¿Pacto de Estado o reformas? El futuro del Sistema Nacional de Salud

Ante los cambios de época y los nuevos retos en la sociedad de las catástrofes y las emergencias hay quien recurre a la reforma constitucional como bálsamo de Fierabrás, paradójicamente cuando es mayor la polarización y menor la posibilidad de acuerdo, y además en el actual periodo político populista presidido por la polarización amigo-enemigo y por la simplificación de los problemas complejos.

En su defecto aparece también el recurso de los manidos Pactos de Estado, rememorando el carácter fundacional en la Transición democrática de los Pactos de la Moncloa, últimamente para blindar materias propias del Estado del bienestar, en la línea del Pacto de Toledo.

Pactos de Estado y populismo

Porque lo que está en cuestión es el propio modelo de Estado del bienestar, los derechos sociales y sus servicios públicos universales, sustituido por la más etérea e individualista sociedad del bienestar y la consiguiente privatización o por el eufemismo de la colaboración publico-privada.

Sin embargo, el único pacto de Estado que hoy se puede considerar como tal, el Pacto de Toledo, tampoco goza del consenso político precisamente en uno de sus pilares, como es la revalorización de las pensiones, lo que cuestiona más allá incluso su carácter contributivo y solidario y remite de nuevo a la alternativa de un sistema mixto.

La salida de la pandemia, con sus luces y sombras, con el surgimiento de nuevas catástrofes como la guerra y las consecuencias de la emergencia climática, han acentuado la sensación de miedo e incertidumbre. Hoy vivimos entre el miedo de los más vulnerables y el sálvese quien pueda prácticamente del resto que se sienten inseguros, y como consecuencia en una crisis existencial de los servicios públicos y en particular en la sanidad pública.

Con motivo de las recientes movilizaciones de los profesionales en defensa de las urgencias extrahospitalarias y de la atención primaria, además de las distintas negociaciones en el ámbito de las Comunidades Autónomas y de algunas medidas de choque del gobierno central, muchos analistas parecen coincidir de nuevo –además de en el trazo grueso del diagnóstico sobre la crisis– en un lugar común: la necesidad de un Pacto de Estado por la Sanidad en la línea del Pacto de Toledo, cuando no en la necesidad de una nueva ley general de sanidad después de más de tres décadas de vigencia.

No es la primera vez que se reconocen las carencias de nuestro sistema sanitario y la necesidad de un acuerdo que lo actualice, entre otras razones como consecuencia del envejecimiento de la población, de la evolución de las tecnologías sanitarias, del individualismo de la sociedad de consumo y de la revolución digital. Lo que es preocupante es que se pongan en cuestión no solo aspectos puntuales relativos a la necesaria actualización de la gestión, la planificación, la formación o del estatuto del personal sanitario, sino las propias bases del sistema público: como son su carácter universal, la equidad y su accesibilidad.

Porque en relación a la sanidad pública las discrepancias también son mucho mayores que sobre el sistema de pensiones, hasta el punto de que tan solo se mantiene el acuerdo en su financiación pública, ya que por parte de sectores de la derecha se cuestiona su carácter descentralizado e incluso ni siquiera se respeta la universalidad de la atención a los inmigrantes, ni la garantía de la accesibilidad para todos. Para muestra, lo ocurrido en la tragedia de las residencias de mayores en la Comunidad de Madrid. En realidad se trata de la alternativa a la sanidad pública de un sistema de colaboración público privada.

El pacto sanitario es además más complejo porque es obligado que participen, dentro de un sistema sanitario descentralizado, al menos el Gobierno Central y las Comunidades Autónomas, sino también los grupos parlamentarios de la Cortes Generales e incluso las organizaciones profesionales, sindicales y de pacientes relacionadas con el sector salud.

