Repolitizar lo cotidiano

Se suele repetir que “la juventud se ha vuelto de derechas”, pero esa lectura superficial borra lo esencial: no existe ningún giro ideológico natural ni irreversible, sino el resultado de un terreno político abandonado por la izquierda y ocupado con éxito por discursos reaccionarios capaces de traducir malestar en resentimiento, nunca en justicia. La cuestión no es qué ha pasado con la juventud, sino qué ha dejado de hacer la izquierda en un momento en que las condiciones materiales deberían impulsarla, no debilitarla.

Durante décadas, la izquierda creyó que ciertos valores –igualdad, solidaridad, derechos sociales– estaban culturalmente asegurados. Pero mientras celebraba sus victorias simbólicas, la precariedad se instalaba como régimen de vida, la vivienda se convertía en un bien de lujo y la meritocracia vacía sustituía a la política como promesa de movilidad. En ese vacío, la derecha extrema encontró una grieta: convertir el deterioro de las condiciones de vida en un relato de agravios identitarios. Donde debería haber un análisis de clase, aparece un enemigo inventado. Donde debería haber organización, hay aislamiento.

Por tanto, no se trata de lamentarse, sino de reconstruir un proyecto político ofensivo, no defensivo, que vuelva a representar a quienes viven la incertidumbre como horizonte. Y para eso creo que se necesitan cambios profundos.

1. Recuperar el conflicto: señalar quién gana y quién pierde

La derecha no tiene miedo al conflicto: lo explota. La izquierda, en cambio, ha caído demasiadas veces en la tentación tecnocrática de “la buena gestión”. Pero un proyecto transformador no puede limitarse a gestionar un presente injusto: debe nombrar con claridad a los responsables de la precariedad estructural.

No se lucha por la vivienda sin señalar a fondos buitre y políticas urbanísticas ultraliberales. No se defiende lo público sin enfrentar la privatización. No se dignifica el trabajo sin cuestionar el poder empresarial concentrado. Sin conflicto, no hay política de izquierdas.

2. Ofensiva materialista: políticas que cambien la vida, no solo los marcos discursivos

La derecha gana cuando la izquierda se vuelve abstracta. Por eso la prioridad debe ser construir un programa que afecte directamente a la vida cotidiana:

Reforma radical del mercado de la vivienda: limitar precios, frenar especulación, expulsar a fondos depredadores, multiplicar y promover vivienda pública en régimen de alquiler con opción de compra a precios razonables.

En el vacío que dejó la izquierda, la derecha extrema encontró una grieta: convertir el deterioro de las condiciones de vida en un relato de agravios identitarios

Nuevo contrato social del trabajo: jornada de 30-32 horas, subida sostenida del salario mínimo y medio, inspección laboral reforzada, derechos para favorecer la vida de los trabajadores por cuenta propia.

Fiscalidad de clase: impuestos progresivos sobre grandes fortunas, herencias elevadas y beneficios extraordinarios.

Inversiones masivas en salud, educación, investigación y transporte, pensadas como derechos, no como servicios de mercado.

No basta con tener razón: hay que alterar las condiciones materiales bajo las que se forma la conciencia política.

3. Reorganizar la militancia: menos marketing, más estructuras colectivas

La derecha populista prospera porque proporciona identidades fuertes y comunidades de pertenencia. La izquierda no puede contentarse con campañas digitales o con partidos desanclados del territorio. Necesita tejer organización en barrios, centros educativos, espacios laborales, redes de apoyo mutuo y espacios donde el malestar sea compartido y politizado, no gestionado en silencio.

La construcción de poder popular exige tiempo, presencia física y vínculos reales. Sin organización, cualquier avance electoral es efímero.

4. Recuperar el horizonte: prometer futuro cuando todo invita al cinismo

El neoliberalismo ha colonizado incluso la imaginación: la idea de que no hay alternativa se filtró hasta convertirse en sentido común. Pero la tarea de la izquierda no es administrar lo posible, sino ensancharlo.

Hablar de planificación ecológica, de garantizar vivienda universal, de democratizar la economía o de redefinir el tiempo de trabajo no es utópico: es necesario. La derecha solo gana cuando la izquierda renuncia a imaginar. Y una izquierda sin ambición no inspira a nadie.

5. Repolitizar lo cotidiano: convertir la frustración en conciencia, no en resignación

La frustración social no desaparece: se transforma. Puede convertirse en odio hacia los más vulnerables o en energía colectiva para disputar el poder. Esa disputa no surge de campañas moralizantes, sino de conectar los problemas diarios con estructuras económicas concretas.

La izquierda debe explicar, con crudeza y sin eufemismos, cómo opera la desigualdad, y ofrecer herramientas para combatirla. No sermones: análisis. No culpabilización individual: organización.

Resumiendo, el avance de las derechas no es un fenómeno natural; es el resultado de la retirada de la izquierda de los terrenos donde se forma la conciencia política. Recuperar esos espacios exige conflicto, organización y políticas materiales transformadoras.

No se trata de convencer a nadie desde un púlpito: se trata de volver a estar donde se sufre, donde se trabaja, donde se vive, y construir desde ahí un proyecto que no solo explique por qué el presente es injusto, sino cómo puede dejar de serlo.

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Juan Antonio Gallego Capel es funcionario de carrera de la Administración de la Región de Murcia, socialista, defensor del Estado federal, laico y republicano.

Se suele repetir que “la juventud se ha vuelto de derechas”, pero esa lectura superficial borra lo esencial: no existe ningún giro ideológico natural ni irreversible, sino el resultado de un terreno político abandonado por la izquierda y ocupado con éxito por discursos reaccionarios capaces de traducir malestar en resentimiento, nunca en justicia. La cuestión no es qué ha pasado con la juventud, sino qué ha dejado de hacer la izquierda en un momento en que las condiciones materiales deberían impulsarla, no debilitarla.

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