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Plaza Pública

Discurso del rey en una Nochebuena muy especial

El Rey Felipe VI, durante su primer discurso de Nochebuena en 2014.

Alfons Cervera

Buenas noches, como todos los años quiero desearos, con la reina, la princesa Leonor y la infanta Sofía, la mayor felicidad y Paz en estos días que no son fáciles para nadie. Pero especialmente están siendo muy difíciles para quienes siempre quedan en el lado más olvidado de nuestras necesidades. Hoy, más que nunca, esas necesidades son difíciles de cubrir para muchísimas personas, y no por esa lacra social que es el desempleo, sino porque, aun teniendo un trabajo, apenas pueden disponer de lo más imprescindible para vivir.

La precariedad laboral no es propia de una democracia que se dice de iguales, de una Constitución que aprobamos para defender el derecho de todos los españoles a una vida digna, de una clase política y un estamento judicial que habrían de erigirse en incuestionados garantes de la decencia pública, no es propio, digo, de esa democracia, de esa Constitución ni de la política institucional y la justicia que nos iguala sin ninguna diferencia, el hecho de que en España tantas personas se estén quedando, no solo en la invisibilidad, sino en la inexistencia. Un trabajo digno sin exclusiones debería ser un objetivo claro para nuestras políticas económicas, unas políticas que, si no son firmemente sociales, apenas servirán para disfrazar una realidad que nos apremia a encontrar soluciones definitivamente igualitarias. Es por eso que habremos de impulsar más pronto que tarde una reforma laboral que defienda —o devuelva— derechos que les fueron arrebatados a los trabajadores en tiempos de crisis y recortes, una crisis y unos recortes que sufrieron principalmente los sectores más frágiles de nuestra sociedad.

Si leemos la Constitución de una manera no sesgada por intereses partidistas, veremos cómo el derecho a una vivienda digna es incuestionable. Qué decir, pues, de los desahucios, de esa manera cruel en que se expulsa de sus casas a familias enteras que no tendrán dónde cobijarse cuando estén en la calle. Y más aún cuando muchas de esas viviendas han sido adquiridas por empresas que no tendrán ninguna compasión a la hora de aplicar una normativa que seguirá estando llena de lagunas, tanto por la sospechosa manera de hacerse con la propiedad por parte de esas empresas, como por la confusa legislación en que se amparan sus derechos. No podemos dejar pasar más tiempo sin legislar con rigor y, sobre todo, con sentido de una estricta justicia social, sobre los derechos constitucionales a una vivienda digna. Por eso, en esta noche tan especial, quiero mostrar mi desacuerdo con los desahucios, así como agradecer a la Plataforma de Afectadas por la Hipoteca y otras iniciativas ciudadanas su defensa de derechos constitucionales que no deberían dejar fuera de sus casas a quienes no pueden afrontar el pago de un alquiler o una hipoteca cuyas condiciones, muchas veces, han quedado ocultas en la letra pequeña de los contratos con las entidades financieras que los han suscrito.

Es un clamor que las desigualdades son muchas, y no solo en lo social. Defender la igualdad en su totalidad no será posible mientras las mujeres sigan ocupando un lugar subsidiario respecto de los hombres. La igualdad de género ha de ser la conclusión de sus reivindicaciones frente a un sistema que las reduce a lo secundario, que las condena, todavía hoy, a sufrir una violencia que nos parecía ya propia de otras épocas. Y aquí han de aplicarse con energía las instancias de la Magistratura que se encargan de juzgar y condenar esas violencias, no dejar en sus sentencias lagunas que minimizan, cuando no justifican, el machismo de los agresores. Las más de cuarenta mujeres asesinadas este año a manos de hombres que son o fueron sus parejas son un indicio bien claro de lo mucho que hemos de avanzar hasta conseguir que la igualdad de género sea de una vez por todas una realidad absoluta en nuestra democracia.

