Respirar lento en tiempos acelerados
Vivimos inmersos en un mundo y en una lógica donde la velocidad, la disponibilidad constante, la hiperconectividad no sólo se valoran, se premian. Marcan lo que debemos ser y cómo debemos actuar. El tiempo se ha convertido en un recurso que se exprime y el cuerpo en una herramienta que se ajusta a demanda. El individualismo y la conexión permanente se han normalizado y, con ellas, el agotamiento y la frustración.
Este modelo de sobreexigencia no solo afecta a nuestra salud física, sino también a nuestra salud mental. La presión constante por hacer más, tener más y ser más genera un desgaste emocional que nos desconecta de aquello que nos da autonomía, dignidad y sentido colectivo.
En esta época que vivimos bajo la dictadura del clic, desacelerar no es simplemente descansar: es cuestionar un modelo que nos empuja a producir sin pausa, consumir sin conciencia y desplazarnos sin mirar alrededor.
En medio de este ruido digital y de la presión por estar siempre actualizados y siempre a la última, elegir un ritmo más pausado implica recuperar la capacidad de atención, de vínculo, de cuidado. No se trata de romantizar la lentitud, sino de reconocer que hay formas de vida que no caben en el algoritmo.
No todo acto ecológico busca salvar el planeta con soluciones grandiosas; muchas veces, es en lo pequeño donde se desafía la lógica extractivista que organiza nuestras ciudades, nuestros cuerpos, nuestro tiempo y nuestros vínculos. Elegir lo local, lo justo, lo sostenible no es una moda ni una nostalgia: es una forma de resistir la homogeneización que impone el mercado.
Hay decisiones que, aunque parezcan mínimas, tienen implicaciones profundas. Porque en un sistema que convierte todo en mercancía, parar es una forma de posicionarse. No para escapar del mundo, sino para transformarlo desde adentro.
La cultura del rendimiento como trampa
En la cultura actual se valora a las personas por su capacidad de trabajar sin parar. Esta presión constante no solo nos agota, también nos hace perder el sentido de quiénes somos.
Los datos son preocupantes, el último informe sobre desconexión digital realizado por Infojobs dice, por ejemplo, que el 73 % de los y las trabajadoras españolas no logra desconectar del trabajo fuera del horario laboral, y un 28% permanece conectado siempre que es necesario. Datos parecidos maneja desde hace tiempo UGT, su último informe sobre el tema habla de que más de 7,7 millones de trabajadores y trabajadoras en España tienen acceso remoto a su trabajo en cualquier momento, o que el 40% de las personas trabajadoras están conectadas a las seis de la mañana revisando su correo, o que uno de cada tres vuelve a mirar el email a las 22:00 horas, o que el uso del correo durante el fin de semana ha crecido un 20%. En 2024, UGT Madrid, en el estudio sobre Nuevos riesgos laborales y riesgos emergentes en la Comunidad de Madrid, ya ponía el foco en los efectos que están teniendo en la salud de los trabajadores y trabajadoras el modelo laboral actual, marcado por la digitalización acelerada y la presión por mantener altos niveles de productividad.
La digitalización y el acceso remoto permanente están desdibujando los límites entre trabajo y vida personal. Esta disponibilidad constante no es solo una cuestión técnica: revela una transformación profunda en la forma en que se concibe el tiempo, el descanso y el valor del cuerpo. La conexión ininterrumpida se ha convertido en norma, y con ella se instala una forma de exigencia que no da tregua. Los espacios entre ocio y empleo están cada vez menos diferenciados, y la saturación tecnológica se ha convertido en una realidad impuesta que atraviesa lo laboral, lo emocional y lo cotidiano.