Cabría plantearse, no tanto el objetivo del manido Pacto de Estado sobre el conjunto del Sistema Nacional de Salud, hoy por hoy inviable, sino la posibilidad de algunas reformas concretas pactadas

Malos precedentes

Sin embargo, también es necesario recordar que el mencionado pacto de Estado se ha explorado y no solo en el pasado sino más recientemente. Al menos, en mi experiencia como presidente de la comisión de sanidad del Congreso de los Diputados y miembro de la subcomisión para el estudio de los problemas del sistema sanitario, resultó entonces poco menos que inviable, sobre todo por el carácter antagónico del modelo sanitario propugnado en los últimos tiempos por la derecha y las desconfianzas de los partidos nacionalistas a la injerencia en sus competencias.

Un pacto que fue bloqueado finalmente por la derecha con los argumentos ya conocidos: de una parte con la impugnación del actual modelo de atención primaria y por otra la defensa cerrada de las concesiones y del modelo desarrollado por sus gobiernos autonómicos, con un modelo de gestión privada alternativo al que contempla la ley general de sanidad de mediados de los ochenta del siglo pasado y que se ha ido consolidando, tanto ideológicamente como con un no menos potente entramado de relaciones e intereses, en particular durante el periodo de hegemonía neoliberal. Asimismo, por la desconfianza de los gobiernos nacionalistas a que el mencionado pacto de Estado se pudiera utilizar para una nueva armonización autonómica y con ello para una injerencia en la competencia sanitaria que no solo consideran exclusiva sino incluso excluyente con respecto a las bases y coordinación del Ministerio de Sanidad. Una desconfianza confirmada posteriormente como consecuencia de la polarización política y territorial de la actual década populista.

Pacto de Estado o reformas. II parte

Los efectos letales de la pandemia

La división más que el acuerdo en torno al modelo sanitario ha sido particularmente visible en las resistencias a lo largo de las sucesivas olas de la pandemia, primero ante las prórrogas del Estado de Alarma y luego frente a los acuerdos de coordinación del Consejo interterritorial en el marco de la ley de cohesión promovida en su momento por el Partido Popular.

En definitiva, si a pesar de la gravedad de la pandemia no hemos sido capaces de ponernos de acuerdo en aspectos básicos de su gestión, ni en el Congreso de los Diputados y ni siquiera entre los juristas ni en el Tribunal Constitucional, aunque con un grado satisfactorio de cooperación solo lastrado por la estrategia de deslegitimación entre las CCAA y el Gobierno central, y finalmente en la aprobación de una catarata de conclusiones y recomendaciones precipitadas para salvar la cara en el Congreso de los Diputados. Por todo ello, difícilmente se puede pensar que se den hoy las condiciones para un diálogo y mucho menos para un acuerdo, sobre todo en el actual clima de obstrucción y deslegitimación sistemática del Gobierno central, utilizando para ello no solo a los grupos parlamentarios, sino además los gobiernos autonómicos e incluso a instituciones teóricamente neutrales como la propia cúpula de la justicia.

En todo caso, de lo que no cabe ninguna duda es de la extraordinaria respuesta, tanto de los profesionales sanitarios como del sistema sanitario público, muy por encima de sus recursos y de sus posibilidades, a los duros retos de la pandemia, en comparación con otros modelos sanitarios, bien sean privados o mixtos. Una experiencia de resiliencia e innovación y en condiciones de emergencia que debería servir de base para cualquier acuerdo así como para la necesaria reforma del sistema sanitario. Un sistema tocado pero no hundido, algo que justifica su modernización, pero en ningún caso permite su desmantelamiento.

No cabe duda de la crisis y de las dificultades del sistema sanitario público en su conjunto como consecuencia del test de estrés de la pandemia en España y a nivel global, y que se hoy refleja en nuestro país especialmente en la debilidad de la salud pública y en la crisis de la atención primaria y de la salud mental, con consecuencias también en el agravamiento en el conjunto del sistema de la situación previa del sistema de urgencias y de unas listas de espera insostenibles, pero asimismo con carencias –que aunque menos visibles no son menos importantes– como son la orientación reparadora, farmacológica y tecnológica del sistema y su carácter hospitalocéntrico, y en materias tan centrales como la planificación sanitaria, la gestión pública, la promoción de salud, la prevención o la vigilancia epidemiológica.

