Plaza Pública
El hambre que llega
El hambre no tiene rostro pero le estamos empezando a ver la cara. Lo tenemos ahí. Se va acercando despacio, con pasos lentos pero implacables. Y nos va a rodear de un momento a otro. Esta maldita pandemia 3.0 está mutando: primero llegaron los muertos a manos del virus –que sigue golpeándonos como un martillo pilón día tras día– y ahora son los gusanos carroñeros de la escasez los que nos acechan, los que marcan territorio, los que están dispuestos a continuar la tarea que aquél empezó. El hambre es "un incendio frío" dijo Pablo Neruda y no tiene iniciales como el SARS-CoV-2 pero te aniquila igual, incluso provocándote un dolor superior porque lo hace a cámara lenta, con la maldad del torturador, desatornillándote física y psíquicamente.
En su libro El Hambre, Martín Caparros escribe: “Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día. Pero entre esa hambre repetida, cotidiana, repetida y cotidianamente saciada que vivimos, y el hambre desesperado de quienes no pueden con ella, hay un mundo”.
Y ese mundo cada vez es más grande y está más cerca: no pensemos ya en el hambre como algo etéreo y lejano que nos viene exclusivamente de África, Asia o América. Eso de lo que escribíamos y leíamos una vez cada 12 meses y después adiós muy buenas y hasta el año siguiente. Esto ya no tiene nada que ver con aquel Día Mundial de las Misiones. El hambre ya no viene a pedirnos con las huchas del Domund. Ahora se ha hecho global y ya está aquí, con nosotros.
El hambre ya no es sólo la fotografía de esa anciana que vendía ratones muertos en un mercado de Bangladés en 1974 y que constituye mi primer encontronazo visual con la plaga más letal y repetida que ha existido jamás. El hambre es el infierno en la tierra y aunque hay una forma muy sencilla para acabar con él nadie ha tenido a bien poner la vacuna en el mercado. Ahora hay muchos Bangladés y algunos empiezan a merodear a la vuelta de nuestras esquinas con tanta intensidad que duele. Quizá siempre han estado más cerca de lo que pensábamos y simplemente no hemos querido reparar en ello. Pero el caldo de cultivo que ha generado este virus empieza a ser insoportable y ya resulta imposible querer dejarlo de lado.
El hambre se mueve entre las grandes cifras y los pequeños individuos; entre los estómagos que crujen y gritan y las estadísticas que esconden el apetito entre porcentajes. Pero el hambre es más individual que colectivo aunque sean cientos, miles o millones quienes lo sufren: 265 millones lo padecerán este año, el doble que el anterior por culpa de la crisis económica provocada por esta peste del siglo XXI, que, según los expertos, amenaza con desencadenar una hambruna de “proporciones bíblicas”.
El hambre no se puede meter en un informe ni en una tabla ni en un apéndice. El hambre entra por la ventana y ya no sale por la puerta. Es como ese gota a gota con el que torturaban en la antigua China, que te va minando a paso lento hasta acabar contigo. El hambre es el padre y la madre que no pueden llevar a casa lo que sus hijos necesitan comer y no pueden comer. El hambre es esto, así de sencillo, no hace falta saber de ecuaciones para llegar al resultado ni de tablas Excel para visualizarlo.
Y cada vez llegan más mensajes y más claros de que la macroeconomía de esta pandemia de despidos, ERTES y ERES, está empezando a cobrarse víctimas micro, muy micro, de aquí al lado y de carne y hueso. Los últimos datos de paro confirman que la crisis se va a llevar a muchos por delante. La economía se descompone, los negocios desaparecen, las nóminas a final de mes empiezan a ser en algunos casos una utopía; y ya no hay ingresos, ni esperanzas de que vaya a haberlos a corto plazo por culpa de este confinamiento, para muchas familias, ya necesitadas de antes, que de pronto se han dado cuenta de que todo puede ser infinitamente peor.