Más allá de los beneficios tecnológicos, se evidencian fenómenos como el tecnoestrés, el aislamiento derivado del teletrabajo y la dificultad para separar lo profesional de lo personal. Priorizar la eficiencia sin pausa y la disponibilidad absoluta, no solo transforma el modo en que se trabaja, sino que introduce una carga emocional que afecta el equilibrio psicosocial. Lo preocupante no es solo la fatiga, sino la pérdida de espacios propios, de pausas reales y de vínculos que no pasen por una pantalla.
Lo preocupante no es solo la fatiga, sino la pérdida de espacios propios, de pausas reales y de vínculos que no pasen por una pantalla
En este escenario el contacto con la naturaleza o la participación en iniciativas comunitarias pueden ofrecer un contrapeso real. No como evasión, sino como forma de reconfigurar la relación entre trabajo, salud y entorno. Frente a una cultura que exige estar siempre conectados, lo eco supone una forma distinta de presencia: más situada, más consciente, más habitable.
Tenemos que ser conscientes que la vorágine tecnológica en la que vivimos no solo organiza nuestras rutinas, las devora. Cada clic, cada notificación, cada correo revisado fuera de horario construye una arquitectura invisible que nos mantiene ocupados, pero desligados de los afectos. Corremos el riesgo de que un día, sin previo aviso, nos despertemos y descubramos que llevamos una década mirando pantallas, respondiendo correos, gestionando tareas, sin haber tocado lo que realmente nos hace humanos: el vínculo, el cuerpo, el silencio, la presencia. Hemos confundido disponibilidad con compromiso, productividad con valor, conexión con relación. Y mientras tanto, lo esencial —lo que no se mide ni se monetiza— se va erosionando. No es que la tecnología sea el problema, sino el modo en que nos ha enseñado a vivir sin pausa, sin contacto, sin tiempo. Resistir no es apagarlo todo, sino volver a encender lo que importa.
Resistir desde lo eco
Resistir desde lo eco implica redefinir nuestras prioridades y adoptar un enfoque más consciente y sostenible en nuestra vida diaria.
Optar por caminar, comprar menos, consumir con conciencia o sembrar lo que comemos no son modas ni manías: son estrategias vitales y las experiencias a pie de calle demuestran desde hace tiempo que tomarse la vida con más calma y optar por modelos de vida más sostenibles y más justos es posible incluso en entornos hiperurbanos.
Apagar notificaciones, resistirse al algoritmo, rechazar la obsolescencia emocional y material: cada gesto cotidiano puede convertirse en una forma de desacato más que necesario.
Vivir a contratiempo es salirse un poco del guión y entender que no podemos vivir cronometrando cada minuto, sino para ocupar el tiempo con sentido y cuidando de nosotras y de nuestro bienestar.
El contacto con la naturaleza tiene una relación directa sobre el bienestar humano
Un artículo publicado por Ana Egea-Ronda y María del Campo-Giménez en la Revista Clínica de Medicina familiar en 2023, apuntaba datos interesantes sobre cómo el contacto con la naturaleza tiene una relación directa sobre nuestra salud. Estas dos especialistas en medicina familiar y comunitaria apuntan que cuando tenemos contacto con la naturaleza o realizamos deporte en espacios verdes, mejora el manejo del estrés, los marcadores endocrinos relacionados con el estrés caen o la presión arterial vuelve a los valores basales más rápidamente que cuando se realiza en espacios urbanos.
Así que no se trata de convencer a nadie, ni de imponer nada. Se trata de abrir espacios a otra forma de actuar y de colocarse en el mundo. Se trata de que defender la naturaleza, los cuidados, lo común y lo lento es también defender lo justo. Cuidar no es una tarea menor, es una forma de plantar cara a modelos que agotan cuerpos y territorios. Sembrar tiempo, conectar con otras personas, sostener redes: ahí se trama una transformación que no salva por sí sola el planeta, colabora, pero sí puede salvarnos del ruido, del cansancio y de la desconexión. Eso ya es un cambio enorme.
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Estefanía Suárez es experta en Sostenibilidad Ambiental y colaboradora de la Fundación Alternativas.