En definitiva, entre los ciudadanos con malestar y divididos entre los vulnerables y los del sálvese quien pueda, los sanitarios quemados y en la dinámica del agravio de las administraciones y las fuerzas políticas polarizadas, el caldo de cultivo tampoco favorece el acuerdo.

La crisis de la sanidad pública se remonta a la última década del siglo veinte y la primera del actual con la pérdida del impulso integral y comunitario inicial del modelo público, y más tarde con la distorsión provocada por los vientos neoliberales de la estabilización presupuestaria y las primeras experiencias de nuevos modelos de gestión, la mayoría de ellos importados y de orientación privada, plasmados finalmente en la ley 15/97, desde la que hemos ido al rebufo de las sucesivas reformas liberalizadoras del Sistema Nacional de Salud Británico, que por otra parte y con el colapso que sufre en la actualidad, tampoco se han demostrado precisamente exitosas.

Marcos de diálogo y reformas

Por tanto, la pregunta fundamental es si la necesidad acuciante de reformas que fortalezcan el sistema público es una prioridad también para el conjunto de las administraciones y fuerzas políticas y sociales, además de para los ciudadanos y los expertos, o si por el contrario se trata para una parte relevante de ellos de una oportunidad para profundizar en su reorientación hacia un modelo mixto, no solo de gestión sino también de subordinación al sector privado, denominado eufemísticamente de colaboración público-privada, pero que trata la salud como una oportunidad de negocio, más que como un derecho universal. Algo que se ha visto de forma plástica a la par que dramática a lo largo de la pandemia, con el desbordamiento de la sanidad pública, aprovechado para el incremento de las pólizas de la sanidad privada y trágicamente en los protocolos para la no derivación de ancianos a la sanidad pública.

Es por todo esto que en el actual contexto quizá cabría plantearse, no tanto el objetivo del manido Pacto de Estado sobre el conjunto del Sistema Nacional de Salud, hoy por hoy inviable, sino la posibilidad de algunas reformas concretas pactadas.

Algo similar al llamado pacto de rentas en materia sociolaboral que a diferencia de los pactos de la Moncloa se ha establecido bien mediante mesas de concertación como la reforma laboral, parcialmente la reforma de las pensiones y más recientemente el acuerdo marco para el incremento salarial.

En el ámbito de la sanidad pública mutatis mutandis podría desarrollarse mediante algunas reformas parciales que fortalezcan y modernicen los pilares del sistema sanitario público en la línea de la ley general de sanidad, bien en una comisión del congreso y luego en el seno del Consejo Interterritorial de Salud, para su posterior desarrollo desde el Gobierno central y en colaboración con las CCAA gobernadas por formaciones políticas que comparten estos presupuestos.

Entre estas reformas, hasta ahora incomprensiblemente aplazadas, está la puesta en marcha definitiva de la Agencia de Salud Pública, aparte de otras medidas urgentes de relanzamiento tanto de la atención primaria como de la salud mental, así como el avance en algunas de prioridades como son la planificación sanitaria, los modelos de gestión pública, de formación y especialización y de consolidación del empleo sanitario, junto a la de coordinación de las agencias de evaluación de la calidad del sistema en el sentido del modelo NICE y la garantía efectiva del acceso y la cobertura universal. Para todo ello es imprescindible dotarse de un presupuesto digno para su desarrollo.

Estas medidas seguramente no tendrán tanto predicamento como el Pacto de Estado, pero sí serían alcanzables con la voluntad política de la mayoría y podrían crear las condiciones necesarias para un futuro pacto de Estado.

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Gaspar Llamazares es fundador de Actúa

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