Plaza Pública

La pesadilla de las Plataformas

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José Manuel Pérez Tornero

Una amiga me contó hace días una pesadilla que le había perseguido varias noches –y en varias versiones– desde el confinamiento. En su primera versión, mi amiga salía de su casa, situada en un barrio antiguo y céntrico de una gran ciudad, dispuesta a comprar en las tiendas de alrededor –que aún, por suerte, conservan un cierto aire tradicional–. Pero para su sorpresa las encontraba cambiadas. Todas aparecían pintadas de un mismo color e iluminadas con una misma luz neón, fría y extraña. De manera que, entrase donde entrase, tenía la sensación de estar comprando siempre en un mismo comercio, y siempre a los mismos vendedores. Conforme se repetía el sueño, la pesadilla se fue haciendo más inquietante. Muchas tiendas iban desapareciendo y las que quedaban disminuían la variedad de marcas que ofrecían, imponiendo la mono-marca.

En nuevas versiones de la pesadilla, para mayor angustia de mi amiga, las pocas tiendas que quedaban se fueron fusionando precipitadamente unas con otras en un solo punto de concentración –una especie de Aleph borgiano–. Y, sigilosa pero irreversiblemente, finalmente solo quedó un único lugar en el que comprar, muy pocos productos que elegir y una sola marca.

Mi amiga, según me dijo, sintió entonces un escalofrío, como si una mano poderosa la agarrara por detrás. Y asoció ese estremecimiento con una idea que había ido abrigando durante el confinamiento: que mientras estábamos encerrados en nuestras casas huyendo del virus había surgido una especie de oligopolio global sin precedentes que nos ha dejado a los ciudadanos indefensos y en manos de muy pocas grandes corporaciones.

Las plataformas

Probablemente, lo que intuía mi amiga es un hecho real: en muy poco tiempo han surgido grandes plataformas que han alcanzado tal poder que provocan estremecimientos. Son las que algunos llaman GAFAM –Google, Alphabet, Amazon, Facebook Apple y Microsoft–; y, otros, no sin segunda intención denominan G-MAFIA –incluyendo en el acrónimo a IBM–. Todas ellas son norteamericanas. Y si a estas les sumamos sus empresas gemelas en China (Alibaba, Tencent y Baidu), componen lo que se conoce como lasnueve grandes de la economía mundial.

¿Qué representan estas plataformas? De hecho, son cada una de ellas el fruto de una aglomeración de tecnología digital e inteligente puesta al servicio de la conquista de un mercado multimillonario, con una capitalización bursátil intensiva y un marketing muy agresivo (que a veces, como ha denunciado la UE se basa en abusar de su posición dominante). Juntas, constituyen una especie de super-red cerrada y excluyente, muy parecida a lo que es una red mafiosa (Amy Webb): tienen intereses similares; actúan con secreto y sigilo; disponen un enorme poder de vigilancia y control; no respetan demasiado las leyes; etc. Y, tal vez, mediante estos métodos han logrado apropiarse de la mayoría de los servicios y transacciones mundiales. Esta es la razón por la cual la pesadilla de mi amiga no era un capricho sicológico personal. Era en realidad el resultado de la adición de múltiples pesadillas de muchas personas en todo el planeta que, a causa de la existencia de estas plataformas, están viviendo la ruina económica y una auténtica angustia vital. UBER, por ejemplo, es la pesadilla de los taxistas; AirBnB, la de los hoteleros; Amazon y ALÍ Babá, la de los comerciantes; Kindle, la de los libreros; Google News, la de los editores y periodistas; Netflix, Prime, Disney y HBO, la de las televisiones lineales, y la de los propietarios de salas de cine; Google AI e IBM Cloud Computing, la de los gerentes, y la de los analistas y directores de marketing; Facebook y Google Ads la de los publicistas y la de los medios de comunicación; COURSERA, la de las universidades; Deep L y Google Translate, la de los traductores; Spotify para los editores musicales; etc. Porque cada una de estas plataformas (y su acción conjunta y coordinada) está demostrando ser capaz de llevar a la quiebra a infinidad de instituciones, comercios, industrias; y de corroer el empleo (y hasta el carácter) de muchos trabajadores en todo el planeta.

La pandemia ha contribuido, por su parte, a intensificar esta disrupción del sistema económico, y a ahondar la precariedad y angustia de muchos trabajadores. Cuando –como sucede en estos momentos–, la producción, el trabajo, la educación, la administración, el comercio y las relaciones sociales dependen cada vez más de esta super-red de plataformas, nuestra dependencia está creciendo proporcionalmente al aumento de su poder.