La libertad de expresión es un valor incuestionable en un Estado de Derecho. Defenderla es una prioridad para las instituciones públicas. Por eso, habremos de aplicarnos, y mucho, en revisar y derogar en aquello que sea necesario el articulado de una Ley de Seguridad Ciudadana que resulta arbitraria cuando de cribar derechos de manifestación se trata. Sobran ejemplos de esa arbitrariedad en los numerosos acontecimientos en que la libertad de expresión se ha visto cuestionada. Una sociedad que se asuma en esa condición restrictiva nunca será una sociedad justa, ni madura, ni podrá mirar a ninguna otra sin que sienta vergüenza por sus limitaciones democráticas. Desde mi condición de ciudadano, que nunca puede ocultar la otra de Jefe del Estado, me siento incómodo con una Ley que restringe la libertad de expresión de nuestra ciudadanía. Las dictaduras, y nosotros venimos lamentablemente de una de las más largas y más crueles del mundo contemporáneo, tienen en esa condición su razón de existir. Por eso, en mi papel de árbitro ecuánime entre las instituciones y la ciudadanía, insto a la reforma de esa Ley de Seguridad Ciudadana hasta alcanzar esa mayoría de edad democrática que ha de ensanchar la libertad de expresión, en vez de limitarla hasta unos niveles que harían sonrojar al más mínimo Estado de Derecho.

En el sentido de lo anterior, insto igualmente a que la historia última de España sea situada en el único territorio que le ha de ser propio: el de la verdad. Puede parecer una contradicción en mi responsabilidad monárquica, pero no se pueden negar los hechos que sucedieron en España cuando un golpe de Estado contra la legitimidad republicana impidió su trayectoria, una trayectoria que, independientemente de sus aciertos y errores y como legítimamente elegida en las urnas, no se merecía la intervención militar contra esa legitimidad. Esa intervención provocó la guerra civil que se prolongó durante tres años y nos llevaría a una dictadura que deberíamos erradicar de nuestra memoria democrática. Hablo de una memoria que nunca será completa hasta que los familiares de las víctimas que aún permanecen enterradas, en lugares algunos de ellos desconocidos, puedan celebrar el duelo que los reúna tantos años después de su desaparición. No llegaremos a ser una España enteramente democrática mientras no seamos capaces de poner a dialogar nuestras memorias y sigamos pensando que la victoria en una guerra, y la nuestra lamentablemente no es una excepción, solo ha de atender a la razón de los vencedores. La Patria, que hoy tanto se invoca en algunos discursos públicos, no será una Patria de verdad mientras sea solo la de una parte de los españoles, mientras sea un arma arrojadiza contra el otro, mientras siga proponiendo enfrentamientos en vez de diálogo, mientras no sea una suma de patrias en vez de una sola, como ha sucedido tristemente desde hace muchísimos años y más todavía en los últimos, con la aparición de una ultraderecha que, en nombre de la Patria, de su Patria, escaso favor hace a nuestra convivencia democrática.

Nuestra Constitución fue aprobada en 1978. Hoy son muchas voces las que reclaman profundizar en su reforma. Nadie puede negar lo que nuestra Carta Magna ha hecho por la democracia que hoy disfrutamos. No resultaba fácil, en aquel lejano 1978, establecer una norma capaz de reunir, con las menos suspicacias posibles, las numerosas sensibilidades políticas de entonces. El franquismo acababa y las fuerzas democráticas se sumaban al nuevo proyecto de una España que alejara para siempre los fantasmas de la guerra civil. La Constitución significó el esfuerzo común de las fuerzas políticas y sindicales, de una ciudadanía que se incorporaba desde el espacio civil a la construcción de un nuevo marco de convivencia. Han pasado más de cuarenta años desde su aprobación y no es extraño que su reforma sea necesaria. Una España fuerte no debería ser temerosa de esos cambios. Las políticas sociales están en su articulado y hay que exigir su cumplimiento. La estructura territorial ha de someterse a revisión sin que ese compromiso se convierta en un arma arrojadiza de unos contra otros. La España de las autonomías fue un logro, para entonces increíble, de esa nueva época que comenzaba ilusionadamente para todos los españoles después de la muerte de Francisco Franco. Pero esa España ha de ensanchar sus miras si no se quiere quedar encerrada en unos límites que poco favor harían a la diversidad política, cultural y lingüística que caracteriza lo más importante no de nuestro presente, sino de nuestro futuro, en un marco de pluralidades interiores y exteriores que no podíamos imaginar hace tan solo unos pocos años. Cometer errores nos hace humanos. Persistir en esos errores puede llegar a convertirnos en todo lo contrario. Por eso, reconozco el que cometí en octubre de 2017, cuando tomé partido por una de las partes en el conflicto soberanista catalán. Lo siento, me equivoqué, no volverá a ocurrir. Es por esas razones, y seguramente por otras muchas, que la propia Corona, tan debatida en estos últimos meses, incluso en los últimos años, no debería sentirse ajena a esas posibles reformas estructurales de nuestra Constitución. La vida no se aquieta nunca. Tampoco deberían hacerlo las instituciones cuyo principal objetivo es defenderla con todas las garantías posibles.

