, por las continuas impugnaciones de las convocatorias, que la parálisis de un sistema que ya era de por sí bastante ineficiente. Y debe pensarse mejor la articulación institucional de la política de empleo. No quiero decir con ello que el actual reparto de competencias entre Estado y comunidades autónomas deba alterarse por completo, pero sí que, en desafíos como el que está por venir en materia de reconversión profesional de nuestra fuerza de trabajo, las constantes fricciones entre ambos en materia competencial no ayudan en nada. Una idea al respecto: quizá la experiencia de los Jobcenters alemanes que, previa reforma constitucional por su parte, combinan en una misma institución competencias de varias administraciones públicas pudiera servirnos para salvar esta dificultad.

Buenos empleos para todos

Aún así, aunque fuéramos capaces como país de poner en marcha una estrategia de formación como la que necesitamos, siempre habrá quien no pueda tener empleo. Lo ha habido siempre, pero ahora se sumarán que muchos empleos van a perderse y que muy probablemente, al menos en el inicio de esta transición tecnológica, la creación de nuevos empleos no alcanzará para reemplazar la mayoría de los perdidos. En un país con altas tasas de desempleo como el nuestro, esto puede tener un efecto más que dramático, dado que puede abocar a la pobreza a grandes capas de nuestra población. De ahí que debamos plantearnos qué medidas vamos a tomar como sociedad para evitar un importante incremento de hogares sin rentas procedentes del trabajo. Y no sólo por justicia, sino también por eficiencia, dado que los hogares sin renta son hogares, entre otros efectos negativos, sin consumo. No estoy avanzando (al menos de momento) la idea de la necesidad de una renta básica para todos los ciudadanos, aunque en casi todos los debates sobre los efectos de la digitalización termina saliendo la misma como una forma de repartir la riqueza en sociedades donde apenas se necesiten el trabajo para producirla.

Pero sí que, ante la contingencia más que evidente de que la digitalización incrementará nuestra tasa ya de por sí alta de desempleo, debemos empezar a pensar en la necesidad de una fuente de rentas para todas las personas que el avance de la tecnología va a dejar sin trabajo. El Congreso de los Diputados acaba de aprobar la toma en consideración de una iniciativa legislativa popular presentada por CC.OO. y UGT para garantizar una prestación de ingresos mínimos a todos los hogares sin rentas. No sé si esta es una respuesta netamente coyuntural para reparar los efectos de una crisis económica que no acaba de terminar o puede convertirse en una respuesta estructural ante la falta de rentas provocada por la falta de empleos. Sea como fuere, que vamos a necesitar un plan para proveer de rentas ante la falta de empleos es algo meridianamente claro. Y también que en esto tenemos que ponernos las pilas. _________________

* Luz Rodríguez es profesora de Derecho del Trabajo en la UCLM y academic visitor en la Universidad de Cambridge Luz Rodríguez

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