Plaza Pública

El mito moderno del espacio vital marciano

Boina de contaminación sobre la ciudad de Sarajevo, una de las más contaminadas del mundo.

Francisco Javier López Martín

En muy poco tiempo los seres humanos que habitamos el planeta nos hemos visto obligados a repensar de arriba abajo y de izquierda a derecha nuestras formas de vida, a la manera en que Antonio Muñoz Molina nos obliga a reflexionar en su libro Todo lo que era sólido.

La crisis desencadenada en el sistema financiero en 2008, con la quiebra de Lehman Brothers y sus hipotecas basura, tuvo consecuencias económicas, productivas, sociales, políticas y en la vida cotidiana, dejando un horizonte de recortes en la protección social, precariedad de los empleos, inseguridad en las vidas, brechas salariales, desigualdad. El mundo líquido del que nos habló Zygmunt Bauman.

Se instaló entre nosotros una realidad que amenazaba las posibilidades vitales de la inmensa mayoría de la población mundial. Pero inmediatamente después de esta larga crisis apareció ante nosotros el reto del cambio climático. Da igual que sea la acción humana la que está provocando el desastre planetario o que existan también causas naturales.

La realidad es que las especies se extinguen de forma acelerada, las temperaturas aumentan, el nivel de los mares crece, las selvas se deforestan, los desastres naturales nos asedian, los records de calor son batidos año tras año, el permafrost, las tierras heladas, los glaciares y el hielo milenario se descongelan, los virus se liberan con facilidad, evolucionan y se dispersan fácilmente transmitiéndose entre especies.

La población humana crece y se multiplica sin control y unos mínimos niveles de vida exigen una economía extractiva en expansión que amenaza con acabar con los recursos esenciales para nuestra propia vida. Vivimos en el Antropoceno, ese periodo de la vida del planeta en el que la acción de los seres humanos amenaza su propia supervivencia sobre el planeta.

Ya no se trata de ser generosos y salvar al planeta, porque el planeta seguirá su rumbo con o sin nosotros, se trata de ser egoístas, profundamente egoístas y asegurar nuestra propia supervivencia. La pandemia ha sido la última alarma que ha saltado, la demostración de que el capitalismo no puede salvarnos y que hay que pensar un mundo sobre otras bases, otros principios vitales, otras formas de convivir entre nosotros y con el resto de la vida que nos rodea.

Acabar con el mito del crecimiento infinito es un primer paso que debemos dar. No se trata de volver al pasado, al primitivismo, entre otras cosas porque ya sería imposible. Pero sí debemos aprender que el negocio, el beneficio, los números siempre en aumento, la eficacia y la eficiencia, por encima de los seres humanos, las necesidades creadas por encima de las necesidades reales, no son las recetas que nos sacarán del atolladero en el que estamos metidos como especie.

Tampoco podemos caer en falsas ilusiones que se corresponden con percepciones interesadas, pero equivocadas. La máquina gigantesca del capitalismo agota todo y terminará por destruir la vida, la de cada clase social y la del planeta, tal como anunciaron Karl Marx y Friedrich Engels, que celebró por cierto el bicentenario de su nacimiento el año pasado, en pleno confinamiento pandémico.

Nos han contado que el capitalismo es capaz de resolver los problemas que genera, pero es mentira. Cada vez que hemos resuelto un problema político, social, económico o militar generado por el capitalismo ha sido a costa de aparcar todos y cada uno de sus principios de egoísmo y poner en marcha mecanismos de solidaridad, cooperación y esfuerzo colectivo por el bien común.

Debemos aceptar humildemente que no somos dioses, ni podemos embarcarnos en huidas hacia adelante, pensando que podemos terraformar la Luna o Marte, esos desiertos de roca y polvo, mientras sobreexplotamos y agotamos la Tierra.terraformar La huida hacia el espacio infinito es tan cara y queda tan lejos de nuestras posibilidades económicas que no es una solución, sino el moderno mito de Sísifo, que tan bien nos narró Albert Camus.

El espacio vital que Hitler prometió a los alemanes no estaba en el Este de Europa, a costa de la destrucción de las poblaciones eslavas no arias. Nuestro espacio vital como especie no se encuentra en conquistar el vacío de un espacio infinito, al menos por el momento y, previsiblemente, seguirá siendo así durante bastante tiempo.

Como tampoco es posible concebir un escenario de futurismo poshumanista en el que la Inteligencia Artificial superará al hombre y nuestras conciencias habitarán en la nube, o en memorias externas, por más que unos cuantos aventureros, ricos empresarios ansiosos de notoriedad y eternidad, muchos soñadores y hasta algún científico, apuesten por invertir masivamente en estas ilusiones que anhelan un futuro imposible para 9.000 millones de habitantes del planeta.

No sé si seremos capaces de resolver el enigma de la esfinge que aguarda en el amenazante desfiladero en el que nos hemos adentrado, pero sí creo que nuestra salvación, o nuestro final, deben ser protagonizados por seres humanos, mujeres y hombres, capaces de combinar las matemáticas y las ciencias, con el humanismo y la capacidad de contarnos el mundo de forma muy distinta a como lo han hecho los ricos y poderosos a lo largo de la historia.

Esa es la tarea que nos aguarda, intentar conocer el mundo desde las ciencias, desde el arte, desde la palabra.

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Francisco Javier López Martín fue secretario general de CCOO de Madrid entre los años 2000 y 2013

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