Vivimos tiempos de regresión. Lo que durante décadas se consideró un avance civilizatorio —la ampliación de derechos, el reconocimiento de la diversidad, la protección de los cuerpos vulnerables—, hoy se tambalea ante el empuje de discursos reaccionarios que ganan terreno en las instituciones, en los medios y en la calle. La creciente derechización de la sociedad, con especial protagonismo de posiciones ultra, no es solo una cuestión ideológica: es una amenaza concreta para las mujeres y las minorías.
Este giro conservador no ocurre en el vacío. Se alimenta del miedo, de la precariedad, del resentimiento social acumulado tras años de crisis, desigualdad y desafección política. En ese caldo de cultivo, los sectores más radicales encuentran terreno fértil para sembrar su narrativa: la de una supuesta “restauración del orden” frente al “caos progresista”. Y en esa restauración, los derechos conquistados por mujeres, migrantes, personas LGTBIQ+ y otras minorías se convierten en moneda de cambio.
La ofensiva no es nueva, pero sí más explícita. En países como Hungría, Polonia o Italia, los gobiernos han promovido leyes que restringen el acceso al aborto, criminalizan la educación en diversidad sexual o recortan fondos a organizaciones feministas. En España, el discurso ultra ha logrado instalarse en el debate público con una virulencia inédita, cuestionando incluso consensos básicos como la lucha contra la violencia de género o la memoria democrática. Lo que antes se decía en voz baja, ahora se grita desde tribunas institucionales.
Las consecuencias son palpables. Las mujeres ven cómo se erosionan sus derechos reproductivos, cómo se cuestiona su autonomía y cómo se normaliza el machismo en espacios que deberían protegerlas. Las minorías étnicas y religiosas enfrentan un recrudecimiento del racismo institucional, mientras que las personas LGTBIQ+ sufren agresiones físicas y simbólicas que se justifican bajo el paraguas de la “libertad de expresión”. La violencia no es solo física: es estructural, discursiva, legal.
Pero más allá de las políticas concretas, lo que está en juego es el relato. La idea de que la igualdad es una imposición, que la diversidad es una amenaza, que los derechos de unos suponen la pérdida de privilegios de otros. Ese relato, repetido hasta la saciedad, cala en una parte de la sociedad que se siente desorientada, y que encuentra en el autoritarismo una falsa promesa de estabilidad.
Frente a esta deriva, es urgente recuperar la memoria de las luchas. Recordar que los derechos no fueron regalos, sino conquistas. Que cada ley, cada avance, cada reconocimiento fue fruto de movilizaciones, de alianzas, de resistencias. Y que esos derechos, por mucho que estén escritos en papel, no están garantizados si no se defienden cada día.
La respuesta no puede ser solo institucional. Necesitamos una ciudadanía activa, crítica, comprometida con la justicia social. Necesitamos medios que no blanqueen el odio, escuelas que enseñen a pensar, espacios públicos que abracen la pluralidad. Y sobre todo, necesitamos no caer en la trampa de la equidistancia: no todo es opinable, no todo es debatible, no todo merece el mismo espacio.
Porque cuando se cuestiona el derecho de una mujer a decidir sobre su cuerpo, cuando se niega la existencia de las personas trans, cuando se criminaliza al migrante por el hecho de serlo, no estamos ante una diferencia de opinión. Estamos ante una vulneración de derechos. Y eso, en democracia, debería ser inaceptable.
Este retroceso ideológico no solo se manifiesta en leyes o discursos, sino también en gestos cotidianos que revelan una normalización del desprecio hacia lo diferente. Las redes sociales se han convertido en altavoces de intolerancia, donde el anonimato permite que se difundan ataques misóginos, racistas y homófobos sin apenas consecuencias. En paralelo, ciertos medios de comunicación amplifican narrativas que deslegitiman las luchas feministas y desacreditan la existencia misma de las identidades no normativas.
