Anonimato, libertad de expresión y delitos de odio
La propuesta del fiscal de Sala de Delitos contra el Odio, Miguel Ángel Aguilar, de romper con el anonimato en las redes sociales y reformar ese delito de odio ha levantado una intensa tormenta de verano en el mundo jurídico que es conveniente analizar con cierto detalle. Asistimos por enésima vez a uno de esos casos en los que el operador jurídico, ante la necesidad de enfrentarse a una situación cuyo origen último se encuentra en la tecnología, propone regular antes que considerar el estado del arte que, en su caso, no es otro que el Ordenamiento Jurídico. Esta es una constante; cuando el jurista enfrenta este tipo de hechos, en lugar de acotar los conflictos que nacen en el entorno tecnológico desde categorías jurídicas preexistentes tratando de encontrar una solución eficiente y ante este tipo de situaciones, la solución que se propone –como en el rugby– es la de patada a seguir.
Esta dinámica, por su propia definición, no puede sino conducirnos a vivir permanentemente en la paradoja de Aquiles y la tortuga. Porque lo que caracteriza el estado actual de la investigación, la ciencia y la tecnología es un proceso de aceleración continuada y de reducción significativa de los tiempos que existen entre la formulación teórica de una nueva posibilidad tecnológica y el momento en el que esta alcanza al mercado y provoca una disrupción. Ello sin contar con el hecho de que, a pesar de que la inteligencia artificial cuenta con modelos teóricos desde los años cincuenta, no fuimos capaces ni por un momento de aplicar políticas reguladoras específicas adoptando una estrategia similar a la que aplicamos a la ingeniería genética.
Por otra parte, cuando se plantean propuestas como la del citado Fiscal suele aparecer un coro de voces expertas que consideran que la garantía de la libertad de expresión en una sociedad democrática requiere de un cierto anonimato en las redes sociales y podría verse afectada si se imponen obligaciones a las compañías que prestan este tipo de servicios. Por todo ello, resulta necesario realizar un análisis que con un cierto grado de detalle sitúe este tipo de manifestaciones de opinión en su debido contexto.
Condiciones para el ejercicio de la libertad de expresión
El derecho fundamental a expresar libremente ideas, pensamientos u opiniones posee características bien definidas y sobradamente conocidas. Cualquier persona a través de cualquier medio de expresión debería poder comunicar a la sociedad sus ideas sin que exista ningún tipo de censura previa ni más límites que los constitucionalmente establecidos. Con carácter general, la libertad de expresión posee una naturaleza subjetiva, de modo que, a diferencia de lo que sucede con el derecho a la información, no guarda una vinculación o exigencia directa de veracidad entendida como verificación o contraste de la noticia. Por otra parte, el ejercicio de esta libertad encuentra su límite en la garantía de los derechos de los demás y particularmente en la protección de la juventud y la infancia, los derechos al honor, a la intimidad y a la propia imagen, con una clara y manifiesta proscripción de las manifestaciones que pudieran tener un contenido vejatorio o denigrante, particularmente cuando no solo a los derechos de las personas sino también de los grupos y colectivos en las que estas se integran. Especialmente cuando la finalidad que se persigue al vejar o atacar a un colectivo incurra en cualquier tipo de comportamiento discriminatorio o incite al odio o a la causación de daños al mismo.
Sin embargo, debe recordarse que la propuesta del Ministerio Fiscal se produce en el contexto de un Estado social y democrático de derecho. No existe ni una sola norma en la Constitución española de 1978, en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea o en el Convenio Europeo de Derechos Humanos del Consejo de Europa que reconozca un derecho al anonimato en el ejercicio de la libertad de expresión. Afirmar que el anonimato constituya una garantía del ejercicio de este derecho supone generar una situación de asimetría entre aquellos que ejercen la profesión periodística, o se manifiestan a través de un medio de comunicación tradicional, y quienes utilizan como plataforma una red social para realizar exactamente la misma actividad. Si, como hemos señalado, el derecho a la libertad de expresión atribuye a cada persona una esfera de libertad que le permite contribuir al debate público en la formación de una opinión pública libre, se entenderá que por definición este ejercicio sea nominal, o si se prefiere realizado por personas identificadas o identificables. Afortunadamente, no vivimos en un país en el que manifestar nuestra opinión o pensamiento pueda tener consecuencias para nuestra integridad física o moral, o al menos no debería ser así.