Los Bancos de Alimentos de las grandes ciudades no dan abasto para pedir y para dar a quienes más lo necesitan; Cáritas, parroquias, algunas oenegés y los comedores sociales de cualquier tipo o condición, tampoco. La Comunidad de Madrid, pizzas y sándwiches al margen, se encarga de los pequeños en los barrios más marginales. En las colas del hambre de algunas parroquias de la capital se han casi triplicado el número de personas que acuden diariamente desde que empezó el confinamiento; y va aumentando conforme pasan los días. Estas colas del hambre son reales y tan inmoral sería hacer espectáculo con ellas como intentar borrarlas de la realidad como si fueran simplemente un espejismo. Está pasando y está pasando aquí.
Y no acaba aquí el drama: los alquileres, ya sea de viviendas o de simples habitaciones, no se pueden pagar y la calle empieza a ser el cuarto de estar de demasiadas personas. Un ejemplo: el jardín de la plaza de las Salesas de Madrid, al lado de Colón y Castellana, en el corazón de la España judicial, en cuyos alrededores se concentran el Tribunal Supremo, la Audiencia Nacional, el Tribunal Superior de Justicia de Madrid y el Consejo General del Poder Judicial. Antes de que todo se viniera abajo, sólo una persona vivía allí entre cartón duro, madera, mantas, marcos de ventana y un carro de supermercado donde almacenar las escasas pertenencias. Ahora los citados jardines han empezado a llenarse y donde sólo había una ‘vivienda’, se han ‘construido’ seis más y no parece que termine aquí la expansión.
La sombra alargada del hambre unida a este confinamiento que se amplía cada 15 días ha convertido también a no pocas mujeres en rehenes a destajo de sus maltratadores. Muchas se ven obligadas a aceptar el castigo por ellas y por sus hijos, porque entienden que el hambre y la calle serían todavía mucho peor. También se han detectado ya algunos casos de mujeres que se han acercado de puntillas a la prostitución para poder paliar la pérdida de ingresos de la familia y poder comer y escapar.
En algunas partes del planeta, las de siempre, el hambre forma parte del paisaje y no te deja huir, no hay escape posible; te coge por el cuello y acaba contigo sin miramientos ni escrúpulos, de un tajo y sin respetar sexo o edad; desapareces sin más como si nunca hubieras existido. Son esos países donde “tener hambre es la cosa primera que se aprende”, que dijo Miguel Hernández, y donde los niños comen galletas de barro con la vana intención de engañar al estómago.
Por el contrario en nuestro entorno –donde la simple pronunciación de la palabra hambre resulta incómoda– las futuras víctimas del hambre que llega no las encontraremos tiradas en nuestras calles, ni grandes carros se las llevarán para echarlas en fosas comunes como si estuviéramos leyendo el Diario del año de la peste, de Daniel Defoe. No, no es así como mata el hambre en las sociedades del primer mundo. Aquí lo hace educadamente, en voz baja, casi en silencio, apartando la vista, golpeando despacito, poco a poco, casi como si realmente no quisiera, pidiendo perdón incluso, negándote una pizca de pan y una miaja de sal, quitándote cada día un poco de oxígeno hasta que al final no puedes más y te vas… pero muy discretamente y sin que nadie pueda pensar que fue el hambre quien te mató.
Martín Caparros te incitaba de esta manera a leer El Hambre: “Si usted se toma el trabajo de leer este libro, si usted se entusiasma y lo lee en –digamos– ocho horas, en ese lapso se habrán muerto de hambre unas ocho mil personas: son muchas ocho mil personas. Si usted no se toma ese trabajo esas personas se habrán muerto igual, pero usted tendrá la suerte de no haberse enterado. O sea que, probablemente, usted prefiera no leer este libro. Quizá yo haría lo mismo. Es mejor, en general, no saber quiénes son, ni cómo ni por qué. Pero si usted leyó este breve párrafo en medio minuto, sepa que en ese tiempo solo se murieron de hambre entre ocho y diez personas en el mundo, y puede respirar aliviado”.
Si ha tardado usted cinco o seis minutos en leer este artículo, saque cuentas…