Durante la clausura de la Cumbre Mundial de la Democracia, celebrada en Vitoria-Gasteiz, nuestro Jefe de Estado advertía hace unos días sobre el “retroceso” que amenaza a las democracias modernas. Un discurso que buscaba mostrar compromiso con los valores democráticos, pero que choca con una realidad incómoda: la institución que representa arrastra un demérito histórico y contemporáneo que erosiona su legitimidad.
La monarquía española no nació de un mandato ciudadano, sino de un pacto heredado de la dictadura. Su restauración fue un elemento central de un acuerdo entre élites que consolidó un modelo de Estado sin consulta directa a la ciudadanía. Fue refrendada, pero nunca se preguntó si los españoles deseaban monarquía o república. La democracia española nació, en buena medida, con un candado cerrado institucional que limita su reforma.
Nunca se preguntó si los españoles deseaban monarquía o república. La democracia española nació, en buena medida, con un candado cerrado institucional que limita su reforma
A esto se suma el demérito contemporáneo: los escándalos financieros y la conducta polémica de la familia real, desde Juan Carlos I hasta episodios cuestionables de casi toda la familia, han generado desafección. Viajes controvertidos, privilegios heredados y opacidad en la gestión del patrimonio han minado la credibilidad de la Corona. Hablar de defensa de la democracia desde esta posición resulta, para muchos ciudadanos, cuestionable sobre todo sobre la base del principio de igualdad ante la Ley.
Si el monarca quiere proyectar un legado distinto, no bastan los discursos. Un gesto valiente sería facilitar, ayudar a abrir el debate sobre un nuevo proceso constituyente que permita a la ciudadanía decidir sobre la forma de Estado. La Constitución actual dificulta a propósito cualquier reforma profunda de la Corona: el Título II está protegido por un procedimiento agravado que exige disolver las Cortes, convocar elecciones, aprobar la reforma por mayoría de dos tercios en ambas cámaras y ratificarla en referéndum. Lo que alguno diría “Un lío”, que, en la práctica, esto hace imposible corregir aspectos esenciales para avanzar en democracia como:
La inviolabilidad e inmunidad del monarca.
La preeminencia del varón sobre la mujer en la sucesión.
La jefatura suprema de las Fuerzas Armadas.
Mantener estas prerrogativas intactas perpetúa privilegios heredados y desajusta la institución frente a una sociedad moderna y crítica.
La España de 2025 no es la de 1978. Es más plural, más consciente de su poder político y capaz de exigir responsabilidad a sus instituciones. La democracia no se fortalece con símbolos heredados; se consolida con participación, legitimidad y responsabilidad compartida.
Felipe VI enfrenta así una encrucijada histórica: seguir siendo heredero de un modelo marcado por privilegios y deméritos o pasar a la historia como el monarca que antepuso la democracia a la monarquía, dejando un legado de confianza y legitimidad. La democracia no se defiende solo con discursos; se defiende con gestos valientes, porque a este país le faltó su revolución democrática y merece tener la oportunidad de mejorar.
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Juan Antonio Gallego Capel es funcionario de carrera de la Administración de la Región de Murcia, socialista, defensor del Estado federal, laico y republicano.
Durante la clausura de la Cumbre Mundial de la Democracia, celebrada en Vitoria-Gasteiz, nuestro Jefe de Estado advertía hace unos días sobre el “retroceso” que amenaza a las democracias modernas. Un discurso que buscaba mostrar compromiso con los valores democráticos, pero que choca con una realidad incómoda: la institución que representa arrastra un demérito histórico y contemporáneo que erosiona su legitimidad.