Afirmar que el anonimato constituya una garantía del ejercicio del derecho a la libertad de expresión supone generar una situación de asimetría entre aquellos que ejercen la profesión periodística y quienes utilizan como plataforma una red social para realizar exactamente la misma actividad
Para acotar el fenómeno, es importante entender la naturaleza jurídica que cabe atribuir tanto a la red social como entidad o negocio como a los procesos que conducen a la activación del servicio. Comenzando por el final, el usuario de una red social debe proceder a formalizar un registro durante el cual se le notifican las políticas de privacidad de la compañía, los términos y condiciones del servicio así como cualquier otro elemento jurídico relevante. Por tanto, por más que se quiera calificar de cualquier otro modo, lo cierto es que incluso en ausencia de una contraprestación económica en sentido monetario, el registro genera un contrato que vincula jurídicamente a la red social y al usuario. Aquellas posiciones que defienden el registro mediante seudónimos, o directamente mediante cuentas anónimas en redes sociales, deberían considerar jurídicamente viable y razonable la contratación de una página en un periódico en papel para poder manifestar anónimamente opiniones, y esto carece de cualquier sentido jurídico. De hecho, la lógica es exactamente la contraria. La razón por la que, en la jurisprudencia norteamericana –y en la legislación europea sobre proveedores de servicios de la sociedad de la información– se exime de responsabilidad a ciertos proveedores de servicios no es otra que la posibilidad de repercutir cualquier responsabilidad jurídica que pudiera existir sobre el usuario que comparte ciertos contenidos.
Por otra parte, se atribuye a las redes sociales una suerte de comportamiento neutral que sin embargo no es tal. El objeto de negocio en una red social es la monetización de los contenidos y de los datos que se pueden inferir a partir de la información disponible sobre el usuario y su conducta. De ahí que las redes sociales a lo largo del tiempo hayan evolucionado desde procedimientos de edición de la información meramente cronológicos al perfilado más extremo. Esto implica que se nos sirve aquella información que se ajusta a nuestras condiciones específicas con la condición de que a la vez alimente el modelo de negocio de la compañía. Por tanto, cuando un usuario comparte una determinada información el algoritmo cuenta con un análisis previo de sus principales características, de su posicionamiento en el conjunto de la red y de la capilaridad que puedan alcanzar sus mensajes. De otro lado, si quiere ser eficiente el algoritmo utilizará grandes modelos de lenguaje para tratar de atribuir un valor semántico y contextual al contenido. Con toda esta información, la compañía tratará de maximizar el beneficio en términos de viralización. Por tanto, afirmar que el proveedor de la red social actúa como un operador neutral resulta cuando menos naif. En la práctica lo que sucede es que la red social de modo indirecto fija una determinada posición editorial cuando promueve la viralización de una determinada información y genera para muchos usuarios los llamados filtros burbuja. De ahí que sea posible, de acuerdo con la legislación que más adelante examinaremos, imponerles obligaciones y responsabilidades.
¿De verdad se carece de instrumentos para la identificación de un usuario?