Un poder muy penetrante

Lo singular es que estas plataformas combinan tres tipos de poderes tradicionales, el económico, el político y el social. En lo económico, su poder es nítido y singular: las plataformas lo dominan todo. Hace apenas una década, las principales empresas mundiales eran Exxonmobil, Petrochina, Royal Dutch Shell, Procter. Casi todas ellas suministraban servicios esenciales relacionados con la energía o la alimentación. Actualmente, en cambio, las empresas dominantes son grandes plataformas: Alphabet, Apple, Microsoft, Tencent, Facebook, Ali Babá, etc. Y -a pesar de ello o justamente por ello- se han adueñado de casi todos los intercambios y transacciones mercantiles. No es un accidente, por tanto, que la mayor fortuna de la historia de la humanidad esté actualmente en manos de un solo hombre, Bezzos, el dueño de Amazon (y del Washington Post, por cierto), o que Apple sea ya la empresa con más capital en la historia.

En lo político, estas mismas nueve compañías están casi determinando el nuevo orden geoestratégico mundial. Son piezas esenciales en un tablero mundial en el que EEUU y China andan disputándose el control de las redes mundiales de inteligencia artificial (mientras la UE hace de espectadora; y Rusia de hacker oportunista). A escala política menor, las 9 siguen jugando un papel decisivo en la esfera pública. Facebook (y otras), por ejemplo, ha impulsado el populismo discursivo de un Trump, un Boris Jonson, una Marie Lepen o un Salvini; y ha intervenido en el deterioro de muchos procesos electorales claves (como se supo por su relación con Cambridge Analytica). Por su parte, de las compañías chinas lo mínimo que se puede decir es que colaboran fielmente con su gobierno, no solo colaborando con su sui géneris política de comunicación, sino respaldando el uso intensivo de la supervigilancia mediante inteligencia artificial.

Cuando se trata de poder social, son también estas grandes compañías las que están determinando buena parte de nuestras orientaciones y relaciones sociales: marcando modas y tendencias, interfiriendo en nuestras redes de amistad y hasta en la formación de parejas; y, por supuesto, influyendo directamente en nuestras familias. El corazón de su negocio (y de su poder) reside en su capacidad para absorber nuestros datos íntimos y personales: prácticamente, lo saben todo de nosotros. Y, luego, a partir de este conocimiento, personalizan e incluso crean su oferta de servicios. Poco a poco, con su omnisciencia, suplantan nuestras búsquedas e inquietudes, nuestras formas de desear y finalmente nuestras decisiones.

La combinación de estos tres tipos de poderes –ensamblados y realimentados mutuamente– concede a las plataformas una especie omnipotencia sobre nuestras vidas. Un control casi totalizador que puede acabar con una versión tiránica –como la del Mundo feliz de Huxley–; una versión pseudo idílica –como la de El Show de Truman–; o una versión paradójica –como la que presenta McEwan en su última novela (Máquinas como yo), donde se demuestra que es la ética contradictoria de los humanos la que trasladada a las máquinas genera el caos y la inestabilidad-.

La esperanza estratégica: un método

Sea cual sea el desenlace de la plataformización del mundo, mi amiga me dice que hay que rebelarse, que no podemos permanecer indiferentes. Que es preciso evitar caer en el abismo apocalíptico de las pesadillas, y que hay que buscar alternativas. Ella propone un método que se podría llamar de la esperanza estratégica. Según ella, consiste en imponerse metódicamente un objetivo ambicioso que, a medio o largo plazo, pueda sustituir a las pesadillas y que, paulatinamente, cree alternativas prácticas. Para ello me dice que hay que identificar algunos objetivos generales. Y, luego, ensayar algunas tácticas para alcanzarlos.

El primero de estos objetivos sería procurar despertar conciencia pública (sobre y) ante el nuevo poder que establecen las plataformas; para ello, se requiere impulsar una exigencia constante de transparencia y rendimiento de cuentas a las grandes plataformas, con el fin de que la opinión pública esté informada. El segundo, hacer cumplir las reglas de juego. Según mi amiga, si las grandes plataformas respetaran mínimamente el derecho de las personas (pero también el laboral y el fiscal y pagaran los impuestos que les corresponden), muchos de sus poderes –y su posición dominante– desaparecerían automáticamente. Y el tercero, que todos y cada uno de nosotros (y todos juntos) desarrollemos una suerte de ecologismo activo frente a esta red de plataformas para defender que nuestro entorno vital no se eche a perder como lo está haciendo el planeta. Esto, siempre según mi amiga, exigiría una lucha decidida contra la basura informacional; contra las adicciones tecnológicas; contra el calentamiento mediatizado de las redes sociales, etc. Y, por supuesto, tendría que procurar una conversación social libre de contaminación; con espacios saludables, directos y francos para el intercambio de servicios entre personas (por ejemplo y sin ir más lejos, en materia de educación). Y exigiría sobre todo, un ejercicio crítico y creativo constante, o sea promover la alfabetización digital y mediática.

Está claro, pues, que para mi amiga el mejor antídoto contra las pesadillas personales son los sueños compartidos.

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José Manuel Pérez Tornero es director de la Cátedra UNESCO de Alfabetización Mediática y Periodismo de Calidad

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