Plaza Pública

Sánchez ante la Unión Europea: regreso al futuro

José Sanroma Aldea

España estaba en el pasado. El nudo gordiano inmovilizador se fue formando desde la crisis –mal resuelta– que se abrió con los resultados de las elecciones generales de diciembre de 2015, una crisis que nos adentraba en un tiempo muy distinto políticamente, que estaba aún por explorar, con nuevos actores políticos.

Pero España, presa de la agitación, quedó atada al pasado: desde el mismo momento en que –tras la repetición de elecciones en junio de 2016– el Congreso, en octubre, otorgó su confianza a Rajoy.

Su presidencia era un muro de contención casi infranqueable. Un muro alzado frente a la exigencia de responsabilidad política por la corrupción, tan dañosa económicamente; un muro alzado frente a la necesidad de rehabilitación del entero edificio institucional de la democracia española. La continuidad de Rajoy era seguir como si pudiera borrarse del tiempo y de la realidad todo lo que no le acomodaba.

La sentencia ya famosa de la Audiencia Nacional no podía derribar ese muro; únicamente podía mostrar –y a fe que lo hizo bien– que España seguía presa en el pasado: distraída con el mantra gubernamental del crecimiento económico, reconcentrada en sus demonios familiares, ausente de la Unión Europea en tiempos decisivos. Estaba encerrada institucionalmente en épocas anteriores y, al mismo tiempo, movilizada en la calle demandando un futuro mejor: los jubilados, las mujeres – con su descomunal 8 de marzo con repercusión internacional–, huelgas de jueces... y todo sin encontrar una vía de salida.

Pues bien, ese muro lo ha derribado el bombazo de la moción de censura, una iniciativa política democrática de un PSOE empujado a lanzarse a la ofensiva. Audacia.

Su sola presentación desencadenaba un debate global, situando a su secretario general en el centro de la escena política. Un debate que ha activado todos los discursos y todos los enfrentamientos. Pues aquella crisis, tan larga y tan mal resuelta, fue reabierta. Y con una intensidad multiplicada.

Y he aquí que, en apenas una semana, hemos llegado al punto al que pudo llegarse y no se llegó entonces: a la elección de Pedro Sánchez como presidente por parte del Congreso de los Diputados.

Los creyentes pueden explicarse este insospechado resultado recordando siempre que los caminos del Señor son inescrutables, pero que Dios escribe derecho con renglones torcidos.

Quienes observan los caminos políticos pueden añadir que estos siempre tienen explicación; que no son estelas en la mar, que dejan huellas. Que incluso cambian a los caminantes. Y bien puede afirmarse que ninguno de los cuatro grandes partidos de hoy son los mismos de antes.

Así que no estamos ante un fragmento del eterno retorno. El tiempo no ha pasado en balde. Para quien menos: para Pedro Sánchez, el nuevo presidente.

El Gobierno que va a formar necesariamente tiene que ser muy distinto a cualquiera que hubiera podido formar entonces. Tan distinto como marcan las modificadas circunstancias que habrá de gobernar.

Rajoy, derrotado por una circunstancial confluencia de votos, todavía no sabe por qué ha perdido. Tampoco lo saben Rivera y Ciudadanos, que en la hora de derribar el muro de Berlín estaban sentados en los escaños de Babia, mirándose en su espejito mágico, narciseando en el lago de la derecha.

No pocos de los dirigentes peperos –aunque solo algunos lo digan hoy en público– saben que hubieran podido evitar esta derrota estrepitosa del PP... si su jefe hubiera dimitido. Pero Rajoy y los suyos, camino hacia una trinchera de oposición que anuncian bronca, erre que erre, repiten que dejan una España mejor, que la libraron del rescate y que el crecimiento económico es el mayor de Europa.

Merecen alguna ayuda para sacarles del error. En la campaña en la que Clinton batió a Bush padre, uno de sus dardos fue la reiteración de esta frase: "Es la economía, estúpido". Pues eso. Ahora, parafraseando aquella, podemos decirles a los que no entienden lo que les ha pasado: "Es la política, estúpidos". ¡Es la democracia parlamentaria! Es la democracia representativa. La que no es una pura representación. La inmune a la demagogia de que llega Sánchez a presidir el gobierno sin ganar las elecciones. La que consiste en votar cuando se debe, lo que se debe, y en la forma en que se debe. Aunque no queráis comprenderlo porque no os atrevéis a explicaros esta paradoja: el Congreso que invistió a Rajoy, el que dió lugar a que Pedro Sánchez dejara su acta y marchara al destierro con unos pocos de los suyos, ha sido el mismo Congreso que ha apartado a Rajoy de la Presidencia y se la ha confiado a Sánchez.

Se necesita una política capaz de ver no solo españoles, sino también a los españoles en sus múltiples diferencias significativas: sociales, de género, generacionales, territoriales. En fin, la política que trate de la España real, con un pueblo español mezcla de los pueblos de España –algunos de los cuales sienten una identidad nacional propia–, todos ellos integrados a través de la común ciudadanía en un Estado que nos hace compartir suerte. Una política integradora que sea, al mismo tiempo, antídoto de esa lucha de todos contra todos a la que apuntan los estrategas de la tensión. Y si el desafío secesionista es de inmensa gravedad, hay que hablar con Cataluña, con toda Cataluña, no con solo una de las dos en las que amenaza con fracturarse. Démonos una tregua.

A mí me parece que al primer gobierno de Sánchez solo puede exigírsele que trace un rumbo para las políticas de integración en los cuatro ámbitos a los que he referido las diferencias significativas; que tome algunas medidas urgentes de renovación democrática ante la emergencia institucional; que apunte en ellos –si llega el caso de elaborar unos siguientes Presupuestos Generales del Estado– el camino de la transición económica que España necesita. Nuestra historia económica es pródiga en la enseñanza de que el crecimiento suele beneficiarse de los factores exteriores, pero no realiza las reformas estructurales capaces de dar más solidez y mejores objetivos a nuestro desarrollo.

Ahora bien, en el incierto panorama de lo que va a suceder en nuestro país, hay una certidumbre que podemos compartir. Una gran parte de las decisiones que influirán en nuestra suerte común se toman en la sede de la Unión Europea, donde se ha transferido una parte de la soberanía del Estado. Y esto lo saben también los cuatro grandes partidos.

En España no hay ningún partido antieuropeísta. Derrotamos más por el lado de un europeísmo ingenuo o confiado como si la suerte de la Unión no fuera cosa nuestra o como si a nuestro alcance no estuviera influir en ella. Hoy, a pesar del crecimiento de los partidos antieuropeístas en no pocos Estados de la Unión, en esta se apunta la posibilidad de un resurgimiento. Es la hora de España para influir en el progreso de la Unión. Macron lo dijo: "No basta con Alemania y Francia, necesitamos a España y a Polonia". Tanto se necesita a España que hasta se apoyaba a su presidente, aunque estuviera tan devaluado como lo estaba Rajoy. Este y Puigdemont eran la anti-imagen que necesitamos transmitir. Ya ambos pintan hoy mucho menos que ayer.

Así que el nuevo presidente y su gobierno tienen que comparecer de inmediato en el tiempo en que se está jugando la suerte de un nuevo resurgimiento de la Unión Europea. Algo que podrá hacer con éxito si España avanza internamente en las políticas de integración apuntadas. La interacción positiva entre esos dos procesos puede ser constante. Y viceversa.

Deseemos que –en medio de la descomunal lucha política doméstica que se avecina– todos los partidos contribuyan a fortalecer, desde el acuerdo, la contribución de España.

Vale.

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