La estrategia es clara: deshumanizar para desmovilizar. Cuando se reduce a las mujeres a estereotipos, cuando se caricaturiza a las personas trans o se criminaliza al migrante, se está construyendo un imaginario que justifica la exclusión. Y esa exclusión no es abstracta: se traduce en menos oportunidades, más violencia, mayor vulnerabilidad.
En este contexto, la educación se convierte en un campo de batalla. Los intentos por eliminar contenidos sobre igualdad, diversidad o derechos humanos de los currículos escolares no son anecdóticos: responden a una lógica que busca perpetuar privilegios y silenciar voces incómodas. La escuela, que debería ser un espacio de emancipación, corre el riesgo de convertirse en un instrumento de reproducción de prejuicios si no se defiende con firmeza su papel transformador.
También el lenguaje está siendo disputado. Palabras como “feminismo”, “interseccionalidad” o “inclusión” son ridiculizadas o tergiversadas por quienes pretenden vaciarlas de contenido. Esta guerra semántica no es inocente: busca desactivar el poder movilizador de los conceptos que han articulado las luchas por la justicia social. En su lugar, se imponen términos como “ideología de género” o “agenda globalista”, que funcionan como etiquetas estigmatizantes para desacreditar cualquier intento de avanzar hacia sociedades más equitativas.
La democracia no se mide solo por la existencia de elecciones, sino por la capacidad de garantizar derechos (...), especialmente para quienes históricamente han sido marginadas
La resistencia, sin embargo, persiste. En barrios, colectivos, asociaciones y espacios comunitarios, miles de personas siguen trabajando por una convivencia basada en el respeto, la solidaridad y el reconocimiento mutuo. Son acciones pequeñas, muchas veces invisibles, pero profundamente necesarias. Porque frente al ruido del odio, la constancia del cuidado es una forma de insubordinación.
No se trata de caer en el alarmismo, sino de asumir con lucidez el momento que atravesamos. La democracia no se mide solo por la existencia de elecciones, sino por la capacidad de garantizar derechos para todas las personas, especialmente para quienes históricamente han sido marginadas. Y esa garantía exige vigilancia, compromiso y valentía.
La creciente derechización no es inevitable. Es una construcción política que puede ser desmontada si se articula una respuesta colectiva que combine análisis crítico, acción institucional y movilización social. Las mujeres y las minorías no son víctimas pasivas de este proceso: son protagonistas de una historia que aún está por escribirse. Pero para que esa historia avance, es imprescindible que no se normalice el retroceso, que no se acepte el silencio, que no se ceda ante el miedo.
No estamos condenados a retroceder. La historia no avanza en línea recta, pero tampoco se detiene por inercia. Cada derecho conquistado ha sido fruto de la implicación colectiva, de la voluntad de quienes se negaron a aceptar la injusticia como norma. Hoy, esa misma voluntad debe activarse frente a la amenaza ultra que pretende desdibujar los logros alcanzados.
No da igual. No es lo mismo mirar hacia otro lado que plantar cara. No es lo mismo relativizar el odio que denunciarlo. No es lo mismo resignarse que organizarse. La defensa de los derechos de mujeres y minorías no es una cuestión identitaria ni ideológica: es una exigencia democrática. Y como tal, nos interpela a todas y todos.
Revertir esta deriva es posible, pero requiere compromiso, coraje y memoria. Compromiso con una sociedad más justa, coraje para enfrentar el discurso del miedo y memoria para no olvidar que cada paso hacia la igualdad ha costado esfuerzo, vidas y dignidad. Que no nos roben también la esperanza.
Porque sí, se puede. Y sobre todo, se debe.
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Estefanía Suárez es experta en Sostenibilidad Ambiental y colaboradora de la Fundación Alternativas.
Vivimos tiempos de regresión. Lo que durante décadas se consideró un avance civilizatorio —la ampliación de derechos, el reconocimiento de la diversidad, la protección de los cuerpos vulnerables—, hoy se tambalea ante el empuje de discursos reaccionarios que ganan terreno en las instituciones, en los medios y en la calle. La creciente derechización de la sociedad, con especial protagonismo de posiciones ultra, no es solo una cuestión ideológica: es una amenaza concreta para las mujeres y las minorías.