En ese sentido último que relaciona la Constitución con la monarquía que hoy represento, tampoco debería quedar fuera de los intereses de España el comportamiento público y privado de la Corona, de los miembros que más significativamente la representan. Principalmente, la reina y yo, con la princesa Leonor y la infanta Sofía. Soy consciente de la controvertida situación que han generado para la Corona las actuaciones de mi padre, el rey emérito, mi propia madre y otros miembros de la familia real. La corrupción ya tuvo consecuencias trágicas para mi bisabuelo, Alfonso XIII, y ahora puede repetirse la misma situación, por más que los tiempos no son nunca los mismos, y tampoco las circunstancias que rodean y en las que se desenvuelven los actos llevados a cabo por los protagonistas de antes y los de ahora. La Ley es igual para todos. Lo repito esta noche especial, tan llena de dolor para todo el mundo: nadie, ni por rango institucional ni cualquiera otro, ha de estar exento de su cumplimiento. Por eso, los miembros de mi familia que hayan cometido algún delito tendrán que someterse a los dictámenes de la justicia. Yo mismo, y la Corona que represento con la reina, la princesa y la infanta, estamos a disposición de la ley y la justicia exigibles en todo Estado de Derecho. No hay mejor manera de ostentar la jefatura del Estado que estar en primera línea cuando se trata de construir una sociedad basada en la confianza que nos da la transparencia en todas nuestras actuaciones. La igualdad ante la Ley es y será la base moral sobre la que la Corona ha de justificar su existencia. Y para eso, hay que extremar las medidas de control democrático que impidan el más mínimo relajamiento en el cumplimiento de nuestras propias responsabilidades.

Para terminar, no querría pasar por alto esa noticia que las últimas semanas ocupó ampliamente los medios de comunicación y el debate ciudadano. Me refiero a la carta que me dirigió un grupo de militares de alta graduación en la reserva y los mensajes que esos mismos militares se cruzaron entre ellos haciendo referencia a la necesidad de violentar la convivencia para preservar la unidad de España. Desde aquí les digo que no es esa la mejor manera de defender la unidad de España ni ninguna otra. La violencia manifestada en esos mensajes no puede ser tratada más que como lo que es: una muestra de intolerancia hacia quienes no piensan como ellos, una intolerancia que ya tuvo su refrendo más notorio cuando lo que vino después de la guerra no fue la paz, sino la victoria de quienes se negarían rotundamente a aceptar a los vencidos como sus iguales. Mi respuesta a esa carta es bien clara, contundente: no estaré con la violencia que propugnan quienes deberían ser un ejemplo de comportamiento ético y moral de acuerdo con el rango que ostentan en una institución tan respetada como nuestras fuerzas armadas. Ni del lado de esa, ni de ninguna otra violencia, me encontrarán nunca los españoles. Y también, desde aquí, estimo que habrá de ser la ley la que decida hasta dónde son aceptables, jurídicamente, salidas de tono como la expresada por esos militares.

Espero que la situación generada por la pandemia pueda aliviarse con las medidas sanitarias llevadas a la práctica desde sus comienzos. La tan deseada vacuna está cerca. Pero por encima de todo, me gustaría dedicar mis últimas palabras de esta noche a todo el personal de los servicios públicos que se han dejado sus vidas para que las de los demás corrieran el mínimo peligro posible. Y con este agradecimiento, desearos a todos vosotros que el dolor sea pronto un mal recuerdo, que el sufrimiento de haber tenido que decir adiós a nuestros seres queridos sin un abrazo se convierta más pronto que tarde en ese abrazo común que sea, ésa sí, la manera más justa de sentirnos parte de esa España unida que no ha de desaparecer nunca.

Gracias por acompañarnos en esta noche tan especial para todos los españoles. Buenas noches.

Un emérito de mérito

Un emérito de mérito

P. S.: Debido a imponderables que a última hora puedan presentarse, advertimos que el discurso real puede sufrir algunas variaciones hasta el momento de la aparición del monarca en la próxima Nochebuena.

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Alfons Cervera es escritor. Su último libro publicado es Claudio, mira(Piel de Zapa).

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