En este ámbito la realidad es muy distinta de la que aparentemente se nos presenta. De hecho, existen distintas previsiones normativas que permiten el acceso a datos de los usuarios en el marco de actuaciones administrativas sancionadoras o del ejercicio de la potestad jurisdiccional. La Ley 11/2022, de 28 de junio, General de Telecomunicaciones define en su Capítulo III las condiciones que junto con lo dispuesto en la Ley 25/2007, de 18 de octubre, de conservación de datos relativos a las comunicaciones electrónicas y a las redes públicas de comunicaciones, o en su caso la LECRIM permiten el acceso a datos de un agente facultado o la interceptación de las comunicaciones. En este sentido, es relevante subrayar que conforme al artículo 3 de la Ley 25/2007, se conservan con la finalidad de investigar delitos graves entre otros datos de internet, la fecha y hora de la conexión y desconexión del servicio de acceso a Internet registradas, basadas en un determinado huso horario, así como la dirección del Protocolo Internet, ya sea dinámica o estática, asignada por el proveedor de acceso a Internet a una comunicación, y la identificación de usuario o del abonado o del usuario registrado, la línea digital de abonado (DSL) u otro punto terminal identificador del autor de la comunicación o la localización del equipo de comunicación móvil. A título de ejemplo, entre otras muchas facultades la LECRIM permite acceder mediante autorización judicial a datos obrantes en archivos automatizados de los prestadores de servicios “incluida la búsqueda entrecruzada o inteligente de datos” y a los datos necesarios para la identificación de usuarios, terminales y dispositivos de conectividad. Y cuando se trate de tareas de mera identificación, esta Ley señala que cuando en el ejercicio de sus funciones, el Ministerio Fiscal o la Policía Judicial necesiten conocer la titularidad de un número de teléfono o de cualquier otro medio de comunicación o, en sentido inverso, precisen el número de teléfono o los datos identificativos de cualquier medio de comunicación, podrán dirigirse directamente a los prestadores de servicios de telecomunicaciones, de acceso a una red de telecomunicaciones o de servicios de la sociedad de la información, quienes estarán obligados a cumplir el requerimiento, bajo apercibimiento de incurrir en el delito de desobediencia.
Por otra parte, el artículo 52.3 de la Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre, de Protección de Datos Personales y garantía de los derechos digitales, atribuye a la Agencia Española de Protección de Datos literalmente la capacidad de "recabar de los operadores que presten servicios de comunicaciones electrónicas disponibles al público y de los prestadores de servicios de la sociedad de la información los datos que obren en su poder y que resulten imprescindibles para la identificación del presunto responsable de la conducta contraria al Reglamento (UE) 2016/679 y a la presente ley orgánica cuando se hubiere llevado a cabo mediante la utilización de un servicio de la sociedad de la información o la realización de una comunicación electrónica".
¿Tienen alguna obligación las redes sociales?
Pues lo cierto es que desde la entrada en vigor del Reglamento de Servicios Digitales la respuesta debe ser afirmativa. De modo resumido, es claro que la norma expresamente señala que no tienen el deber de buscar activamente hechos o circunstancias que indiquen la existencia de actividades ilícitas. Sin embargo, sí les compete y están obligados a notificar una sospecha de delito, a disponer y gestionar un sistema interno eficaz de gestión de reclamaciones y a dar prioridad a las notificaciones enviadas por los alertadores fiables, a adoptar medidas de protección contra usos indebidos incluida la suspensión del servicio a usuarios que proporcionen con frecuencia contenidos manifiestamente ilícitos o, entre otras, a establecer medidas adecuadas y proporcionadas para garantizar un elevado nivel de privacidad, seguridad y protección de los menores en su servicio.
Además, se regulan “obligaciones adicionales de gestión de riesgos sistémicos para prestadores de plataformas en línea de muy gran tamaño y de motores de búsqueda en línea de muy gran tamaño. Estas implican el deber de evaluar riesgos, entre otros la difusión de contenido ilícito a través de sus servicios, los que pudieran producir cualquier efecto negativo real o previsible para el ejercicio de los derechos fundamentales, en particular los relativos a la dignidad humana, cualquier efecto negativo real o previsible sobre el discurso cívico y los procesos electorales, así como sobre la seguridad pública, y en relación con la violencia de género, la protección de la salud pública y los menores y las consecuencias negativas graves para el bienestar físico y mental de la persona. Y no se trata de una responsabilidad meramente preventiva, hay que ser proactivos y adoptar medidas, entre ellas la realización de pruebas y la adaptación de sus sistemas algorítmicos, incluidos sus sistemas de recomendación. Y finalmente, deben estar en disposición de activar a petición de la autoridad competente mecanismos de respuesta en situaciones de crisis.
