El Gobierno vuelve a prometer memoria democrática, pero vuelve a fallar donde siempre falla: en la raíz. El proyecto La base y la cruz, presentado como la gran resignificación del Valle de Cuelgamuros, no toca aquello que convierte ese lugar en lo que es. No lo cuestiona, no lo transforma, no lo desactiva. Al contrario: tras una capa de modernidad arquitectónica y discursos conciliadores, lo apuntala.
Porque, llamemos a las cosas por su nombre: el Valle de los Caídos se construyó como panteón personal de Franco y en memoria del régimen fascista, un altar monumental levantado con trabajo esclavo de presos políticos. No es una interpretación ideológica; es un hecho documental. A partir de ahí, todo lo demás, arquitectura, liturgia, simbología, está impregnado de la misma matriz: glorificar un golpe militar, una guerra contra un Estado democrático y una dictadura que oficializó el catolicismo que se mantuvo cuarenta años mediante la opresión.
Y durante décadas, ese recinto funcionó exactamente para eso: como espacio de peregrinación franquista, como centro de nostalgia autoritaria, como refugio simbólico del relato de los vencedores. Ni el franquismo se ha marchado de allí ni el Estado ha querido desalojarlo del todo.
La cruz de 150 metros, el monumento fascista más imponente de Europa, seguirá allí, en pie. No se toca, no se contextualiza de verdad. Se mantiene como si fuera patrimonio espiritual de algún pasado neutro, cuando es exactamente lo contrario: una declaración de victoria franquista y una exaltación al catolicismo de antaño.
El Gobierno lo justifica como parte del “origen del lugar”. Pero mantener voluntariamente un símbolo fascista para enseñar democracia es un ejercicio de cinismo político difícil de digerir. La realidad es más simple: no quieren enfrentarse al coste político de derribarla. Y el resultado es evidente: todo lo que se construya alrededor estará condenado a seguir orbitando en torno al símbolo original del fascismo español. No hay resignificación posible con un tótem de 150 metros presidiendo el conjunto.
Otro pilar que permanece es el más incómodo para cualquier democracia madura: la presencia de los benedictinos. Una orden religiosa custodiando un mausoleo fascista, oficiando misas por Franco, manteniendo viva la liturgia del régimen. Esa anomalía democrática debería haberse abordado hace décadas. Pero aquí seguimos: la resignificación convive con la continuidad ideológica.
Pretender construir memoria democrática donde aún resuena la liturgia franquista es una contradicción imposible de sostener
Pretender construir memoria democrática donde aún resuena la liturgia franquista es una contradicción imposible de sostener. La gran propuesta del proyecto, esa famosa “grieta” en la explanada, es estética, no política. Un gesto visual potente que no altera ni el mensaje ni la lógica del conjunto. Es la metáfora perfecta de esta intervención: abrir grietas en el suelo para no abrirlas en el relato.
Porque lo que el Valle necesita no es diseño contemporáneo, sino claridad democrática. Necesita hablar de golpe de Estado, de guerra civil, de represión, de trabajo esclavo, de cuerpos trasladados sin permiso. Necesita decir sin miedo que es un monumento fascista construido para glorificar a un dictador. Pero ese discurso no aparece en el proyecto. Ni aparecerá mientras los símbolos permanezcan intactos.
El Valle debería ser un centro de memoria democrática radicalmente opuesto a su origen: un lugar que explique cómo se destruyó un Estado democrático, cómo se impuso un régimen totalitario y quiénes fueron sus víctimas. No un recinto remozado para visitantes. No una operación estética para cumplir expediente. No un acuerdo implícito con el franquismo residual para evitar conflictos.
La resignificación que España necesita no cuesta 30 millones. Cuesta valentía política. Mientras esa cruz siga allí, mientras los benedictinos sigan dentro, mientras la basílica siga consagrada, el Valle seguirá siendo lo que siempre fue: el mayor monumento del franquismo, maquillado para que parezca otra cosa.
El Gobierno podrá cambiar recorridos, iluminar pasillos, redactar paneles y multiplicar discursos. Nada de eso altera lo fundamental: el mensaje que Franco quiso dejar allí sigue intacto. Respirando. Dominando. Condicionando.
Y ese es el verdadero problema: no es que España no pueda deshacerse de sus símbolos fascistas. Es que no se atreve. No hay voluntad de romper con esa herencia, solo de gestionarla para que moleste lo justo. Se prefiere un fascismo monumental domesticado antes que un fascismo desmontado.
Porque resignificar el Valle no es una cuestión técnica. Es una cuestión de proyecto de país. Es decidir si la democracia sigue bailando alrededor del mausoleo de un dictador o si, de una vez por todas, lo desactiva.
El Gobierno ha tomado su decisión: prefiere conservar el símbolo antes que incomodar al franquismo. Prefiere el gesto antes que la ruptura. Prefiere la grieta en la piedra antes que la grieta en el relato. La pregunta, entonces, es para nosotros: ¿Hasta cuándo vamos a aceptar que la memoria democrática se construya a la sombra de una cruz fascista de 150 metros?
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Juan Antonio Gallego Capel es funcionario de carrera de la Administración de la Región de Murcia, socialista, defensor del Estado federal, laico y republicano.
El Gobierno vuelve a prometer memoria democrática, pero vuelve a fallar donde siempre falla: en la raíz. El proyecto La base y la cruz, presentado como la gran resignificación del Valle de Cuelgamuros, no toca aquello que convierte ese lugar en lo que es. No lo cuestiona, no lo transforma, no lo desactiva. Al contrario: tras una capa de modernidad arquitectónica y discursos conciliadores, lo apuntala.