La tensión es abrumadora. El jurado entrega a la magistrada su veredicto mientras la sala guarda un silencio sepulcral. En el papel entregado viene escrita la palabra maldita: “culpable”, pero la magistrada, quebrando la dinámica que hemos visto tantas veces, no dará paso a su lectura. En su lugar, devuelve el documento al jurado sin revelar su contenido y les exhorta a motivar su decisión: “no basta con decir ‘creemos que ha pasado esto’ sino que tienen que decir ‘creemos que ha pasado esto porque en atención del testimonio de esta persona’...”, les explica; ante declaraciones contradictorias deben aclarar “por qué hemos dado más credibilidad a esa persona que a la otra” y en caso de periciales opuestas “tienen que dar una breve explicación de por qué han optado por esa pericial y no por otras”. El jurado se retira a deliberar cabizbajo dejando una insoportable intriga en el acusado, que si en ese momento alzara la vista al techo vería una espada balanceándose peligrosamente sobre su cabeza. Al cabo, regresan y entregan su nuevo veredicto: “inocente”.
La escena anterior sucedió en Valencia hace unos años, pero bien pudo haber pasado en cualquier otro lugar. Una brisa ligera y trivial liberó la espada, que cayó rozando al acusado, por el puro azar de una administración más de lotería que de justicia. El absurdo no terminó ahí: tras escuchar el veredicto de inocencia, la acusación quiso conocer el primer veredicto; lo habían tirado a la basura y nadie lo conservaba. El Tribunal Superior de Justicia confirmó la absolución pero el Tribunal Supremo ordenó repetirlo todo, convocando al acusado a un nuevo juicio, una nueva sentencia, una nueva apelación, una nueva casación... Finalmente, el Tribunal Constitucional ha enmendado la plana al Supremo y, de forma certera, ha anulado la decisión de repetir el juicio entendiendo que todo tiene un límite. El yerno de la viuda del expresidente de la Caja de Ahorros del Mediterráneo (no verán una aposición con más “de”) ya ha sido juzgado y es inocente. En realidad, para ser precisos, no ha sido juzgado; le han sometido a un juicio, cosa diferente, porque la labor de juzgar no se vislumbra por ninguna parte.
La ley que instauró el jurado en España fue aprobada en 1995 y, sin ánimo de exagerar, podría decirse que fue elaborada por unos legisladores verdaderamente aterrados ante lo que estaban haciendo. Este pánico puede rastrearse de los tres dogales que colocaron al cuello del jurado para que no se les desmadejara mucho; no fueron suficientes.
El primer dogal fue, como hemos visto, imponerles la necesidad de explicar su decisión. Esta es una exigencia lógica, en la línea de una tradición secular del derecho continental. Sin embargo, si hay algo que sabemos del jurado, desde la primera película que vimos de niños, es que no motiva sus decisiones. Desde Testigo de cargo a Veredicto final, desde Philadelphia a Anatomía de un asesinato, no verán una película donde, tras el veredicto, el magistrado se dirija a los jurados: “¿Me pueden ustedes explicar de dónde han sacado semejante veredicto?” En pura teoría, esta falta de motivación no es un defecto procesal sino una consecuencia de su propia naturaleza de tribunal popular y soberano. El juez que explica su decisión refuerza su autoridad porque la motivación es la forma de ganarse su propia legitimidad. Por el contrario, el jurado tiene una legitimidad de origen, como pueblo soberano que es, por lo que al explicar su veredicto debilita su autoridad, porque la somete a debate. Uno de los atributos del soberano es precisamente no tener que dar explicaciones; lo mismo pasa con la divinidad, como recuerda Carlos Castresana en su último libro: si exigiéramos a un dios que nos explicara lo que hace, dejaría de ser dios.
La ley que instauró el jurado en España fue aprobada en 1995 y, sin ánimo de exagerar, podría decirse que fue elaborada por unos legisladores verdaderamente aterrados ante lo que estaban haciendo
Aparte de este escollo, hay otra dificultad añadida para la motivación del jurado, que responde a la nociva idea de que la verdad puede alcanzarse sin más técnica que la impresión, confundiendo un juicio de conocimiento con un juicio de valor. El discurso de la magistrada en aquella vista refuerza este gravísimo vicio: un jurado no debe decirnos ‘creemos que ha pasado esto’ sino ‘sabemos que ha pasado esto’. El jurado alcanza su convicción por un proceso epistémico inverso al que debería ser el judicial: lo propio es que un juez llegue al fallo trabajando desde los hechos hasta la convicción, en una labor de motivación ascendente, donde se preguntara ¿qué me está diciendo esta prueba? Al jurado, como a los malos jueces, le llega el convencimiento como una revelación, una experiencia de epifanía, de tal manera que la motivación se presenta descendente, dirigiéndole a responder otra pregunta distinta: ¿por qué esta prueba me ha convencido? El enfoque es opuesto: en ascenso, la motivación puede dar lugar a preguntas sucesivas, a nuevas cuestiones, escenarios e hipótesis: ¿qué pasa con esta prueba, con aquella otra? En descenso, el proceso motivador, de recorrido muy limitado, termina por estrellarse en el suelo.