¿Anonimato, pseudonimato o responsabilidad?
La conclusión que podemos alcanzar es limitadamente simple: 1) el Ordenamiento jurídico no concede ningún derecho al anonimato en el ejercicio de la libertad de expresión; 2) los prestadores de servicios de la sociedad de la información cuentan con procesos de registro en los que deberían ser diligentes a la hora de formalizar un contrato con un usuario; y 3) estos prestadores de servicio junto con las compañías de telecomunicaciones que facilitan el acceso instrumental a Internet que permite la compartición de información, tienen un deber de colaboración, ya sea con el juez, ya sea con el Ministerio fiscal o con otras administraciones. Parece entonces poco racional tanto reivindicar un derecho al anonimato como afirmar la imposibilidad de identificar a un determinado sujeto. La realidad es otra y consiste en que el objetivo primario de los proveedores de servicios de redes sociales no es otro que incentivar el negocio y maximizar el beneficio. Y para ello registrarse debe ser “muy fácil y rápido”. Como consecuencia, los procedimientos de contratación, verificación de la edad o validación de la identidad dejan mucho que desear.
La realidad consiste en que el objetivo primario de los proveedores de servicios de redes sociales no es otro que incentivar el negocio y maximizar el beneficio
Llegados a este punto es necesario hacer una pequeña referencia al llamado derecho al pseudonimato. En ningún momento cabe entender que este surgió en la Carta de Derechos digitales como una alternativa al Reglamento de Servicios Digitales ni para resolver problemas que son propios y deben ser gestionados por las redes sociales. Estamos a punto de asistir a una evolución significativa de los entornos digitales de la mano del metaverso y se trataba sencillamente de garantizar que se dieran condiciones equivalentes a las propias de los entornos físicos. Permítasenos un ejemplo muy sencillo. Si en el mundo físico podemos realizar una pequeña compra o desplegar ciertas actividades sin necesidad de exhibir nuestro documento nacional de identidad, en el virtual debería darse una situación equivalente. De ahí que la propuesta de la carta de derechos digitales fuera condicional. No se trata de un derecho incondicionado sino que, «de acuerdo con las posibilidades técnicas disponibles y la legislación vigente, se permitirá el acceso a los entornos digitales en condiciones de pseudonimidad, siempre y cuando no sea necesaria la identificación personal para el desarrollo de las tareas propias de dicho entorno». En nuestra opinión, en una democracia plena la identificación de autoría es necesaria para el ejercicio de la libertad de expresión, salvo que lo que se quiera es afirmar que este derecho fundamental alcanza a la difusión innominada o sin atribución de responsabilidad de rumores, bulos o noticias falsas. Pero, en cualquier caso, cuando el pseudonimato existiera de facto la propuesta integraba la necesidad de asegurar la posibilidad de reidentificar a las personas previa resolución judicial en los casos y con las garantías previstas por el ordenamiento jurídico.
En definitiva, con el argumento del “anonimato” como un elemento sustancial e inevitable transferimos una responsabilidad del sector privado a la necesidad de una regulación adicional por parte del Estado mientras renunciamos a cualquier capacidad de acción. Ahora bien, si los poderes públicos se ponen manos a la obra crecen las opinadores que transmiten a la sociedad un falso mensaje. Afirman de modo directo o indirecto que detrás del interés legítimo del Estado en preservar el funcionamiento adecuado de la democracia y garantizar los derechos de aquellos que se ven perjudicados por un discurso de odio, se encubre una cierta tentación liberticida o de control social. Y así, en lugar de asegurar que los operadores de redes sociales cumplan la ley y de reivindicar una estrategia clara y jurídicamente ordenada para preservar el sistema democrático, afirmamos la prevalencia a ultranza de un modo de ejercer la libertad de expresión que nos conduce a los caminos que Europa transitó en los años 30 del siglo XX, cuyas consecuencias son de todos conocidas.
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Joan Carles Carbonell Mateu es catedrático de Derecho Penal de la Universitat de València
Ricard Martínez Martínez es profesor de Derecho Constitucional de la Universitat de València