El segundo grillete que el legislador le puso al jurado fue convertir sus decisiones en muy recurribles, cosa que tampoco hemos visto en las películas al uso, donde el público se suele alborotar de inmediato con el veredicto, teniéndolo por decisión final. Cuando se aprobó la ley las sentencias por jurado eran las únicas, en materia penal, que se sometían, sucesiva y acumuladamente, a un recurso de apelación y a un posterior recurso de casación. La ultrarrecurribilidad cuestiona el propio fundamento de la institución, al convertir el veredicto del jurado en una decisión provisional que posteriormente, aunque con la notable inercia que impone lo ya decidido, pasará a la validación de jueces profesionales. Para eso, pensará alguien, que le juzguen directamente estos. (Que contra una sentencia puedan interponerse muchos recursos no es algo necesariamente bueno, sobre todo cuando la primera nos ha dado la razón). Como se comprenderá, en fin, este supuesto dogal de control se convierte en realidad en una fuente de descontrol y futilidad: el jurado no pondrá mucho empeño en acertar con su decisión sabiendo que su veredicto, sea cual fuere, será revisado con posterioridad.
Pero el tercer cepo, el tercer límite que la ley le impone al jurado, es el más relevante de todos, y nos remite a la escogida relación de delitos que serán enjuiciados por el tribunal popular; una relación muy restringida, bastante desordenada, pero que responde a unos criterios criminológicos muy claros. Objetivamente, se llevarán al jurado delitos más sencillos que complejos (homicidios sí, violaciones no), y subjetivamente se elegirán aquellos asuntos dirigidos contra un perfil de delincuentes que podríamos llamar habituales, los destinatarios naturales y propios del derecho penal que, como toda norma, no es más que un derecho de clase. Así, el jurado enjuiciará homicidios dolosos o intencionales, porque los asesinos son malos, pero no los homicidios imprudentes, porque en caso de incluirlos los médicos iban a caer como chinches. De la misma forma, el jurado enjuiciará sobornos, cohechos y malversaciones, porque ya sabemos que los políticos son malos, pero de ninguna manera prevaricaciones; la mera idea de que un jurado popular pudiera enjuiciar y condenar a jueces provoca arcadas de pavor en la superestructura del poder, dispuesta a que nos juzguemos los unos a los otros, pero no a que los juzguemos a ellos.
Y así salió nuestra ley del jurado, hace ya treinta años, con estos tres graves estigmas. Como era de esperar, es una ley de aplicación muy residual. Frente a las más de ciento cincuenta mil sentencias dictadas por los juzgados de lo penal y las más de once mil dictadas en el ámbito penal por las audiencias provinciales, no llegaron a quinientos los asuntos sentenciados en 2024 desde el foso del jurado, por donde todavía hoy pena el fantasma de Rocío Wanninkhof.
Pero he aquí que, por un peculiar juego del destino, estos tres condicionantes o limitaciones que hacen del jurado un tribunal atormentado, abonan el terreno, ya muy embarrado, para que el juez Peinado quiera arrojar al mismo foso a Begoña Gómez. Es perfecto: un tribunal que razona livianamente, que relega su convicción en un sistema de creencias, que ve amparada su frivolidad en la posibilidad de sucesivos recursos y que, dirigido su foco a una diana específica de objetivos, condena a la inmensa mayoría de los ciudadanos que se le ponen por delante (un 92,9% en el año 2024). El escenario ideal cuando se quiere condenar por un delito inexistente.
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Carlos López-Keller es abogado, especialista en derecho penal; no ha escrito ningún libro.
La tensión es abrumadora. El jurado entrega a la magistrada su veredicto mientras la sala guarda un silencio sepulcral. En el papel entregado viene escrita la palabra maldita: “culpable”, pero la magistrada, quebrando la dinámica que hemos visto tantas veces, no dará paso a su lectura. En su lugar, devuelve el documento al jurado sin revelar su contenido y les exhorta a motivar su decisión: “no basta con decir ‘creemos que ha pasado esto’ sino que tienen que decir ‘creemos que ha pasado esto porque en atención del testimonio de esta persona’...”, les explica; ante declaraciones contradictorias deben aclarar “por qué hemos dado más credibilidad a esa persona que a la otra” y en caso de periciales opuestas “tienen que dar una breve explicación de por qué han optado por esa pericial y no por otras”. El jurado se retira a deliberar cabizbajo dejando una insoportable intriga en el acusado, que si en ese momento alzara la vista al techo vería una espada balanceándose peligrosamente sobre su cabeza. Al cabo, regresan y entregan su nuevo veredicto: “inocente”.